La Revolución en Tijuana, un lugar para entenderse

La multitud de desconocidos convive en espacios de juerga, deseo y tensión, una dinámica cosmopolita en medio de la ruina de los sueños nacionales del siglo XX.
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La ciudad de Tijuana es un cuerpo al que acuchillan y cicatriza a la misma velocidad con que el filo abre una nueva zanja en la piel. De lado y lado, unas veces brota la sangre a chorros, caricaturesca, otras circula con normalidad, apenas amenazada por un goteo. En la frontera con mayor circulación del mundo los sangramientos son cotidianos, un requisito para el funcionamiento de su cuerpo paradójico. Solo desangrándose es como esta ciudad vive. Por las esquinas de Tijuana se mueve un potente caudal de dolor y deseo, acá abrevan las olas del Pacífico y el imaginario de un continente. 

A las 11 de la noche el tráfico está detenido en la garita fronteriza, pero si se va a pie del lado mexicano todavía salen camiones hacia el centro de la ciudad, aunque ya está cerrado el cruce de El Chaparral. Vengo de los Estados Unidos, de un outlet fronterizo que mis amigos de Tijuana me recomiendan para comprar tenis baratos. Este estrecho autobús transporta un grupo como otros que he visto a la misma hora en Buenos Aires o en Nueva York. La población está dividida en dos: quienes regresan de su trabajo y quienes van de fiesta. Va en el asiento del copiloto una chica de acento y aretes Tex-Mex que le dice a la amiga el cuento más viejo de la historia: “Le dije a mi mamá de que me iba a quedar en tu casa, pero esta noche nos vamos de peda. ¿Tienes ID?”, le pregunta pronunciando las siglas de identificación en inglés. En el camino, pasamos farmacias con gigantes avisos de viagra y antidepresivos, mientras el camión va soltando a los pasajeros. Una señora se queja de los niños que cuida en San Diego, un chavo escribe insistentemente en su whatsapp un mensaje que mi miopía no me deja leer, pero el calculado peinado, los zapatos nuevos, los ruedos del pantalón delicadamente arremangados hablan de las expectativas de un ligue. Atrás dejamos unas camionetas negras con quinceañeras y unos gringos que se subieron a una sórdida limosina. El camión recorre la Av. Francisco Madero, paralela a la avenida Revolución, donde está la fiesta. Acá nos bajamos.

Ciudad llena de intrusos

La Revu –como se le conoce a esta calle– traza una línea que, si se proyectara hacia el norte, atravesaría la frontera como un espadazo. Esta avenida es famosa desde tiempos de la prohibición estadounidense, cuando se forjó la reputación de Tijuana como lugar para la fiesta en contraste con la sequía de alcohol en el lado gringo. Hasta este lugar del mundo he llegado para descubrir cómo la certidumbre de mis identidades se degrada de manera contradictoria, reafirmando y a la vez cuestionando su propio estereotipo: acá soy más venezolano y más latinoamericano que nunca solo porque dejo de serlo. 

La Revu está llena de imágenes, tanto, que el simulacro deja de interpelarnos y nos sumergimos en él. Migrantes varados se confunden con turistas académicos, con artistas de intereses políticos, con spring breakers, con visitantes buscando vicio, con documentalistas, con tijuanenses buscando trago. La imagen, nos recuerda el filósofo Walter Benjamin, es un relampagueo donde se materializa un momento de conocimiento, y en esta avenida los rayos caen dos veces en el mismo lugar manchando las claridades del relampagueo. Este montaje saturado provoca que la pregunta por la identidad de quien escribe y quien mira la frontera no se responda sino que se desarme. El conocimiento que destella es el del intruso, el del recién llegado, el del caminante, el de quien se establece solo porque quiere refundar sus raíces, el de quien quiere olvidar. En esta ciudad llena de intrusos la experiencia deja de ser ley. Aquí se deja atrás lo auténtico.

El paisaje fronterizo de Tijuana, sin que parezca una redundancia pero sin el disimulo de la omisión, ha sido para mí el lugar de las disoluciones, donde dejar atrás una parte de mí para poder entenderme. Llegué como parte de un grupo universitario con interés en estudiar las relaciones entre arte, frontera y migración, pero lo que encontré fue una interpelación por mi propia vida. Esta ciudad feroz me invitó a descentrar mi universo, a no sentir que la crisis migratoria venezolana de la que formo parte –esas más de 7 millones de personas según la ACNUR–, es la primera, ni la única, ni las más urgente. Esta ciudad te advierte contra la mirada piadosa hacia ti mismo o hacia el otro. Esta ciudad que sufre te dice: olvídate de ti, deja atrás toda esperanza. Entre los sangramientos que se sienten desde la Av. Revolución, el sujeto que la recorre y luego escribe se siente más bien cómodo con que la experiencia de lo fronterizo no sea una interpelación por el exotismo, sino que, si acaso, se convierta en la cercanía con las frágiles construcciones con las que decidimos contar el quiénes somos. Son esas venas batientes que no podrían funcionar sin dejar en la calle parte de su sangre.

De esta ciudad hay que pensar en su ruido, el sonido paradójico de los afueras superpuestos, de las tensiones, las violencias, los excesos y las sombras del sueño moderno, tan insistentes, que adquieren sentido solo como ensamblaje heterogéneo. A quien no sienta sacudirse sus certidumbres teóricas, sus categorías, mejor que se regrese. A quien solo quiera estudiar y construir a un otro, será recibido con la sanción más absoluta. Esta avenida llena igualmente de postales turísticas, farmacéuticas, mexicanas, policiales, abraza la paradoja irresuelta. Quien venga a buscar tensiones norte-sur, hegemonía-subalternidad, ley-crimen, progreso-atraso, paisaje-desarrollo, puede que lo encuentre, pero se dejará encantar por el engaño. Esta ciudad invita más bien a rearmar el mapa desde la fuerza de la vida misma que se resiste a ser interpretada. 

El fracaso de la revolución

Vaya abstracción teórica para decir que Tijuana suena a las oleadas de gente que bajan y suben por la Revolución, pun intended; suena a los haitianos invitando a un nuevo bar que abrieron con su bandera, suena a reguetón, salsa y una que otra melodía electrónica de cuestionable factura, suena a venezolanos escuchando raptor house desde sus celulares, suena a un lugar donde todos están lejos de casa y donde cada vez más personas la encuentran. La forma de ese estruendo es la de las chispeantes botas de un pachuco que se detiene a escuchar música de banda a las puertas del bar Pulgas. Si hay una frontera deseante y feroz no es la línea que está unas cuadras más atrás sino esta vía libidinosa llena de lugares que aparecen y desaparecen, de bares, bailaderos, pasajes nuevos y abandonados, un cine trendy que apenas sobrevivió unos años, casinos, ruinas, hoteles, tiendas de artesanías y un famoso burro que se pasea cansadísimo de sus rayas de cebra. La Revu es el after del fracaso de la revolución, un jardín de resistentes flores del mal, una oficina insomne donde se celebra el rito de la primavera nocturna. 

Me quedo entonces, más que con las imágenes, con el sonido. Con esta sinfonía átona que es la ciudad, con esta armonía contradictoria. Veo pasar a un grupo de amish estadounidenses  y veo a la gente que come aguachile en una terraza, alguien vomita en una esquina, se prenden las luces rojas de los bares. No es un carnaval, porque aquí sigue habiendo libreto. En medio de esta obertura disonante, se abre el telón de una gran ópera. Aventuro una imagen: ante la diferencia, quien mira desde la construcción inevitable de la mirada moderna, encuentra su propia definición y dominación desde lo que reprime. La identidad solo aparece como lo que es: una cajita estratégica cuyas paredes bien vale la pena desarmar. Hay que salir de casa y enfrentar esa tristeza. Hay que verse en el espejo sin reconocerse. Hay que asomarse a las propias fronteras de aquello que nos disciplina. Por eso me gusta esta avenida más que la línea fronteriza que tanto obsesiona a quien busca titulares. Este es otro tipo de desamparo. Acá no hay un migrante, alguien diferente que pide ser reivindicado. Esta noche todo el mundo se pregunta por lo que desea, por aquello que sanciona ese deseo y por aquello que lo transgrede. 

El flujo de personas que baja y sube por la Avenida Revolución, flaneurs inauténticos de la ciudad fronteriza, buscando fiesta, tentando lo reprimido, en constante confrontación con lo que desconoce del otro y de sí mismo, complica la construcción de un retrato. La frontera no sería el lugar en el que lo excluido regresa para hacerse visible, ni siquiera como injuria. Aprendo a no ponerle rostro a la resistencia, a la tragedia o a la rebeldía, un peso inmerecido para quien solo quiere hacer desmadre. Me cansa la insistencia universitaria en buscar el cuerpo que salve nuestras conciencias. La frontera nos vuelve extraños para nosotros mismos y abrazo eso. No se trata del país de donde vengo, aunque sea solo por esta noche. Se trata de separarse de aquello que siempre te ha definido para darte la oportunidad de ver lo impensado, de sentir que acercarse a aquello que te constituye es darse cuenta que no son concreciones sino disoluciones. El encuentro es con el propio espectro, a partir de la pregunta por cómo se constituye la mirada en mi cuerpo que narra. Estar de pie en una frontera con certidumbre de migrante es una forma de sumergirse en el deseo como motor de la desorientación y no en la categoría como marco de entendimiento. Luego de haber sido revolcado sucesivamente en mi vida de migrante, aquí me suelta la marea. No soy mi retrato sino su disonante estruendo. 

La Avenida Revolución, una línea que si se proyecta al norte partiría la frontera en dos, es una alegoría de cómo Tijuana rompe la lógica del dentro y afuera con su fiesta corrosiva. Esta no es una ciudad contenida por un horizonte que divide el norte global del sur subalterno, la constitución sangrante de la frontera se disuelve en esta otra avenida con el nombre de Revolución. Esta avenida y su libido incontenible: son los callejones aledaños, los gritos, los fluidos, la vista al Pacífico a lo largo de la cual el atardecer se desangra feroz como en una venganza, los que cruzan y los que se quedan, los que anhelan, un escritor cuya incertidumbre adquiere nombre no en el momento en que renuncia a su nacionalidad, ni que huye de ella, sino cuando una frontera le recuerda a aquello que ha perdido para sí mismo pero que inevitablemente lo constituye.

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Escritor, periodista, curador y crítico de arte venezolano residente en México.


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