El 10 de noviembre los españoles votarán en las cuartas elecciones generales en cuatro años. Durante la campaña, los partidos intentarán culparse unos a otros de la repetición electoral. Es una situación extraña: el presidente llamará a las urnas a millones de ciudadanos que llevan meses escuchando que unos nuevos comicios son indeseables. El acto de votar servirá para, nos dicen, culpar al responsable de que tengamos que votar. Ante esa perspectiva retorcida, es probable que aumente la abstención. Es también probable que el resultado no acabe con el bloqueo; los mismos que no se han entendido hoy tendrán que entenderse mañana.
Durante la campaña de las elecciones del 28 de abril, el bloque de izquierdas promovió una épica del voto: ante la amenaza de la ultraderecha y la promesa de la alianza entre PSOE y Podemos, el voto era esencial. Con cierta condescendencia y cursilería, se hablaba de “el voto de tu vida”. Ahora, pocos meses después, quienes proclamaban que había que llenar las urnas ahora se instalan en la antipolítica. Aunque permanecen los sesgos de cada uno, abunda el reparto de culpas simétrico y una actitud de “que se vayan todos”.
Sánchez ha banalizado el voto. Ha convertido la urna en una especie de máquina tragaperras. Ludópata de sí mismo, aprieta de nuevo el botón hasta que surja el resultado deseado. ¿Tiene incentivos para esta estrategia? Claro. Puede arañar un puñado de escaños más. Como cuenta Carlos E. Cué en El País, Sánchez tenía claro tras la investidura fallida que habría elecciones en noviembre. Durante agosto se dedicó exclusivamente a hacer como que se movía: se reunió con colectivos afines (seleccionados por su cercanía al partido), ofreció 370 medidas calcadas a su programa electoral, frunció el ceño, y apeló a la responsabilidad mientras promovía un discurso irresponsable y manipulador: que una coalición son dos gobiernos en uno y España necesita un solo gobierno estable.
La función principal de un partido político es sobrevivir y maximizar su poder. Pero esta lógica puede, como ha escrito Manuel Arias Maldonado, tener consecuencias estructurales indeseables: “los intereses de parte pueden socavar el sistema si se persiguen de manera grosera. Por ahí podría escapársele el relato a Sánchez. Más difícil es que se le escapen los escaños: su astucia política es innegable”.
Nada más llegar al gobierno, el PSOE activó su maquinaria de colocación de afines en las instituciones. La situación de interinidad no le preocupaba. Un ingeniero que llevaba veinte años dirigiendo ENUSA, la agenda de suministro de uranio, fue sustituido por un licenciado en filosofía afín a Ábalos (su anterior trabajo era en la Fundación Deportiva Municipal de Valencia).
Correos, Renfe, RTVE, Red Eléctrica. El partido ha llegado incluso a ofrecer a Podemos puestos en la CNMV o el Consejo de Seguridad Nuclear, órganos técnicos que deberían ser independientes. Lo hizo desde el convencimiento de que es el gobierno quien tiene la propiedad de esas instituciones.
La cerrazón de Sánchez, por lo tanto, a permitir que entren miembros de otro partido en el gobierno no es solo una cuestión de egos o apego al poder; es también una cuestión estructural y de supervivencia del partido, experto en la captura de rentas políticas. No en vano los líderes de la formación no dejan de recordar que el PSOE tiene 140 años; no son la nueva política que venía a renovar las viejas maneras y prácticas del bipartidismo. Son parte del viejo bipartidismo con un maquillaje woke.
Durante el 15M se decía que “democracia no es solo votar cada cuatro años”. En realidad es votar cuatro veces en cuatro años. Hasta que salga el resultado que beneficie completamente a Sánchez.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).