No es para nada que no me guste ver a Roger Waters en vivo o gritar al mismo tiempo, con decenas de miles de personas, que Peña Nieto es un pendejo. Desgarrar la voz para pedirle a coro que renuncie. Ni tampoco es que crea que marchar por Reforma, hasta donde nos dejaron marchar, coreando la mismas consignas sea inútil. Estas peticiones son importantes para no perder el espacio público, para ocupar con nuestros cuerpos el espacio que no pueden los que desaparecieron, para negar la censura, y son llamadas de atención al gobierno y un grito de ayuda a los medios, sobre todo internacionales. Me parecen, además, una experiencia fundamental en la que uno redescubre que tantas muchas otras personas se sienten igual de tristes o encabronados, que más bien somos miles los inconformes, “porque somos más y jalamos más parejo”.
Pero confieso que sentí las últimas marchas como el proceso de un duelo prolongado, el acto de acompañarnos para compartir el dolor, colectivizarlo, aunque ya resignados a que no vamos a conocer la verdad de lo que sucedió en Ayotzinapa, a que no va a pasar nada. Las protestas espectaculares en los conciertos son más que prudentes y necesarias. Se agradecen y se gritan con todo el cuerpo, pero me han deprimido también. Al contrario de esperanzarme, me queda una profunda descreencia no solo en el gobierno sino en la protesta. Y me pregunto si acaso estas manifestaciones y estos coros no estarán apaciguando la necesidad de justicia.
Ese RENUNCIA YA al lado del Palacio Nacional ante más de 200,000 personas, días después de que se nos prohibió la entrada a la misma plaza pública, fue incomparable y brutal, pero hay que cuestionar si aquel acto fúrico de contracultura potencia o no otras luchas más complejas.
Lo que quiero decir, según me entiendo, es que no sé si después de tan estremecedora oralidad, al desalojar el zócalo, o irnos a cenar o a chelear después de las marchas, después de firmar una petición, tuitear o dar un like, cumplimos con ciertas cuotas de protesta personal y, en consecuencia, la protesta que debería estructurar cambios se debilita.
Esa queja estremecedora de alientos, de las consignas, resultado de la impotencia, la repetición que evoca rítmicamente algunos de los recuerdos más dolorosos de nuestros tiempos, es para muchas personas una inspiración que puede sentirse como una mejora de la situación por nuestra parte. No muta, sin embargo, en acciones contra un sistema que permite que los líderes e instituciones traicionen libremente a la población, pues el sistema no se enjuicia.
No es la misma habilidad la que se requiere para protestar que la de organizar la renovación. Tampoco me parece que sea el mismo talento el que se requiere para actuar diferente, –¿cuál es nuestro nuevo concepto de revolución?–, que el talento que se requiere para gobernar y mantener los ideales de tal cambio.
¿Cómo estamos destinando la queja a la acción? ¿Cómo estamos denunciando y organizándonos todos los días?¿Qué estamos haciendo o dejando de hacer en la cotidianidad? Hay que desacomodarnos del lamento, de la adicción a ser impotentes para sumarnos a quienes están actuando. Hay mucha energía política, hay muchos actores sociales, pero están muy fragmentados. Habrá, entonces, que articular luchas y compartir lemas, y así potenciar actos.
Ciudad de México