La democracia española a la deriva

Lo que está en juego hoy en España no es la formación de un gobierno o la configuración de una mayoría, sino los principios fundamentales de una democracia.
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La democracia parlamentaria española tiene sus propios ritmos. Tras designar a sus diputados y senadores el 23 de julio, el pueblo español sigue esperando que se forme gobierno. El rey Felipe VI, después de consultar a los grupos parlamentarios, designó al líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, como candidato a la presidencia del Gobierno. Aunque su partido quedó en cabeza (el 33% de los votos y 137 diputados), no tenía prácticamente ninguna posibilidad de ser investido. Sin embargo, ante la endiablada aritmética parlamentaria, el Rey prefirió escudarse en la tradición de designar candidato al líder del grupo parlamentario más numeroso.

Los partidarios de Feijóo suman 172 votos (137 diputados del PP, 33 de Vox, 1 de Coalición Canaria y 1 de Unión del Pueblo Navarro). Sus adversarios tienen 178 votos (121 del PSOE, 31 de Sumar –la unión de las izquierdas–, 6 diputados de la formación independentista vasca Bildu, 5 diputados del Partido Nacionalista Vasco, 7 diputados de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), 1 diputado del Bloque Nacionalista Gallego, 7 diputados independentistas de Junts pel Catalunya). Salvo un giro dramático de los acontecimientos –la abstención de 7 diputados socialistas–, habría sido imposible que Feijóo fuera nombrado jefe de Gobierno.

En estas circunstancias, el rey ha reanudado sus consultas y ha nombrado al socialista Pedro Sánchez, que dice contar con una mayoría “progresista”.

El PSOE depende por completo del voto de los siete diputados del partido del expresidente catalán, Carles Puigdemont, que se ha retirado a Bélgica, donde su condición de eurodiputado, aunque se le ha levantado la inmunidad, le protege de la deportación a España, donde hay un juicio pendiente. Los socios parlamentarios del PSOE –Bildu, PNV y ERC– renovaron su apoyo a Pedro Sánchez en la anterior legislatura. Pero no fue suficiente: juntos, reunieron solo 171 votos frente a los 172 de la derecha. El voto de los diputados de Junts es decisivo y vital.

Carles Puigdemont ha puesto sus condiciones: aprobación de una ley de amnistía para todos aquellos que, procesados por delitos cometidos durante la crisis de otoño de 2017 en Cataluña, hayan sido condenados o estén a la espera de juicio; negociaciones con vistas a un referéndum de autodeterminación; reconocimiento del catalán como lengua oficial de la Unión Europea y, por último, condonación de la deuda de Cataluña con el Estado español (78.000 millones de euros), ¡que él ha recalculado recientemente, estimándola en 450.000 millones de euros que le debe el Estado a Cataluña!

Pedro Sánchez descartó de plano estas condiciones completamente excesivas durante toda la campaña electoral. Mejor todavía: en 2019 se jactaba de volver a juzgar a Carles Puigdemont, subrayando lo ineficaz que había sido el Gobierno de Mariano Rajoy en este aspecto (y en tantos otros). La prensa y las redes sociales están llenas de declaraciones socialistas que reafirman su firme postura ante posibles chantajes nacionalistas e independentistas.

Desde el 23 de julio, la retórica ha cambiado y hoy el debate gira en torno a la ley de amnistía. Oriol Junqueras, exvicepresidente de la Generalitat y líder de ERC, condenado a prisión en octubre de 2019 y beneficiario de un indulto individual, aseguró que la ley se negocia desde agosto. Carles Puigdemont insiste una y otra vez en el carácter completo, definitivo e irreversible de la próxima ley, sin renunciar por ello a reanudar unilateralmente la lucha por la independencia. Los socialistas preparan el terreno para la opinión pública: de momento, solo el 25% está a favor de esta hipotética ley de amnistía. Pero la vieja guardia socialista, encabezada por Felipe González y Alfonso Guerra, se opone frontalmente a la amnistía. En su opinión, pondría en cuestión el modelo democrático de 1978, ya que al borrar los delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones por los líderes independentistas catalanes en septiembre y octubre de 2017, la ley de amnistía pondría en evidencia el uso del artículo 155 de la Constitución que, en octubre de 2017, permitió suspender a estas autoridades políticas precisamente porque acababan de violar la Constitución.

La derecha, y en particular el Partido Popular, grogui tras su victoria que resultó un revés, se moviliza contra la amnistía. El domingo 24 de septiembre, el PP reunió en torno a su líder y a sus dos expresidentes, José María Aznar y Mariano Rajoy, a cerca de 60.000 personas en Madrid, en una demostración de fuerza que se repetirá en Barcelona el 8 de octubre. El domingo 24, Alberto Núñez Feijóo encontró las palabras adecuadas para denunciar una amnistía que situaría a los responsables políticos por encima de la ley. También cuestionó la desigualdad entre los ciudadanos, que están obligados a respetar escrupulosamente la ley, y los representantes electos, que se amnistían a sí mismos sin otra razón real que mantenerse en el poder. Una amnistía por siete votos…

Hay tres cuestiones en juego en este debate, y están tensionando la vida política española.

La primera, por supuesto, es la cuestión catalana, que no se ha resuelto. A pesar de su retroceso electoral (el PP, con el 13,34% de los votos en Cataluña, supera a ERC [13,16%] y Junts [11,16%]), los partidos independentistas siguen teniendo una importante capacidad de acción que, en la configuración parlamentaria resultante de la votación del 23 de julio, se ha multiplicado por diez. Junts y Carles Puigdemont deciden quién es el presidente. Con el 1,6% de los votos nacionales, Junts puede imponer sus condiciones leoninas al PSOE de Pedro Sánchez y demostrar que el Parlamento, antes que un lugar de debate, es una relación de fuerzas.

La cuestión catalana sigue planteando la cuestión de la unidad constitucional del país y el papel de los partidos nacionalistas minoritarios. La segunda cuestión es, por tanto, política: ¿qué equilibrio político y jurídico debe establecerse entre españoles? ¿Debe el Estado español distinguir entre sus ciudadanos? ¿La solidaridad nacional debe ejercerse desde las regiones más pobres a las más ricas? ¿La pluralidad de lenguas es una ventaja o una palanca de afirmación de la identidad?

La tercera cuestión es el respeto del marco institucional y jurídico. Si en Cataluña vimos cómo se ponía en práctica la idea de que la voluntad del pueblo era más fuerte que el Estado de Derecho, aquí asistimos a la emergencia de la idea de que la política no debe verse frenada por las normas jurídicas. Desde 2017, los dos partidos independentistas catalanes se niegan a reconocer la autoridad del Tribunal Constitucional, del mismo modo que se niegan a reunirse con el rey. Por tanto, juegan su propio juego y pretenden desmarcarse unilateralmente de las reglas comunes según les convenga.

Frente a estos desafíos, la derecha y la izquierda se enfrentan como nunca, o más bien como en los años 30 de la Segunda República. Con la izquierda utilizando como herramienta el recuerdo de la Guerra Civil y el franquismo, y con una parte de la derecha haciendo gala de un prolongado sectarismo, la vida política se está convirtiendo en un lugar de ajustes de cuentas y descalificaciones mutuas que amplían la división en vez de reducirla.

El estado de la democracia en España es extraordinariamente preocupante. En apariencia, parece resistir bien: se vota, se debate, la prensa es libre y las opiniones circulan. Pero sus cimientos están completamente destruidos. El consenso constitucional ya no existe, y ninguna institución se libra de las críticas: la monarquía, el Tribunal Constitucional, el Gobierno –ilegítimo a ojos de sus adversarios–, las comunidades autónomas –ya que unos quieren recentralizarlas y otros pretenden utilizarlas como trampolín hacia la independencia– y el poder judicial, rehén de la partitocracia. Pero lo más grave es que esta desafección solo se está dejando sentir en la opinión pública después de que los propios políticos hayan descalificado con sus discursos y acciones las instituciones que dirigen.

La democracia española alberga sus peores enemigos, protegidos por las reglas democráticas. La unilateralidad de los independentistas catalanes ha vuelto a las instituciones contra sí mismas: ¡el Parlamento de Cataluña ya no es más que una cámara de propaganda, y la Generalitat es un gobierno enfrentado al Estado español del que emana! Y todos los partidos, a causa de su financiación ilegal y su nepotismo abusivo, han profundizado la desconfianza que existe entre ellos y el pueblo.

En estas condiciones, al chantaje se une la táctica dilatoria, que Pedro Sánchez parece haber abanderado, suscitando críticas sin precedentes. Hay que decir que este juego político produce una impresión de mentira y cinismo que mina la credibilidad del discurso público; y esto se aplica a todos los bandos. No es de extrañar que los electores se radicalicen cada vez más, a imagen de una vida política que sigue crispando a todos los actores de la democracia.

La nación española se encuentra en un momento decisivo de su historia. Atacada por nacionalismos excluyentes, lucha por proponer un marco común para todos los españoles. Los españoles se están convirtiendo en competidores e incluso en enemigos entre sí. Lleno de falsas buenas intenciones, el discurso político siembra el odio entre españoles, entre hombres y mujeres, entre géneros, entre orientaciones sexuales, entre opciones políticas, y revisita el pasado para extraer de él una legitimidad moral que no es más que la búsqueda de un supremacismo ideológico.

Lo que está en juego hoy en España no es la formación de un gobierno o la configuración de una mayoría, sino los principios fundamentales de una democracia. Al privilegiar el corto plazo, Pedro Sánchez es muy consciente del riesgo que corre el sistema constitucional nacido del consenso en 1978. ¿Debemos creer que aspira, sin decirlo abiertamente, a su cuestionamiento generalizado? ¿Debemos creer que prefiere constreñir las instituciones antes que resignarse a ver al PSOE sin ningún asidero en el poder [1]?

En cuanto a Alberto Núñez Feijóo, representaba una opción inédita en la derecha española: la de un expresidente de Galicia, capaz de entender la diversidad del país y conjugarla con la unidad constitucional. Algunos socialistas están preocupados por esta oportunidad perdida, porque si Feijóo pierde el control del PP, el partido se escorará a la derecha.

Quienes siguen la actualidad en España son conscientes de la gravedad de la situación, igual que advirtieron que Europa estaba inerte ante los desmanes catalanes antes de la crisis de 2017. Hipnotizados por el resurgimiento de una extrema derecha real pero no decisiva (ha caído del 15% al 12% de los votos), los medios europeos no quieren leer con precisión lo que ocurre en España. Al igual que Hungría y Polonia, existe el riesgo de que España tome un atajo y se aleje del Estado de Derecho. Sería un retroceso desastroso para la democracia y para nuestra idea de la política. Y no sería la extrema derecha la responsable, sino una combinación sin precedentes de socialistas y nacionalistas, con raíces intelectuales ambiguas, pero que se proclaman progresistas.

Publicado originalmente en Telos.

[1] Las elecciones municipales y  regionales de mayo de 2023 destruyeron las bases territoriales del PSOE. La pérdida del gobierno central situaría al PSOE frente a la verdad de su debilitamiento. Para evitar este asunto y esta toma de conciencia, Pedro Sánchcez debía mantenerse en el poder costara lo que costara.  Si no lo hacía, perdía también el control del PSOE. 

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Benoît Pellistrandi es historiador e hispanista francés. Es miembro de la Real Academia de la Historia.


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