AMLO y el cubrebocas nunca se han llevado bien. En 2009, cuando la epidemia de influenza AH1N1 azotaba a México, las autoridades pedían constantemente al público usar este accesorio para reducir los contagios. Pero AMLO decía que el gobierno de Felipe Calderón estaba exagerando intencionalmente la situación. “El peor virus es el de la ineptitud”, decía, instalado en su papel de implacable opositor. Entonces, como hoy, se negaba a reconocer la seriedad de la epidemia, así como a usar el cubrebocas.
Doce años después, México enfrenta la peor pandemia en un siglo con un presidente negacionista al frente del país. Él mismo pasó las dos últimas semanas padeciendo los estragos de la covid-19, que a la fecha ha costado la vida a casi 170 mil mexicanos, según registros oficiales. Analistas políticos como León Krauze se cuestionaban si el presidente, al haber vivido en carne propia la enfermedad, modificaría su estrategia contra la pandemia y comenzaría a promover el uso del cubrebocas. El 8 de febrero, al reaparecer en público, la respuesta del mandatario fue clara: no usará el cubrebocas. Esto a pesar de que corre un riesgo personal, ya que la evidencia apunta a que una persona que ha superado el virus puede volver a contagiarse, especialmente con la presencia de nuevas variantes.
Para entender qué nos comunica el presidente con esta actitud, tenemos que recordar que la esencia del discurso populista está en adaptar la compleja realidad política y social de un país a un relato hipersimplificado, en el que un líder virtuoso se enfrenta a una élite malvada para reivindicar a un pueblo victimizado. Para sus seguidores, entre las virtudes de AMLO está la valentía, pues lo ven como un líder que desafía al poder sin importar el costo que tenga que pagar. Ese costo, en la narrativa del lopezobradorismo, ha sido que “le han hecho fraude” en dos elecciones presidenciales. Con el poder del discurso demagógico, López Obrador ha transformado sus propios fracasos en el elevado precio que ha pagado por ser firme en sus convicciones, construyendo así una credibilidad que, para muchos, raya en fe.
Es por eso que los votantes más duros de AMLO solo esperan una cosa de él: que nunca cambie. Ellos quieren que nunca deje de ser ese líder que rompe las reglas que dicta “el sistema”, las reglas de élites odiosas que se creen superiores al “pueblo”. Eso explica el éxito de sus conferencias matutinas, en las que a diario desafía y rompe normas de protocolo, de lenguaje democrático, de respeto a las instituciones y muchas otras más. Que AMLO hubiera hecho una excepción con las normas científicas y médicas, que tras su enfermedad hubiera recapacitado y comenzado a usar cubrebocas, habría sido un milagro de la pandemia que, evidentemente, no ocurrió.
Ni ocurrirá, porque buena parte de la satisfacción emocional que el presidente brinda a sus seguidores está en su apego sistemático a esa postura antagónica. Si él ve que la prensa y los expertos en salud lo critican por no usar cubrebocas, lo interpreta como que no puede “complacer” a sus enemigos. Su discurso ha revelado muchas veces que él toma decisiones pensando que “si eso es lo que mis adversarios quieren que haga, entonces no les voy a dar el gusto”. De hecho, en su reaparición pública se dedicó largo rato a machacar su narrativa demagógica de “ellos” (malvados) contra “nosotros” (buenos), deslegitimando a los medios de comunicación que lo critican porque son “defensores de la corrupción”. Fue hasta que un reportero le pidió por tercera vez, de manera concreta, que dijera si usará el cubrebocas que el presidente respondió molesto que no “porque ya no contagio”.
Esto es muy preocupante, porque dado que en el marco de comunicación del populismo el líder solo toma decisiones correctas porque encarna al “pueblo”, no usar cubrebocas se vuelve algo correcto ante los ojos de muchos de sus seguidores. No han faltado los reportajes que recogen testimonios de personas contagiadas del virus que no usaban cubrebocas con el argumento de que “el presidente tampoco lo usa”. Alarma pensar lo que pasará ahora con las vacunas, porque AMLO asegura orgulloso que no se ha vacunado y critica a los presidentes de otros países que ya lo hicieron “con la argucia de dar el ejemplo”, cosa que él considera “una triquiñuela”. Esto lo afirma quien durante años ha dicho que problemas como la corrupción se terminarían gracias al poder del ejemplo presidencial.
Lo más preocupante no es la persistencia de los rencores, prejuicios y creencias atávicas que impulsan a López Obrador a no usar cubrebocas o a no vacunarse, sino la ausencia de juicio crítico de muchos de sus seguidores, que lo justifican en todo, exhibiendo un comportamiento más propio de un culto religioso que de un movimiento político. La falta de voluntad de buena parte de la sociedad para exigirle una conducta responsable y madura al presidente de la República significa que hay muchos ciudadanos que ponen su obediencia simbólica a un líder político por encima del sentido común, de su responsabilidad cívica e, incluso, de su propia salud. La actitud de AMLO es conocida y no nos dice nada nuevo sobre él, pero la falta de una reacción más enérgica de la sociedad mexicana sí revela mucho de nuestra relación con las reglas y su aplicación pareja. Lamentablemente, esa actitud colectiva significará que a México le costará mucho más tiempo –y vidas– superar esta larga pandemia.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.