Ricardo Cussano, presidente de Fedecámaras, me invitó a conversar sobre el acuerdo de paz en Colombia con el destacado político colombiano Humberto de la Calle, ex candidato presidencial y encargado por la parte gubernamental de las negociaciones de paz con las FARC.
Se trata de un tema cruzado de éxitos y fracasos, de complejidades explicables por la índole de las fuentes que lo originan. Tal como el virus de la pandemia, el de la violencia en Colombia parece mutar con el objeto de conjurar los fármacos que le apliquen.
Por ejemplo, aunque no sea nuevo el papel del narcotráfico en el financiamiento de la lucha armada, sí lo es que su intervención no se limite a proporcionar recursos económicos a fuerzas insurgentes, sino que las ha estado desplazando de sus áreas territoriales de influencia y ha penetrado profundamente poderes públicos en varios niveles de la Administración territorial.
Después de la ruptura de la Gran Colombia, las guerras de los 190 años siguientes no han frenado el renacer incesante de cabezas de fuego en el cuerpo de la hidra. Pese a eso, y por eso, me afirmo en la idea de que la eliminación de la hidra misma pasa por una experimentada negociación. Nadie debe quedar fuera de ella, ni arcángeles ni demonios. Los más poderosos y representativos de las partes deben ser los primeros invitados, por ser los que toman y aplican las decisiones. Al respecto nada nuevo cabe decirle a los demócratas colombianos pero sí, y mucho, a los venezolanos.
La Gran Colombia fue formalmente declarada inexistente en el Convenio de Apulo suscrito el 28 de abril de 1831, por los generales Rafael Urdaneta en nombre de Venezuela y Domingo Caicedo por Nueva Granada. En Apulo se pactó una ruptura que pudo terminar en una guerra larga y atroz, y sin embargo los firmantes resolvieron que todo transcurriera de la manera más pacífica y constructiva. Urdaneta fue el último ministro de guerra y presidente de Colombia. Debió sentirse desgarrado por protagonizar y garantizar aquel acto, habiendo sido fiel hasta la muerte al Libertador y compartido el hermoso sueño encerrado en la frase bolivariana de “para nosotros la Patria es América”. En aquellas circunstancias, la paz era la mejor contribución al futuro de América. También es justo reconocer que en la misma forma actuó el general Caicedo. El mérito, pues, fue de ambos.
En mi libro La violencia en Colombia divido La violencia colombiana en dos partes: la interpartidista e intersocial protagonizada por los partidos Liberal y Conservador, los más antiguos de Latinoamérica, que protagonizaron entre sí las más complicadas confrontaciones. Esa larga disputa comenzó a cambiar de naturaleza tras el asesinato de Gaitán, en 1948, luego los Años de la Violencia y la dictablanda del general Rojas Pinilla. Era Rojas seminalmente conservador y estrecho amigo de Mariano Ospina Pérez, quien en tanto que presidente de una Asamblea Constituyente, le facilitó el acceso al poder en el lapso 1953-57. Era un dictador sin los excesos de Pérez Jiménez, Batista, Somoza o Chapita Trujillo. Pero fue enfrentado por la coalición Liberal-Conservadora.
La lucha interpartidista cedía el paso a la revolucionaria. En 1964, el célebre Tirofijo transformó sus autodefensas en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), pasando de la condición defensiva a la franca ofensiva. Marulanda se convertía en jefe de una revolución para “tomar el poder”. Tuvo un éxito fulgurante. Las FARC se multiplicaron, y sobre todo, pasaron de ser pequeños grupos para “picar y huir” a disciplinadas estructuras armadas para liberar territorios y emprender la guerra regular.
Entretanto, alentados por la fructífera relación con el M-19, los presidentes colombianos entraron a negociar con las fuerzas irregulares, esperando hacerlo con las FARC, la joya principal de la corona revolucionaria. El que llegó más lejos en ese designio fue el conservador Andrés Pastrana, quien se reunió con Marulanda en San Vicente del Caguán, en un espectáculo de resonancia mundial.
–Le entregué un papel en blanco y le insté a llenarlo con sus demandas, pero el papel siguió en blanco.
–¿Le engañó Marulanda?
–A mí no, a Colombia
Y en efecto, Marulanda demostró al mundo que en verdad lo que buscaba era terrenos para alivio y reaprovisionamiento y nada que ver con la paz. Le propinó una bofetada política que preparó el viraje de Uribe y la sucesión de victorias armadas que lo pusieron contra la pared. Muerto Marulanda, Alfonso Cano descubrirá que no había manera de mantener la guerra revolucionaria. Ordenó retroceder a la condición guerrillera, lo que en términos prácticos sería la materialización de la derrota y rendición final de las FARC. Muerto también Cano, el desarme y la desmovilización se hicieron posibles.
La pregunta que Marulanda no pudo contestar sin autodenunciarse se refiere a que el Secretariado llegó a imaginar que podía tomar el poder tal como lo lograron la Cuba de Fidel Castro y la Nicaragua de Daniel Ortega. Y mientras durara ese sueño, las negociaciones serían un deliberado ardid para ganar tiempo y recursos. Al quedar al descubierto perdió la batalla política. Sin banderas ni argumentos el destino de las FARC quedó sellado.
Volvamos a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), dirigidas por jefes que provienen del corazón del cartel de Medellín, como los hermanos Castaño.
Con la emergencia con desigual suerte de las AUC y las drogas se completan las tres fases de la violencia en Colombia: la interpartidista, la revolucionaria y la narcopolítica. Una inteligente negociación para el logro de una paz estable está obligada a conocer la historia de cada una, con el objeto de determinar la causa de su renuencia.
Es escritor y abogado.