Las ideas tienen consecuencias es el tĆtulo de uno de los ensayos polĆticos mĆ”s influyentes del siglo XX, escrito por el teĆ³rico conservador Richard M. Weaver. En Ć©l, sostiene que los problemas de Occidente en la modernidad se explican por la ejecuciĆ³n de malas ideas y no por algĆŗn determinismo fatal. Lo he recordado recientemente, con motivo de un debate sobre fiscalidad cuya derivada mĆ”s interesante es la contraposiciĆ³n de dos conceptos robustos, dos pesos pesados de la filosofĆa polĆtica: la naciĆ³n y el Estado.
La polĆ©mica ha sido desatada por el binomio āpatriotismo fiscalā, y es sugestiva porque representa el mayor intento de la izquierda en dĆ©cadas por recuperar la patria, que le fue primero arrebatada por Franco para despuĆ©s renunciar a ella, a buen provecho de la derecha.
TambiĆ©n resulta interesante la reacciĆ³n de una parte de la derecha, que ha resuelto la aparente contradicciĆ³n entre su patriotismo declarado y su preferencia por una presiĆ³n fiscal baja proclamando que una cosa es la naciĆ³n y otra cosa es el Estado, que la una es previa al otro, y que los afectos patriĆ³ticos nada tienen que ver con la administraciĆ³n y la hacienda.
Por supuesto, la confrontaciĆ³n de naciĆ³n y Estado no es nueva. En nuestro paĆs, nacionalistas y partidarios de una idea plurinacional de EspaƱa se han esforzado por escindir ambos conceptos para hacer saber que la espaƱola no es la Ćŗnica naciĆ³n presente en nuestro Estado. CuĆ”ntas naciones hay entonces y si dichas naciones tienen derecho o no a constituirse en su propio Estado son cuestiones problemĆ”ticas y no resueltas que han dado lugar a conflictos territoriales persistentes, cuyo punto Ć”lgido se alcanzĆ³ en octubre de 2017 con la proclamada y luego suspendida independencia de CataluƱa.
Un proceso de nacionalizaciĆ³n
Con el fin de las monarquĆas absolutistas en Europa tuvo lugar un proceso de nacionalizaciĆ³n que ha sido bien descrito por historiadores como Ćlvarez Junco: el simbolismo polĆtico mutĆ³ de apellido, de manera que las marchas ārealesā devinieron en himnos ānacionalesā, los estandartes de las monarquĆas dejaron paso a la bandera nacional, los mitos bĆ©licos cambiaron las victorias militares de un rey por la exaltaciĆ³n de la naciĆ³n en armas, el calendario se llenĆ³ de festividades nacionales, se proclamaron las asambleas nacionales y el titular de la soberanĆa ya no serĆa un monarca con amplios poderes y legitimidad divina, sino la naciĆ³n.
Las ideas tienen consecuencias, y por eso los defensores de la plurinacionalidad del Estado se han resistido a esa nacionalizaciĆ³n. En el PaĆs Vasco, el PNV solĆa referirse a los debates sobre el estado de la naciĆ³n (que dejaron de celebrarse en 2015) como ādebates sobre el estado del Estadoā. TambiĆ©n se dirigĆa al gobierno de EspaƱa como el gobierno āestatalā, y hasta algĆŗn bar de Bilbao se promocionaba hace unos aƱos como valedor del primer premio de ātortilla estatalā. La nueva izquierda tampoco se ha resistido a la nomenclatura del viejo nacionalismo. AsĆ, Podemos cuenta entre sus āĆ³rganos estatalesā con la Asamblea Ciudadana Estatal, el Consejo Ciudadano Estatal o la ComisiĆ³n de GarantĆas DemocrĆ”ticas Estatal.
Como digo, los esfuerzos por deslindar la naciĆ³n del Estado en la EspaƱa del 78 no son insĆ³litos entre los nacionalistas y alguna izquierda, pero sĆ resultan mĆ”s novedosos en el discurso de la derecha. Y me gustarĆa hacer notar que desencajar la naciĆ³n de los goznes del Estado no es una idea inocua: puede tener consecuencias no intencionadas y no deseadas por sus promotores.
Un tĆ”ndem filosĆ³fico
NaciĆ³n y Estado son conceptos de contornos Ć”speros que han dado lugar a discusiones teĆ³ricas ya clĆ”sicas. No es intenciĆ³n de este texto abundar en sus definiciones, que otros han abordado ya con argumentos mejores que los que yo pueda encontrar. SĆ quisiera apuntar que las unidades polĆticas que operan en la modernidad reciben el nombre de Estado-naciĆ³n, y no ha de parecernos un dato ocioso. La naciĆ³n y el Estado se imbrican histĆ³ricamente, de modo que tiene pleno sentido que nos refiramos a ellos como un tĆ”ndem filosĆ³fico.
Los Estados, entendidos en sentido weberiano, son entes polĆticos que se desarrollaron en buena medida por necesidades militares. Hacer la guerra exigĆa milicias y tambiĆ©n una enorme financiaciĆ³n que espoleĆ³ la creaciĆ³n de haciendas, sistemas tributarios y una administraciĆ³n eficiente. La forja del ejĆ©rcito y la administraciĆ³n sentĆ³ las bases del Estado, pero combatir, o enviar hijos al frente, y pagar impuestos requerĆa una contrapartida, que fue tomando la forma de lo que hoy llamamos derechos de ciudadanĆa. Este papel central de la fiscalidad en la apariciĆ³n de los estados nacionales se hizo evidente en las revoluciones liberales: āNo taxation without representationā fue un lema de la Gloriosa inglesa que se replicĆ³ luego en la independencia americana, y su tema estĆ” presente en la RevoluciĆ³n francesa, y aun antes en La Fronda o en la rebeliĆ³n de los Comuneros.
Hay, por tanto, un vĆnculo estrecho entre el Estado y la naciĆ³n de ciudadanos que explica su funcionamiento como tĆ”ndem. Pero, por supuesto, cabe otra interpretaciĆ³n de la idea nacional. Los defensores de una nociĆ³n primordialista de la naciĆ³n consideran que las naciones son entes que preexisten a los Estados, y que sus miembros estĆ”n vinculados por lazos culturales y de sangre que se pierden en la noche de los tiempos. Se oponen a ellos los partidarios de una lectura modernista o creacionista, para quienes las naciones son entidades inventadas (o āimaginadasā, matizarĆ” Benedict Anderson) que, como AdĆ”n y Eva, carecerĆan de ombligo (Gellner), y que se explican como el producto de la conquista o de una ingenierĆa sociocultural acometida manu militari.
Una comunidad de ciudadanos
Cabe admitir que los Estados nacionales que conocemos estĆ”n fundados sobre comunidades preexistentes que han compartido largamente un territorio, una lengua y una cultura, pero hacer de esos atributos la sustancia Ćŗnica de la naciĆ³n es una idea que augura conflicto, y que sirve para legitimar las reivindicaciones independentistas o irredentistas que los nacionalismos abanderan. ĀæAcaso no son esos los atributos que blande el independentismo para declarar CataluƱa naciĆ³n? Y, una vez reconocida la naciĆ³n, estarĆamos ya en la antesala del propio Estado.
Dominique Schnapper dice que la naciĆ³n es una ācomunidad de ciudadanosā, una definiciĆ³n que, ademĆ”s de ser hermosa, nos invita a superponer los bordes de la naciĆ³n con los del Estado demorĆ”tico. Schnapper hace un esfuerzo teĆ³rico riguroso para deslindar la naciĆ³n de la etnia, que considera una comunidad unida por un legado histĆ³rico y cultural, pero carente de estatus polĆtico; y tambiĆ©n de los estados autoritarios, donde los habitantes no son soberanos, sino sĆŗbditos.
En cambio, su idea de naciĆ³n como comunidad que sostiene las riendas de su destino polĆtico encuentra acomodo en los brazos constitucionales del Estado democrĆ”tico. El Estado democrĆ”tico proclama la soberanĆa nacional hacia afuera, afirmĆ”ndose polĆticamente frente a otros actores estatales, y tambiĆ©n hacia dentro, en la idea de ciudadanĆa. AsĆ, la ciudadanĆa es la sustancia de la que estĆ”n hechas las naciones, y por eso naciĆ³n y Estado conforman un tĆ”ndem necesario.
Hay buenas razones para definir la naciĆ³n como una comunidad de ciudadanos que se autogobierna por medio de los cauces que provee un Estado democrĆ”tico y constitucional. Y, sobre todo, hay buenos argumentos para preferir esta definiciĆ³n a otras que encuentran la esencia de la naciĆ³n en atributos paraestatales mĆ”s o menos ancestrales.
Volviendo al origen de la polĆ©mica, la polĆtica tributaria debe estar sujeta a discusiĆ³n en el espacio pĆŗblico, igual que cualquier otro aspecto del andamiaje polĆtico, pero harĆamos bien en no deslizar la idea de que la naciĆ³n nada tiene que ver con el Estado para hacer compatibles preferencias fiscales con afectos patriĆ³ticos. Porque las ideas tienen consecuencias, y la idea de que el Estado no define la naciĆ³n puede amparar un discurso territorialmente disruptivo. Por Ćŗltimo, tampoco deberĆamos ridiculizar el binomio āpatriotismo fiscalā, pues la historia nos muestra que la tributaciĆ³n ha desempeƱado un papel destacado en la forja nacional, y es la base de la solidaridad horizontal que vincula a los ciudadanos y construye la comunidad polĆtica. El fiscal es tambiĆ©n un patriotismo virtuoso y, ojalĆ” su binomio sirva para saludar el retorno de cierta izquierda a la patria. Porque el patriotismo es la punzada sentimental que empuja a un paĆs a querer ser mejor. Una naciĆ³n sin patriotas es una naciĆ³n sin futuro.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politĆ³loga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.