​​La renovación del Consejo (y del TC), los cromos y la cosmética del bipartidismo en el régimen del 78

Tras cinco años de bloqueo del CGPJ, hay acuerdo para su renovación entre los dos principales partidos. Hay que señalar algunos vicios que no corrige.
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Después de varios años de un irresponsable bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial y de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, desde la capital europea hemos visto una fumata que anunció el acuerdo entre nuestros principales partidos. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estamos ante una auténtica fumata blanca?

La premisa creo que puede ser compartida por todos: urgía acabar con esta situación de bloqueo. Llevamos ya un lustro largo de devastación institucional consecuencia de una polarización que incapacita para alcanzar consensos con el adversario político, la cual está minando las bases de nuestros regímenes políticos (uso el plural, porque no es un problema solo de España). Las constituciones nacidas de las cenizas de la II Guerra Mundial fueron constituciones de “consenso”, no solo porque en su momento original nacieran con un apoyo político transversal especialmente amplio, sino porque en su propio diseño presuponían una forma de concebir la política que reclama el entendimiento de las principales fuerzas políticas que en el centro-derecha y centro-izquierda aglutinan a una amplia mayoría social, al menos cuando se trata de decidir sobre las reglas del juego democrático y su arquitectura institucional. Bloqueos como el vivido no son más que la muestra de cómo se ha deteriorado esa “empatía” que resulta imprescindible para la supervivencia del régimen político del 78. Si, para colmo, el bloqueo se acompaña de propuestas con aroma indudablemente iliberal (como reformar sin consenso el estatuto de un órgano constitucional capándolo de sus competencias constitucionales o se amenaza con rebajar las mayorías para “colocar” a los propios si no había acuerdo), el resultado es explosivo. En nuestro caso, ha supuesto no ya solo el descrédito político, sino también un hondo deterioro de la confianza en el Poder Judicial. 

De ahí que, a mi entender, debamos felicitarnos por el solo hecho de que PP y PSOE hayan alcanzado un acuerdo. Algo que, por cierto, ha sentado bastante mal a aquellos partidos que no pierden oportunidad de entonar su delenda est 78. Por tanto, como primera conclusión, aunque con muchas cautelas porque las dinámicas políticas son las que son, celebremos que ¡todavía hay esperanza para el régimen del 78! Se trata, además, de un acuerdo en el que no hay borrones que lo oscurezcan de forma radical. No estamos, como en la renovación del Constitucional de noviembre de 2021, ante un pacto votado con “la nariz tapada”. Eso sí, a aquellos que deseamos larga vida al régimen del 78 nos deja un sabor agridulce porque sus luces no ocultan sus muchas sombras.

Los borrones

En primer lugar, una cuestión estética pero que afecta a la sustancia: resulta desolador ver a nuestros representantes políticos tutelados por la Comisión Europea para cumplir con una obligación constitucional capital para la vigencia del Estado de Derecho. La imagen deja a nuestra clase política a la altura del betún, pero, sobre todo, ha supuesto un acto de auténtico vilipendio a nuestro Parlamento, relegado a mera comparsa, sin que ninguno de los presidentes de las dos Cámaras haya pestañeado a lo largo de todos estos años. Un proceso que no ha hecho sino constatar que la democracia parlamentaria que nominalmente proclama nuestra Constitución ha sido sustituida por una partidocracia (en realidad fue sustituida, porque viene de lejos).

En segundo lugar, la luz del desbloqueo se ve ensombrecida porque el acuerdo no se extiende al segundo de los grandes problemas que pesaban sobre el Consejo: su forma de nombramiento. Algo en lo que venía insistiendo la Comisión Europea en sus informes anuales sobre la situación del Estado de Derecho en España era en que la preocupación era doble: por un lado, la falta de renovación, pero, por otro, la necesidad de adoptar medidas para adecuar su forma de elección a los estándares europeos. Y sobre esta última cuestión el acuerdo PP-PSOE pega una patada hacia adelante al diferir en el tiempo y en el sujeto la concreción del modelo, encomendando al nuevo Consejo la responsabilidad de aprobar un informe, en el plazo de seis meses, sobre la elección de los vocales judiciales, que deberá contar “con la participación directa de jueces y magistrados que se determine”, y que deberá vestirse de forma que contente a la vigilante Comisión Europea. Un compromiso crítico (y críptico) que, para colmo, el propio Bolaños y Patxi López han descafeinado en declaraciones públicas. Aun así, creo que el margen de maniobra es estrecho, ya que en el marco europeo se ha forjado un estándar ya consolidado que impone que, allí donde hay consejos judiciales, su composición sea mixta, de forma que al menos la mitad de sus miembros sean elegidos por y entre los propios jueces y magistrados. Ese era también el sentido de nuestro diseño constitucional, tal y como quedó reflejado en la primera regulación orgánica, que fue reformada en 1985 para llevarnos al modelo actual que tantos problemas ha dado: que los veinte vocales sean elegidos por el Parlamento. Por tanto, el sentido de nuestra Constitución y los estándares europeos marcan el dictado de la reforma con un signo claro: volver a que los doce vocales judiciales sean elegidos por y entre los jueces y magistrados, siguiendo una lógica de representación corporativa, y los ocho no togados, juristas de reconocido prestigio, sean nombrados por las Cortes. Así que más le vale al PSOE dejar de seguir insistiendo en la idea de que el Consejo tiene que ser elegido democráticamente, porque no es como una “asociación de petanca”. Un mantra que dista de ser así: su legitimidad no está en la elección parlamentaria de sus vocales, sino en lograr la autonomía del órgano, cuya legitimidad se sostiene en la idea de imparcialidad descrita por P. Rosanvallon. Donde sí que habrá que afinar será en el diseño del sistema electoral que se articule para votar a los vocales judiciales, en el cual deberían incluirse cautelas para evitar el predominio de las asociaciones judiciales. Por otro lado, para la elección de los vocales no togados, juristas de reconocida competencia, el gran avance sería exigir que se abriera un concurso público para que se pudieran presentar candidatos y que, antes de la designación política, hubiera una evaluación por una comisión técnica (como se previó para RTVE, por mucho que el sistema se haya terminado pervirtiendo), en lugar de teatrillos en audiencias parlamentarias. Pero nada de esto está en el acuerdo.

Partitocracia 

Por lo demás, entrando de lleno en el contenido de lo acordado para el desbloqueo, la lista de los vocales del Consejo y del propio magistrado constitucional también tiene sus propias luces y sombras. La luz, quizá tenue, es que en general se ha rebajado el perfil político de los designados, evitándose que sean muchos los “sapos” a tragarse (Echenique dixit en la renovación de 2021 del Constitucional). Igual que, al menos por pudor, esta vez no se ha confirmado (aunque intuimos que esté pactado), el nombre del futuro (seguramente futura) presidenta del TS y del CGPJ. Ahora bien, estos motivos de “discreta” celebración no deben esconder que la lógica que sigue imperando es la partitocrática de las cuotas para ir colocando afines: el ya “clásico” (y desgraciado) reparto de cromos. Tú pones diez y yo otros diez, el TC para ti y la presidencia del TS para mí… Una lógica que en su día el Tribunal Constitucional, con una cierta dosis de ingenuidad, advirtió que resultaba incompatible con el espíritu de la Constitución.

De hecho, aunque entre los designados hay algunos perfiles interesantes por su independencia y prestigio profesional, apenas se acerque un poco la lupa a la lista se pueden rastrear con facilidad los vínculos políticos y las filiaciones asociativas de la mayoría de los nominados. Nuevamente, el prestigio profesional palidece ante la afinidad que, en el caso de los judiciales, se traduce en cómo ciertas asociaciones judiciales se garantizan sus cuotas de poder, mientras que se orilla a jueces no asociados o a aquellos afiliados a asociaciones con menos sintonía con los partidos. Además, el nombramiento de José María Macías como magistrado constitucional confirma un cursus honorum en el que el Consejo es un banco de pruebas de la lealtad al partido que acredita para saltar luego al Constitucional. Amén de que, en este caso, optar por una persona que se ha manifestado públicamente muy crítica y ha informado en contra de la ley de amnistía puede suponer un error estratégico del PP, ya que su apariencia de imparcialidad puede ser contestada cuando tenga que resolver los correspondientes recursos.

Responsabilidad histórica 

Aun así, creo que el nuevo Consejo merece un voto de confianza y ojalá que sea consciente de la responsabilidad histórica que pesa sobre sus espaldas para recomponer la confianza en el sistema judicial español. Algo que exigirá que sus vocales ejerciten ese “deber de ingratitud” hacia quien les nombró, como nos recuerda siempre Jiménez Asensio, siguiendo al ya mencionado P. Rosanvallon. En especial, su gran desafío será eludir componendas de conciliábulo y dejar de jugar a ese nocivo reparto de cromos político-asociativo, aunque ello suponga que, el día de mañana, tengan que volver con modestia, pero con la cabeza alta a sus correspondientes destinos profesionales, sin el patronazgo ya de los partidos a sus respectivas carreras.

Además, también hay una moderada luz en las medidas de “acompañamiento” que se contemplan en la proposición de ley orgánica de reforma del poder judicial y del estatuto orgánico del ministerio fiscal. Bien está exigir 20 años de experiencia profesional en la carrera judicial para ser nombrado magistrado del Tribunal Supremo y, sobre todo, como veníamos solicitando desde Hay Derecho y otras entidades civiles, que se dificulten las puertas giratorias política-judicatura (el salto a la política ya no se hará con servicios especiales, sino como excedencia voluntaria en la mayoría de los casos) y que se impongan unos periodos de enfriamiento para quienes hayan estado en la política y quieran volver a ejercer como jueces y para pasar a Fiscal General del Estado. Ya no más ministros saltando de inmediato a la cabeza de la Fiscalía. Una pena que no se haya extendido a magistrados constitucionales.

De igual forma, bien está extender la mayoría de 3/5 para nombramientos del Consejo en casos hasta ahora no cubiertos (presidentes de audiencias provinciales y del magistrado del TS que controla al CNI), pero la clave no es tanto la mayoría como la práctica: da igual que se exija una mayoría muy cualificada si luego se hacen “cestas” de cargos en las que se los reparten por cuotas.

Pero, sobre todo, esta ampliación de las mayorías y la creación, también prevista, de una Comisión de Calificación en el seno del CGPJ para informar sobre los nombramientos judiciales no debe distraernos de cuánto más tendría que haberse avanzado en estos ámbitos para garantizar una valoración objetiva del mérito y la capacidad. Por un lado, como propuso el todavía presidente del CGPJ, el sr. Guilarte, tiene sentido estudiar que los cargos gubernativos (presidentes de audiencias, TSJ y salas) sean elegidos directamente por los propios jueces del territorio o sala afectados. Y, por otro lado, habría que ir más allá a la hora de limitar la discrecionalidad del Consejo de magistrados del Tribunal Supremo. Porque, como sabemos, esta es la facultad que hace tan goloso políticamente al Consejo. A este respecto, más que una comisión de calificación integrada solo por vocales del propio Consejo, se tendría que haber apostado por un comité evaluador semejante al que se conforma para un tribunal de oposición, y habrá que ver en qué se traduce esa invocación genérica que incluye la propuesta de que la selección se realizará atendiendo a una “valoración objetiva” de la trayectoria profesional.

Por último, vistas las disparatadas propuestas de alguno de los socios del actual Gobierno sobre las oposiciones judiciales, es un consuelo comprobar que en la proposición de ley presentada por el PP y el PSOE se afirme que “se mantiene el sistema actual de acceso a la carrera judicial y el vigente sistema de formación”. Creo que habría mucho que mejorar en el mismo y siempre he apostado por una lógica tipo MIR para nuestras oposiciones a los altos puestos funcionariales, pero, a la vista de las circunstancias, mejor no remover. Lo que sí que se muestra manifiestamente insuficiente es el anuncio de una provisión anual de 200 plazas al año para jueces y fiscales. Nuestro país es uno de los que menos plantilla de jueces per cápita tiene de Europa y, en general, la Justicia ha sido la hermana pobre de los servicios públicos de nuestro país. Va siendo hora de que nos la tomemos en serio.   

Por tanto, fumata gris, si lo que nos preocupa no es ya el bloqueo, sino las causas profundas del mal funcionamiento del Consejo y preservar la independencia del Poder Judicial. De forma más general, toda esta experiencia evidencia la “resiliencia” de nuestro bipartidismo (necesaria para sostener el régimen del 78, aunque no necesariamente con los partidos que ahora la forman –ya en su día el PP sustituyó a la UCD–). Pero, al mismo tiempo, la vocación regeneracionista de los principales partidos cotiza hoy muy a la baja y se muestra puramente cosmética. Cómo insuflar el compromiso con las instituciones a nuestra vida política actual sigue siendo una tarea pendiente para nuestro país.

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Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.


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