El primer ministro francés Manuel Valls, no exageró: el resultado de las elecciones parlamentarias europeas de fines de mayo fue un “terremoto político”. Un cataclismo que cimbró hasta sus cimientos a los sistemas políticos de Inglaterra y Francia, las dos economías más fuertes de Europa después de Alemania. En Inglaterra, el Partido de la Independencia del Reino Unido(UKIP) que encabeza Nigel Farage, un político estridente y xenófobo, obtuvo 27.5% de los votos, dejando en el camino al Partido Laborista,con 25.4%, y al Conservador del primer ministro Cameron que obtuvo 23.9%. La legitimidad del laborismo como principal fuerza opositora quedó en entredicho, y la del socio de Cameron en la coalición gobernante, en ruinas: los liberales demócratas de Nick Clegg, que hicieron campaña a favor de la Unión Europea(UE), obtuvieron apenas 6.9% de la votación.
En Francia, la debacle para los partidos que se han turnado por décadas en el poder fue aún peor. El Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen, el partido de extrema derecha cuya razón de ser es el nacionalismo antieuropeo a ultranza y el odio a los inmigrantes, rebasó cualquier expectativa. Obtuvo 25% de los votos, mientras que el UMP de centro derecha –el partido del ex presidente Sarkozy– recibió apenas 20.8% y los socialistas del presidente Hollande, obtuvieron –en parte,como reflejo de su abismal tasa de popularidad(18%)–, tan sólo el 14%.
Partidos radicales del corte de UKIP y el FN en otros países de la Unión Europea, obtuvieron también suficientes votos para mandar representantes al Parlamento. Quienes han emprendido en la prensa continental el control de daños, han subrayado que aunque los representantes de la ultraderecha ocuparán 30% de los escaños en el Parlamento europeo, difícilmente podrán formar un bloque unido: sus diferencias diluirán su poderío potencial. A corto plazo,tienen razón.
También quienes han señalado –aun en la prensa británica– que la posible salida de Inglaterra sería un duro golpe para la UE, pero no un asunto de vida o muerte. El tan llevado y traído retiro inglés no ha amenazado nunca la existencia de la UE. El resultado de la votación en Francia, por el contrario, si podría sepultar a la Europa unida. Es casi un lugar común, no por eso menos cierto, recordar que desde su nacimiento en los años cincuenta, la integración económica –y política– del continente ha girado en torno a dos ejes: el poderío económico alemán y el liderazgo político de Francia. El resultado de la votación parlamentaria es un ominoso indicador más de la creciente fragilidad política de Francia dentro de la Unión Europea.
Las elecciones parlamentarias en la UE tienen siempre dos caras: una mira al interior de los países que la conforman; la otra, a Europa. El ascenso del FN en Francia refleja la parálisis económica del país y los errores de sus últimos gobernantes. François Hollande ha dado un paso adelante y dos atrás desde que llegó al Palacio del Elíseo. El resultado ha sido un nulo crecimiento económico y una terca tasa de desempleo de 10%.No sorprende que Le Pen haya atraído el voto del 43% de los obreros franceses y del 37% de los que no tienen trabajo.
La ineficacia política de Hollande ha deteriorado, asimismo, la imagen del Presidente. Deterioro que se ha convertido en un círculo vicioso: desde la presidencia de François Mitterrand, cada uno de sus sucesores ha fracasado en su intento por enderezar el rumbo del país y debilitado a su relevo en el Elíseo haciendo cada vez más difícil la aplicación de reformas indispensables. (Basta comparar el resultado de la elección francesa con el de aquellos países que si tienen un estadista al mando, como Italia, o se atrevieron a instrumentar reformas a fondo en el momento adecuado y gozan de un crecimiento sostenido, como Polonia. En ambos, los partidos en el poder obtuvieron una mayoría de votos.)
Pero lo grave para el futuro de la Unión Europea, es que los franceses que votaron por Le Pen sienten –y en política las percepciones, falsas o no, se traducen en votos de protesta– que Europa también los ha traicionado: que ha erosionado la soberanía francesa e inundado al país de inmigrantes, lo ha atado a una unión monetaria que no acaba de despegar y convertido a Francia en el socio menor de Berlín. Y más trágico aún es que no están solos. Muchos franceses, que jamás votarían por el Frente Nacional, abrigan asimismo agravios abiertos y soterrados sobre la integración europea. La historia los ha convertido en parte de un proyecto que Francia nunca quiso: Paris prefería una Alemania dividida y manejable, ahora confronta un gigante unido que lo rebasa por todas partes, y el sueño sesentero de Charles De Gaulle, que pretendía convertir a Francia en el contrapeso europeo del poderío norteamericano, se perdió hace mucho tiempo entre los pliegues de la dura realidad.
Lo peor que podría hacer el gobierno francés –y la burocracia de la UE con sede en Bruselas– sería desechar el descontento de los votantes y optar por el trillado camino de la complacencia. Francia necesita adelgazar su abotagado Estado benefactor y promover el crecimiento con políticas eficaces; Bruselas, acercar a los ciudadanos de la Unión Europea a la toma de decisiones y fortalecer la identidad europea de cada uno de ellos. Lo que está en juego es nada menos que la sobrevivencia de la Europa unida.
(Una versión de este texto apareción en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.