En 2011, Martín Caparrós publicó un libro maravilloso titulado Argentinismos. El libro recoge y reelabora textos anteriores en una especie de glosario de términos de uso común en el discurso público argentino de la era kirchnerista.
En el capítulo dedicado al “Honestismo”, Caparrós nos recuerda la historia de uno de los gobernantes más honestos de la historia argentina: “No hubo, en la Argentina contemporánea, un gobernante más decente, más reacio a acumular riqueza personal, que un señor que vivió hasta hace poco en un apartamento de tres ambientes (dos recámaras, en mexicano) en un barrio modesto” (p. 173).
Este señor se llamaba Jorge Rafael Videla. Presidió un régimen de terror que dejó miles de muertos y desaparecidos entre 1976 y 1981, y se cebó con especial saña con las bases del movimiento obrero y popular. Este personaje fue juzgado y sentenciado por su responsabilidad probada en las muertes de al menos 31 prisioneros y el robo de niños arrebatados a sus padres camino al matadero. Pero eso sí, Jorge Rafael Videla no se embolsó jamás un peso que no fuera suyo.
La historia de Videla nos debe recordar un hecho básico que hemos olvidado en México: se puede ejecutar el programa más neoliberal del mundo y privatizar hasta el metate de la abuela sin meterse un centavo ajeno al bolsillo. Del otro lado de la moneda, se podría sacar de la pobreza a millones de personas mediante programas sociales en cuyo ejercicio presupuestal el administrador se recompensara con una pequeña comisión “por la zurda”, en reconocimiento a su probado compromiso social. Ninguna ideología tiene el monopolio de la corrupción, como tampoco la lucha contra la corrupción es en sí misma una postura ideológica. Nunca debemos dejar de lado el hecho de que, como dice Caparrós: “la honestidad –y la voluntad y la capacidad y la eficacia–, cuando existen, actúan, forzosamente, con un programa de izquierda o de derecha” (p. 172).
Que la corrupción sea el tema principal de la elección presidencial mexicana en 2018 no sorprende a nadie. Décadas de tráfico de influencias, intercambio de favores y “mordidas” para facilitar hasta los trámites burocráticos más sencillos han hecho de la corrupción el tema recurrente de todas las campañas políticas.
Lo que hace diferente a esta elección es, por un lado, que el tipo de corrupción del sexenio de Peña Nieto, sobre todo en el ámbito estatal y local, es el que más se parece a la percepción más simple y popular del fenómeno: la del funcionario que se embolsa fondos públicos sin pudor.
Por otro lado, el candidato puntero en las encuestas ha logrado convertir esta elección en un referendo sobre la corrupción con base en esta versión simplificada del fenómeno: robar vs no robar. De esta forma, ha dividido a las opciones electorales entre los que roban y los que no roban y ha ofrecido como remedio los tres mandamientos del partido Morena: No robar, no mentir y no traicionar.
Con ello, López Obrador no solo ha despolitizado completamente tanto el problema de la corrupción como su combate –en la medida en que no hay nada en la lucha contra la corrupción que sea intrínsecamente de izquierda o de derecha–, sino que también ha vaciado de contenido político su programa de gobierno, remplazándolo con esta versión despolitizada del combate anticorrupción. La principal propuesta de política económica del eventual gobierno de Morena es utilizar los recursos no robados y procesarlos en una contabilidad optimista para que rindan más en el gasto social.
Centrar el programa de Morena en torno a la corrupción despolitizada tiene un efecto que a la larga será nocivo para el partido. Dividido el espacio político entre corruptos y no corruptos, las ideologías se reparten indistintamente entre ellos, de modo que, del lado no corrupto, según Morena, ahora conviven desde jacobinos literarios, como Paco Ignacio Taibo II, hasta reaccionarios ultramontanos, como Manuel Espino, pasando por la derecha religiosa-empresarial paredesufrir. Con el estandarte anticorrupción por delante, el partido que reclamaba para sí el monopolio de la franquicia de izquierda se ha corrido a grandes zancadas hacia la derecha en temas como equidad de género y matrimonio igualitario.
El punto es que sí existe una perspectiva de izquierda para combatir la corrupción. Esta consiste, primero que nada, en entender ese fenómeno no solo como un asunto de debilidad o fortaleza moral, sino específicamente como un instrumento más para perpetuar la desigualdad social. Aunque los casos de gobernadores con los brazos metidos hasta el codo en las arcas públicas constituyen el mayor espectáculo mediático, es aún más dañina la corrupción sistemática que, por ejemplo, mantiene a los mineros trabajando en trampas mortales al permitirle a empresas, gobiernos y sindicatos eludir sus responsabilidades bajo la ley.
Sobre cómo combatir este tipo de corrupción no hemos escuchado nada en las campañas electorales. Aplicar la ley al pie de la letra es solo el piso del que deberían de partir todos los planteamientos electorales y programas de gobierno. No robar y ser buenos es una buena recomendación que los padres de familia tendrían que hacer a sus hijos. Más allá de eso, un votante de izquierda querría escuchar qué se proponen hacer los candidatos que reclaman esa franja política para evitar que la corrupción limite el derecho de los trabajadores a la contratación colectiva (solo dense una vuelta por las Juntas de Conciliación y Arbitraje); cuáles son las iniciativas para que la corrupción no le permita a una empresa minera envenenar un río que abastece a comunidades pobres del desierto sin enfrentar mayores consecuencias; cómo piensan evitar que los jóvenes de barrios marginados sigan siendo extorsionados por policías por llevar una pequeña cantidad de marihuana para su consumo.
En Argentina, el énfasis en lo que Caparrós llamó “honestismo”, la versión simplificada de la corrupción y su combate, le permitió al kirchnerismo eludir una discusión seria sobre modelos económicos alternativos, así como ocultar sus propios pecadillos en el uso de los fondos públicos. En México, aún estamos a tiempo de manifestar que sí, estamos a favor de combatir radicalmente la corrupción, pero también en contra de que ese combate sea una excusa para la ambigüedad ideológica o la franca claudicación ante la derecha.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.