La reforma de transición

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En su libro El futuro de la libertad, Fareed Zakaria alerta sobre los riesgos de la democracia. Uno es una suerte de desfase peligroso: un país puede estar listo para elegir a sus representantes de manera justa y limpia y, al mismo tiempo, estar mal preparado para llevar a buen puerto la vida cotidiana en democracia. La premisa es simple: las instituciones no libres de un país no maduran de la noche a la mañana; mucho menos tras una “jornada ejemplar” en las urnas: democracia no equivale a transición. A Zakaria le preocupaba sobre todo el caso iraquí —donde Estados Unidos trató de imponer la democracia mucho antes de procurar el desarrollo político de las instituciones del país— pero bien podría haber estado hablando de México.

Aquí, la democracia trajo la alternancia pero no la transición. Desde el 2000 la clase política mexicana ha tratado de madurar a marchas forzadas. No lo ha conseguido. A diferencia de otras transiciones en las que la voluntad de progreso ha sido mayor a la mezquindad del pasado (Chile es el ejemplo perfecto), la posibilidad de transición en México ha entrado en agonía. Nueve años después del comienzo hipotético de la transición, la clase política ha tirado la toalla. Eso, y no otra cosa, está detrás de la propuesta de reforma política del presidente Calderón y que hoy vuelve a discutirse tras semanas de inexplicable silencio. Los políticos mexicanos parecen conceder que no tienen ni las armas ni el sistema para ponerse de acuerdo. Reconocen, pues, que necesitan una reforma para comenzar de verdad la transición. Una década después, más vale tarde que nunca.

La reforma tiene dos objetivos: devolver cierta semblanza de poder a la desencantada ciudadanía y encontrar maneras de agilizar el proceso legislativo y darle salida a la polarización. Para el primer punto, el Presidente ha propuesto, sobre todo, tres iniciativas: las propuestas y candidaturas ciudadanas y la reelección legislativa y de alcaldes. La última es la más importante. Ayer recurrí al archivo para leer y escuchar los reparos de quienes dudan de la viabilidad de la reelección en México. “Consolidará cacicazgos”, dicen alarmados. “Restará movilidad a la clase política”, sugieren sin caer en cuenta de la sutil ironía. “La gente en México no sabe exigir cuentas”, sermonean desde el micrófono. Ningún reproche me convence. En efecto, la reelección de legisladores y alcaldes pondría en manos de los ciudadanos el futuro de los políticos. Obligaría a nuestros “representantes” a volver al distrito para explicar cómo, exactamente, nos “representaron”. Naturalmente, la ciudadanía tendría que aprender a cobrar caro la mala representación; tendría, pues, que madurar. Si así fuera, bendita reelección.

Para cumplir el segundo objetivo, el Ejecutivo defiende varias propuestas, algunas más importantes que otras. La iniciativa preferente llama la atención porque podría conseguir lo impensable: mover los engranajes oxidados del proceso legislativo. Pero hay, a mi parecer, un inciso particularmente trascendente para el México de hoy. Se trata de la segunda vuelta. Si una lección dejó el 2006 fue qué tanto daño puede hacer, en este reino del sospechosismo, una elección cerrada. El país necesita urgentemente un mecanismo para liberar al Presidente entrante de la sombra de la ilegitimidad. Lo mismo podría decirse de la dificultad tortuosa para construir mayorías, razón por la que emparejar las elecciones parlamentarias a la segunda vuelta parece una buena idea también.

El problema ahora es que el Congreso tendrá que aprobar la reforma política. Para hacerlo tendrá que actuar con auténtica honestidad patriota y dejar de lado sus intereses. Ambas cosas parecen imposibles. Baste un ejemplo: he escuchado varias veces que la segunda vuelta “no transitará” porque el PRI ha calculado que lleva las de perder en una segunda ronda de votaciones. Más allá de preguntarnos cómo es que el partido de centro llegó a semejante conclusión, la negativa priista expone el fracaso de la transición mexicana en toda su extensión. Pobre país: secuestrado por actores políticos interesados sólo en permanecer en el poder o en recobrarlo, asidos como rémoras al statu quo, al presupuesto, a las viejas formas. Pero todo por servir se acaba. No hay argumento que valga para no aprobar buena parte de la reforma política. Habrá que hacerlo y hacerlo rápido. Cosas más importantes tocan ya a la puerta.

– León Krauze

(Publicado previamente en Milenio Diario)

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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