El editor Miguel Aguilar dice que los españoles admiramos a nuestros abuelos, que solucionaron sus problemas a tiros, y desdeñamos a nuestros padres, que los solucionaron dialogando. La guerra civil sigue siendo el gran foco de polarización en España. La izquierda reivindica la República y no quiere indagar más allá del mito por si encuentra algo desagradable, y desprecia la Transición porque es gris, antiépica, y traiciona el mito. La derecha suele pensar que el conflicto fue una lucha fratricida en la que hay un reparto de culpas equidistante, y a veces piensa que la condena al franquismo es agua pasada y abrir fosas es revanchismo.
Como escribe José Andrés Rojo en un artículo sobre la historiografía de la guerra civil, que todavía está muy viva, “las sociedades acuden a los relatos del pasado casi siempre con el afán de buscar unas referencias que les ayuden a situarse en el presente. Formo parte de esa tradición, se dicen unos y otros, son esos gestos los que me definen y esas gestas las que celebro o, si se prefiere, fueron aquellas andanadas las que tuvieron la culpa de cambiarlo todo.”
En una entrevista en JotDown, el diputado de IU Gaspar Llamazares dice que “no hay diferencia en la lucha de la clandestinidad y la lucha en la Transición. Hubo el mismo nivel de compromiso y de concesión. La dicotomía entre épocas heroicas y épocas pragmáticas a mí me parece empobrecedora y superficial.”
Pablo Iglesias ha hablado con orgullo en más de una ocasión de su abuelo, militante socialista durante el franquismo. En febrero de 2016 Hermann Terstch lo acusó de criminal y de haber enviado a una checa a civiles desarmados durante la guerra civil, lo que le ha costado una condena de 12.000 euros por “intromisión al honor” de la familia de Iglesias. En 1938, con 24 años, Manuel Iglesias presidió el Tribunal Permanente del IX Cuerpo del Ejército Republicano y dictó nueve sentencias de muerte. Tras la caída de Madrid fue condenado a pena de muerte por el gobierno golpista, luego se le redujo la pena a treinta años y luego a cinco.
En su reportaje, Rojo cita a Santos Juliá: “Un relato único sobre un pasado de guerra civil no solo es imposible sino indeseable.” La historia casa mal con la memoria, siempre manipuladora y politizada. La historia de Manuel Iglesias, y de la guerra en general, es compleja y gris: en su reducción de condena se interpusieron un ministro franquista y un obispo. En Solo hechos (Pre-Textos, 2017) el último tomo de sus diarios, Andrés Trapiello cuenta la escalofriante historia de una familia propietaria asesinada en 1936 por anarquistas en Coín, Málaga (un año después, en la misma región, el bando sublevado masacró a miles de personas en la carretera Málaga-Almería, la llamada desbandá). Se la cuenta uno de los supervivientes de la matanza, en la que murieron el padre y cinco hijos, dos de ellos simpatizantes republicanos. Uno de ellos estuvo a punto de sobrevivir: recibió un balazo en la mandíbula que no lo mató. Acudió a la casa de su antigua ama de cría, que cuidaba uno de los cortijos de la familia. “Lo lavó, lo acostó en su propia cama, y cuando estuvo dormido, la mujer salió de la casa y se fue al pueblo, a la taberna, donde estaban su marido y los revolucionarios, y les dijo: ‘Lo tengo en casa’.” Lo sacaron a la calle y lo mataron.
El sexto hijo, el único superviviente, que acababa de nacer, sobrevivió bajo las faldas de su abuela y los anarquistas no lo encontraron. Posteriormente, participó en las revueltas estudiantiles de 1956, en las que participaron hijos de falangistas, dirigidas por el PCE. “Su familia dejó de hablarle: ¿cómo podía nadie pasarse al bando de quienes habían asesinado a su padre y sus hermanos? Cuando salió de la cárcel conoció a la que hoy es su mujer, hija de un general franquista, quien, cuando se enteró de que estaba en relaciones con un rojo, la repudió.”
Décadas después, anciano y filósofo (Trapiello lo llama filósofo) visitó el lugar donde murieron su padre y sus hermanos. Allí encontró a un hombre que, interesado por su visita a la finca, le preguntó si sabía lo que pasó allí. El hombre se lo contó: “‘Soy, dijo, del tiempo del pequeño, J., el que sobrevivió. No lo conocí, porque se marcharon de aquí en cuanto acabó la guerra. Somos del mismo año, el 36. Mal año. Nunca más volvimos a verle por aquí’. Y entonces, como en los relatos cervantinos, el filósofo rompió a llorar y le confesó que él era aquel niño, y el viejo, acaso hijo de alguno de los asesinos, soltó su azada y, llorando, se abrazó a aquel hombre, y así estuvieron un buen rato.” Para una parte de la izquierda la reconciliación es olvido y frivolidad, es desprecio a las víctimas y equidistancia. Pero la reconciliación no es incompatible con el rigor, con la historia y la justicia.
El filósofo del relato de Trapiello sentía un profundo malestar con la idea de la memoria como exaltación ahistórica. En él estaba el “deseo de buscar a quienes seguían enterrados en las cunetas, para darles una sepultura digna, pero sugería que no era prudente llevar más lejos los homenajes políticos, porque sería entrar en un terreno escabroso, y descubrir hechos en absoluto ejemplares.”
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).