Larra nos legó un curioso artículo de costumbres, en el cual describe los prototipos más característicos de los calaveras dentro nuestra antropología cultural. El calavera no es exclusivo del Romanticismo español, sino que cada época tiene sus calaveras. Podríamos hoy recuperar el concepto para hablar del político-calavera, ya que este comparte aquellos dos rasgos que, según Larra, son comunes a todos los subtipos del género: el “talento natural”, es, decir, no cultivado, y la “poca aprensión” entendida como una indiferencia filosófica hacia el qué dirán.
Si el calavera necesita algo, dice Larra, es espectadores para todas sus escenas que alaben su perspicacia, desenvoltura y agudeza. Como el calavera, el político necesita a su público. Todos sus actos, revestidos del simbolismo de las banderas y los colores, son un espectáculo y pasan por el tamiz de la opinión. El calavera cría a su alrededor una corte de aprendices, o de meros curiosos; unos le miran con envidia, y otros son las trompetas de su fama. Genera amor y odio a partes iguales, dentro y fuera de su partido, y disfruta cuando descabeza a un rival político.
La política puede observarse como un cuadro de costumbres privadas, y solo bajo esta óptica se explicarían muchos de los tejemanejes que se producen dentro de los partidos, e incluso dentro de nuestras instituciones. Es más, si analizamos la política y la historia bajo este marco costumbrista vemos que, como dijo Larra, “muchos de los importantes trastornos que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar grandes causas los políticos, encuentran una clave de muy verosímil y sencilla explicación en las calaveradas”.
En cierto sentido, podríamos afirmar que el calavera, como prototipo español, siempre ha formado parte de nuestro paisaje político. Nuestra historia está llena de oportunistas, que han llegado a la primera línea de los partidos solo tras concebir la política como un ejercicio de personalismo. Ortega y Gasset escribió en La rebelión de las masas que si analizamos de cerca las relaciones de poder, la operación sería “enojosa y aunque útil, deprimente”, pues “haría ver la enorme dosis de desmoralización (…) que en el hombre medio de nuestro país produce el hecho de ser España una nación que vive desde hace siglos con una conciencia sucia en cuestión de mando y obediencia”.
Sería injusto no reconocer que en España hemos tenido políticos que elevaron la política y la concibieron como un servicio a la ciudadanía orientada a la búsqueda de consensos y al bien común. En los años de nuestra transición y ya durante la democracia, algunos han demostrando estar a la altura de los tiempos cuando han concebido la vida social y política, siguiendo el más puro estilo utilitarista, como un sistema transparente, racional y secular que atiende a los principios de la razón y ordena y sanciona lo justo y lo injusto.
Pero más frecuentemente, las calaveradas, entendidas como el exceso de personalísimo, la revancha, el narcisismo y la corrupción en el ejercicio del poder, han sido la expresión de un mal entendido sentido de la política y del gobierno en nuestro país. En la actualidad vemos un mapa político fragmentado y polarizado; una concepción partidista y personalista de lo político donde predomina el desprestigio del adversario y el discurso venenoso de ataque y contraataque. La política, en los últimos tiempos, ha bajado al barro. Como dice Larra, a veces solo una línea imperceptible divide al calavera del genio, pero sabemos cuándo hay más calaveras que genios, porque entonces triunfan el linchamiento, la corrupción y el endiosamiento de los liderazgos fuertes. Esto se traduce en una política marcada por el frívolo espectáculo de las batallas por los sillones, los cargos y la visibilidad; el castigo a los disidentes y el duelo con los adversarios.
Si despojamos a la política de su sentido elevado, si los políticos pierden su vocación de servicio, entonces esta deja de ser válida para afrontar los problemas y las complejidades de un mundo cada vez más incierto. Los modelos de gobierno que reproducen liderazgos populistas fuertes y la democracia sentimental tienen que dar paso a unos modelos más utilitaristas y de servicio público para que los países puedan ser realmente competitivos y modernos.
En las próximas décadas, la competición global penalizará lo sentimental. Para demostrar que son capaces de afrontar las complejidades y tensiones sociales, políticas, económicas, tecnológicas y medioambientales, las sociedades necesitarán líderes capaces con una nueva mentalidad y cultura política. Un día el ciudadano, ya desencantado del espectáculo político, estará de vuelta de discursos mitineros y calaveradas, y exigirá a sus representantes recuperar el principio de la utilidad en la política.
es periodista.