En 2001, cubrí para la National Public Radio la caída de los talibanes, y en diciembre llegué hasta su antigua capital, Kandahar, días antes de que el régimen colapsara. Conforme bajaba por la pendiente de la última gran colina antes de llegar a esta ciudad del desierto, vislumbré un pueblo fantasma. Camionetas con lanzacohetes patrullaban las calles. La gente tiraba de las mangas de mis amigos milicianos, indicándoles dónde encontrar armas escondidas de los talibanes, o conduciéndolos hacia sus últimos reductos. Pero la mayoría se quedaba en sus casas.
Era el Ramadán. Unos días después, durante la celebración con que concluía el ayuno de un mes, la alegría contenida hizo erupción. Las cometas volaron. Unos jinetes montados en hermosos caballos enjaezados atravesaban una plaza polvorienta, una carrera tras otra, mientras una multitud festiva les aplaudía. Esto era Kandahar, el corazón de las tierras talibanes. Nadie corrió, presa del pánico, hacia el aeropuerto.
Estuve haciendo reporteo durante más o menos un mes, y luego le pasé la antorcha a Steve Inskeep, quien hoy conduce el noticiero Morning Edition de NPR. Volví un par de meses después, ya no como reportera, sino para tratar realmente de hacer algo. Me quedé diez años. Dirigí dos organizaciones sin fines de lucro en Kandahar, viviendo en una casa común y corriente y hablando pastún; más adelante trabajé con dos comandantes de las fuerzas internacionales, y luego con el jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos.
Desde ese punto de vista, hablando como estadounidense, como habitante adoptiva de Kandahar y como antigua funcionaria del gobierno de Estados Unidos, esto son los factores clave que, a mi entender, se conjuntaron en el reciente clímax de un fiasco de dos décadas.
La corrupción del gobierno afgano y el papel que Estados Unidos jugó para permitirla y reforzarla
Según supe hace poco, Rahman Rahmani, el último presidente del parlamento afgano, es multimillonario gracias a los contratos monopólicos que obtuvo para proveer de combustible y seguridad a las fuerzas estadounidenses en Bagram, la que fue su base principal. ¿Esta es la clase de gobierno por el cual la gente estaría dispuesta a sacrificar su vida?
Hace veinte años, los jóvenes de Kandahar me contaban que las milicias muyahidines, a las que los estadounidenses habían armado y dotado de uniformes, les sacaban dinero en los retenes. Para 2007, me visitaban delegaciones de ancianos, que acudían a mí porque era la única estadounidense que tenía la puerta abierta y que hablaba pastún, de modo que no había intermediarios que distorsionaran o reportaran lo que habían dicho. Mientras comíamos almendras endulzadas y bebíamos té, me decían alguna versión de esto: “los talibanes nos golpearon en esta mejilla, y el gobierno nos golpea en la otra”. El hombre ya mayor que actuaba como portavoz del grupo se abofeteaba mientras lo decía.
Yo y muchas personas más pasamos años tratando de convencer a los responsables de las políticas estadounidenses de que no podía esperarse que los afganos se arriesgaran en nombre de un gobierno que era tan hostil hacia sus intereses como los propios talibanes. A mí me tomó un rato, y muchos errores propios, llegar a esa conclusión. Pero llegué.
Durante dos décadas, los líderes estadounidenses en Afganistán y en Washington se mostraron incapaces de recibir este sencillo mensaje. Yo dejé de intentar transmitirlo cuando, en 2011, un proceso que involucró a varias agencias llegó a la decisión de que Estados Unidos no iba a abordar el problema de la corrupción en Afganistán. A partir de ese momento, fue una política explícita ignorar uno de los dos factores que iba a determinar el destino de todos nuestros esfuerzos. En ese momento supe que el desenlace que presenciamos en días recientes era inevitable.
A los estadounidenses nos gusta pensar que intentamos valientemente llevar la democracia a Afganistán, y que los afganos no estaban listos, o que la democracia no les importaba lo suficiente como para defenderla. O bien, repetimos el cliché de que los afganos siempre han rechazado la intervención extranjera, y que Estados Unidos es solo la más reciente de una larga lista de potencias expulsadas.
Pero yo estuve ahí. Los afganos no nos rechazaban. Más bien, nos veían como ejemplo a seguir en cuanto a democracia y Estado de derecho. Pensaban que eso era lo que Estados Unidos representaba.
¿Y qué fue lo que representamos? ¿Qué floreció mientras estuvimos a cargo? El amiguismo, la corrupción rampante, un esquema Ponzi disfrazado de sistema bancario, diseñado por especialistas en finanzas estadounidenses en la misma época en que otros expertos estaban incubando la crisis de 2008. Un sistema de gobierno en el que los multimillonarios dictan las reglas. ¿Esto es la democracia estadounidense?
Pakistán
La intervención del gobierno de ese país –y en particular, de sus altos mandos militares– en los asuntos de su vecino es el segundo factor que determinaría el destino de la misión estadounidense.
Habrán escuchado decir que los talibanes surgieron a inicios de la década de los 90 en Kandahar. Eso es incorrecto. A lo largo de los años conduje decenas de conversaciones y entrevistas, tanto con actores involucrados en el drama como con personas comunes y corrientes que fueron testigos de los eventos que se desarrollaron en Kandahar y en Quetta, Pakistán. Todos ellos dijeron que los talibanes surgieron primero en Pakistán.
Los talibanes fueron un proyecto estratégico de la Inter-Services Intelligence (ISI), la principal agencia de inteligencia militar de Pakistán. De hecho, esta agencia llegó a conducir estudios de mercado en los pueblos cercanos a Kandahar, para probar la etiqueta y los mensajes. “Talibán” funcionaba bien: evocaba la imagen de jóvenes estudiantes que aprendían de los líderes religiosos de cada aldea. Se les conocía por ser sobrios, estudiosos y amables. Estos talibanes, decían los mensajes creados por el ISI, no tenían interés en gobernar. Solo querían que los milicianos que infestaban la ciudad dejaran de extorsionar a la gente en cada esquina.
Pero tanto la etiqueta como el mensaje eran mentiras.
En pocos años, Osama bin Laden encontró hogar entre los talibanes, en su capital de facto, Kandahar, a menos de una hora en coche desde Quetta. Luego organizó los ataques del 11 de septiembre y huyó a Pakistán, donde finalmente lo encontraron las fuerzas estadounidenses. Vivía en una casa de seguridad en Abbottabad, prácticamente dentro de los terrenos de la academia militar paquistaní. Aun sabiendo lo que sabía, me resultó sorprendente: nunca pensé que el ISI podría ser tan descarado.
Mientras tanto, desde 2002, el ISI había estado reconfigurando a los talibanes: ayudándolos a reagruparse, entrenando y equipando unidades, desarrollando una estrategia militar, salvándolos de operativos clave cuando personal estadounidense los había identificado y puesto en el blanco. Por eso el gobierno paquistaní no fue avisado con antelación de la incursión contra Bin Laden: los oficiales estadounidenses temían que el ISI lo alertaría.
En 2011, mi jefe, el almirante Mike Mullen, que dejaba su cargo al frente del Estado Mayor Conjunto, testificó ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado que los talibanes eran “un brazo virtual del ISI”.
Y ahora esto.
¿De verdad podemos suponer que los talibanes, una milicia desarticulada, escondida en las montañas, como tanto se nos ha dicho, pudo ejecutar una campaña tan sofisticada sin apoyo internacional? ¿De dónde creemos que salió el plan? ¿Quién dio las órdenes? ¿Quién proveyó todos esos hombres, todo ese armamento, ese cuantioso caudal de dinero para sobornar a los oficiales de la policía y el ejército afganos? ¿Cómo es que en Kandahar se nombraron nuevos oficiales menos de un día después de que la ciudad cayó? El nuevo gobernador, el alcalde, el director de educación y el jefe de la policía hablan con acento de Kandahar, pero nadie que yo conozca ha oído hablar de ellos. Yo también hablo con acento de Kandahar. Quetta está lleno de pastunes –que son el principal grupo étnico de Afganistán–, de gente de ascendencia afgana y de sus hijos. ¿Quiénes son estos nuevos funcionarios?
A lo largo de aquellos años, por cierto, el ejército paquistaní también compartió tecnología nuclear con Irán y Corea del Norte. Pero durante dos décadas, mientras todo esto ocurría, Estados Unidos insistió en considerarlos aliados. Todavía es así.
Hamid Karzai
Durante las conversaciones que tuve a inicios de la década de 2000 acerca del papel de Pakistán en el primer alzamiento talibán, supe de un hecho sobrecogedor: Hamid Karzai, elegido por Estados Unidos para conducir Afganistán una vez que había caído el régimen talibán, era de hecho el intermediario que negoció la entrada de los talibanes en Afganistán en 1994.
Pasé meses investigando estas historias. Hablé con personas que habían trabajado en la casa de Karzai. Hablé con Mullah Naqib, un excomandante muyahidín que admitió que el mensaje que Karzai estaba vendiendo lo había persuadido. El antiguo comandante también reconoció que se encontraba desesperado por la mala conducta de sus propios hombres. Hablé con su principal lugarteniente, que estaba en desacuerdo con su comandante y se llevó a sus hombres a la colindante provincia de Helmand, para seguir luchando. Supe que el propio padre de Karzai rompió con él a causa de su apoyo al proyecto del ISI. Miembros del servicio doméstico de Karzai y vecinos de Quetta me contaron de las frecuentes reuniones que Karzai sostuvo con talibanes armados en su casa en esa ciudad, en los meses previos a su toma del poder.
Y contemplad: Karzai emerge abruptamente de este remolino, a la cabeza de un “comité coordinador” que va a negociar el retorno de los talibanes al poder. ¿De nuevo?
Una vez más, sabiendo lo que sabía, me quedé sorprendida. La sorpresa me duró como cuatro segundos. Luego todo me pareció claro.
Pienso que Karzai pudo ser, una vez más, un mediador clave para negociar esta rendición, así como lo hizo en 1994, reclutando esta vez a ciertas figuras desacreditadas del pasado de Afganistán, conforme le resultaran útiles. Abdullah Abdullah, quien compartió el poder con Ashraf Ghani, podía hablar con sus antiguos compañeros de batalla, los comandantes muyahidines del norte y del oeste del país. Tal vez escucharon algunos de estos nombres, conforme rindieron sus ciudades en días pasados: Ismail Khan, Dostum, Atta Muhammad Noor. La otra persona que es mencionada junto con Karzai es Gulbuddin Hikmatyar, un genuino comandante talibán que podría encabezar algunas conversaciones con ellos y con el ISI.
Como los estadounidenses hemos observado en nuestro propio contexto –por ejemplo, con el movimiento #MeToo, con las movilizaciones tras el asesinato de George Floyd o el ataque al Capitolio del 6 de enero–, los eventos abruptos a menudo se cocinan en silencio durante años. El repentino colapso del esfuerzo estadounidense de 20 años en Afganistán es, en mi opinión, uno de esos casos.
Pensando en esta hipótesis, me pregunto cuál fue el rol de Zalmay Khalilzad, enviado especial de Estados Unidos. Este amigo de Karzai fue quien condujo a nombre del gobierno de Trump las negociaciones con los talibanes, en el curso de las cuales el gobierno afgano se vio forzado a hacer una concesión tras otra. ¿En verdad el presidente Biden no pudo encontrar a alguien más para ese puesto que a un afgano-estadounidense con claros conflictos de interés, cercano al ex vicepresidente Dick Cheney, y que hizo cabildeó en favor de un oleoducto que cruzaría Afganistán la última vez que los talibanes tuvieron el poder?
Autoengaño
¿Cuántas veces leyeron historias acerca del continuo avance de las fuerzas de seguridad afganas? ¿Cuántas veces, a lo largo de las últimas dos décadas, escucharon a algún funcionario estadounidense proclamar que los aparatosos ataques talibanes en entornos urbanos eran signos de su “desesperación” y su “incapacidad para controlar el territorio”? ¿Cuántos relatos reconfortantes oyeron acerca del bien que estaba haciendo Estados Unidos, especialmente para las mujeres y las niñas?
¿A quién engañábamos? ¿A nosotros mismos?
¿Sobre qué más nos estamos engañando?
Un último punto. Pienso que las cabezas civiles estadounidenses, a lo largo de cuatro administraciones, son mayormente responsables de lo que ocurre hoy. Ciertamente, algunos comandantes militares formaron parte del autoengaño. Puedo identificar, e identifiqué, errores en algunos de los generales con los que trabajé o a los que observé. Pero las fuerzas armadas están sujetas al control civil. Y los dos principales problemas que mencioné arriba, la corrupción y Pakistán, son asuntos civiles. No son problemas que puedan resolver los hombres y mujeres en uniforme. Pero ningún alto funcionario civil estuvo dispuesto a enfrentar estos problemas cuando se les llamó a hacerlo. Para ellos, el riesgo político era demasiado alto.
Hoy, cuando muchos de esos funcionarios disfrutan su retiro, ¿quién sufre las consecuencias?
Traducción de Emilio Rivaud Delgado.
Versión adaptada del texto publicado originalmente en SarahHayes.com. Reproducido con autorización.