La declaración de aranceles del gobierno estadounidense contra México es un punto de inflexión inédito en la relación bilateral. En mucho sentidos, marca el rompimiento potencialmente definitivo de tres décadas de apertura comercial y espíritu de colaboración. No es solo la imposición de aranceles que contravienen el espíritu del Tratado de Libre Comercio firmado por el propio Trump y comienzan una guerra comercial tan innecesaria como impredecible. Se trata también de la forma.
El gobierno estadounidense decidió anunciar el rompimiento de la cordialidad acusando al gobierno de México de estar coludido con el crimen organizado. Es muy difícil imaginar algo más grave. Hay que advertir, de nuevo, que la acusación era innecesaria. Trump no necesitaba dar ese paso para imponer aranceles. Incluso podría haber argumentado la crisis del fentanilo sin proceder a denunciar el gravísimo supuesto contubernio entre el gobierno mexicano y las organizaciones criminales. No es casualidad que haya decidido quemar la casa poniendo sobre la mesa la acusación más severa posible.
El gobierno de México hace bien en responder exigiendo evidencia, pero deberá tener cuidado. Parece improbable que el gobierno estadounidense haya dado el paso que ha dado sin tener información en su poder. En cualquier caso, se trata de una declaración de guerra doble: en la esfera comercial y en la desconfianza, ahora ya formalizada, entre ambos gobiernos. ¿Qué colaboración se puede conseguir cuando el gobierno estadounidense acaba de declarar al gobierno mexicano cómplice del crimen organizado?
Aún así, en la denuncia estadounidense hay un desplante de cinismo que hay que señalar.
Es profundamente hipócrita que el gobierno de Estados Unidos utilice la crisis del consumo de opioides y el poder del narcotráfico como principal variable de la relación bilateral y no se atreva a incluir dos factores centrales: el consumo de drogas en Estados Unidos y, sobre todo, el arsenal de armas de guerra que las organizaciones criminales mexicanas obtienen en Estados Unidos con una facilidad aberrante.
No es posible entender el poder de las organizaciones criminales mexicanas sin la oferta indignante de armas que están ahí, a solo metros de la frontera, en las armerías de Arizona, por poner solo un ejemplo.
Hace un par de años trabajé un reportaje sobre el tema. Viajé al sur de Arizona para entrevistar a uno de los dueños de armerías demandados por el gobierno de México, acusados precisamente de tráfico de armas y de nutrir el arsenal salvaje del crimen organizado. Lo que encontré me pareció indignante. El dueño llevaba una camiseta en la que se ufanaba de haber sido demandado por el gobierno mexicano.
Me presumió las armas en su estantería. Armó frente a mí un rifle Barrett 50, presumiéndolo como si se tratara de un juguetito. Cuando le pregunté sobre las consecuencias de las armas estadounidenses en la putrefacción de la vida en México, se cruzó de brazos. Había en este hombre una impunidad profunda, amparada por el cinismo del partido Republicano, que por años se ha negado a cerrar la puerta al tráfico de armas que ha convertido a los carteles mexicanos en estructuras paramilitares de un poderío brutal.
Si Donald Trump y su partido de verdad quisieran hacer algo por afectar la capacidad de fuego del crimen en México, cerrarían la llave de las armas. Pero eso ni lo mencionan. La bravuconería les alcanza para provocar a México, pero la decencia no les alcanza para asumir su propia responsabilidad. Y eso, más allá de la validez de la histórica denuncia de supuesta complicidad del gobierno mexicano con efímero organizado y otros temas parecidos, es un acto de hipocresía. Un acto de hipocresía criminal. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.