En vísperas de la elección intermedia de este martes 6 de noviembre, el presidente Trump anunció que planea emitir una orden ejecutiva que ponga fin a la ciudadanía por nacimiento, el principio que establece que todos los nacidos en los Estados Unidos, con unas pocas excepciones, son automáticamente ciudadanos de Estados Unidos.
Con su acostumbrada y deliberada imprecisión Trump dijo que Estados Unidos era “el único país en el mundo en el que una persona entra, tiene un bebé , y el bebé es un ciudadano de EE UU”. Mentira, más de treinta países aplican el ius soli que otorga la nacionalidad por lugar de nacimiento sin tener en cuenta la nacionalidad de los padres, entre ellos Canadá, México, Brasil, Argentina o Chile; en Francia los hijos de extranjeros nacidos ahí y que han vivido en el país por cinco años, son franceses al cumplir 18 años.
Que se haya referido específicamente a los hijos de personas indocumentadas que, en su mayoría, son latinos, hace pensar que el anuncio tiene como propósito reforzar ante su base de votantes su mensaje contra ellos pero no únicamente por eso, ya en el pasado, Trump ha abogado por un cambio al sistema migratorio nacional basado en el mérito del inmigrante. Trump quiere migrantes de elite, no a “los desamparados, los pobres o las hacinadas multitudes anhelantes de respirar en libertad” inscritos en la placa de la Estatua de la Libertad en la bahía de Nueva York. Irónicamente, si se hubiera aplicado este criterio cuando el bisabuelo Frederick Trump huyó de Alemania con destino a Estados Unidos a los 16 años y sin un centavo en la bolsa, las autoridades migratorias lo habrían devuelto a su país y nosotros no tendríamos que lidiar ahora con las ocurrencias del bisnieto.
Trump dice que para cambiar un derecho constitucional basta con una Orden Ejecutiva pero la opinión abrumadoramente mayoritaria de historiadores y abogados constitucionalistas le contradice. El principio que dispone los términos de la ciudadanía estadounidense se convirtió en ley en 1866 con la Ley de Derechos Civiles y dos años después se reforzó con la Enmienda 14 a la Constitución que estableció el derecho a la ciudadanía por nacimiento, concediendo igual protección legal a todas las personas incluyendo a los extranjeros. “Su propósito”, escribe el historiador norteamericano Erik Foner en clara referencia a la infame decisión de la Suprema Corte que en 1857 había fallado que los negros no eran ciudadanos, “era crear una nueva república igualitaria sobre las cenizas de la esclavitud”.
Y no solo eso, como ha escrito el abogado conservador George Conway, marido de la consejera de Trump, Kellyanne Conway, la Enmienda 14 expresó el rechazo de los constituyentes a “un sistema que relegaba a la gente a un status político subordinado en virtud de su nacimiento”. La Constitución establece que es el Congreso, no el Presidente, quien posee la autoridad en el tema migratorio.
Más allá de los equívocos de Trump en cuanto a las atribuciones de las autoridades y el lenguaje constitucional hay otro argumento importante sobre la influencia positiva que tiene la adquisición de ciudadanía en la asimilación de los inmigrantes al país donde nacieron. La experiencia en EE UU y en Europa muestra que sin el arraigo que da la nacionalidad, los hijos de inmigrantes forman “sociedades paralelas” y son más propensos a participar en actividades criminales y más susceptibles a radicalizarse ideológicamente porque serían personas nacidas en países que les niegan sus derechos y sin oportunidad de asimilarse plenamente.
Las elecciones intermedias suelen ser un referendo sobre el Presidente, este martes, los latinos deben salir masivamente a votar sabiendo quién les rechaza y quiénes le acogen.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.