Cuenta Antonio Escohotado que el rock and roll mató a la revolución. Que, desde Woodstock, la música tuvo el poder de servir de vía canalizadora de la rebeldía, del malestar social y de la indignación política. Así, los jóvenes descubrieron que el rock era capaz de las mayores catarsis colectivas y unía más que las barricadas, al tiempo que implicaba menos externalidades negativas para las crecientes clases medias y burguesas que lo abrazaban.
Puede que este fuera el primer paso hacia el mundo posfactual. Si la revolución se construía sobre hechos tangibles, poco a poco fue desplazada por el poder de lo simbólico. El espíritu insumiso encuentra ahora satisfacción en lo expresivo. Vive en los gestos, en la cultura, en el lenguaje. El fondo ha ido perdiendo importancia en favor del envoltorio.
En los últimos años lo hemos vivido en España. Hace muy poco tiempo, el descontento político y social tomó las calles y las plazas para exigir cambios. Dación en pago para quienes estaban ahogados por las deudas tras el estallido de la burbuja inmobiliaria. El fin de los indultos para las personas condenadas por corrupción. El cese de los altos cargos y la separación de las listas electorales de todos los imputados. La persecución de cuentas bancarias en paraísos fiscales.
En realidad, estas cosas son fáciles de conseguir. Todas ellas figuraban en el pacto de gobierno que trataron de poner en marcha Pedro Sánchez y Albert Rivera hace unos meses. Y también forman parte del acuerdo de investidura que Ciudadanos le arrancó al PP recientemente. El primero de ellos, que proponía un gobierno presidido por un socialista, fue frustrado, paradójicamente, por Podemos, el partido que se dice heredero del 15M. El segundo ha sido desbaratado por el PSOE, que tanto reprochó a Pablo Iglesias su primer no.
Lo factual ya no es sexy. La negociación política y el trabajo parlamentario han perdido atractivo frente al activismo de las redes sociales y la oratoria televisiva. Muerta la revolución, la insurrección ya solo habita en la tensión discursiva, en una imagen y una cierta estética, en la intransigencia del “cordón sanitario” y la “línea roja”. Si la política solía ocuparse de acometer reformas, ahora basta con acometer contra el otro.
Esta disposición tiene mucho que ver con la transformación que ha experimentado el sistema de partidos en España en los últimos años. El nuevo pluralismo democrático hace que el modelo sea más competitivo, enconando las estrategias. De este modo, hemos sido testigos de la creciente polarización electoral que domina las campañas. La derecha ha azuzado el miedo contra el advenimiento de una nueva izquierda populista y antisistema. La izquierda ha propagado su modelo excluyente para aislar y deslegitimar al PP.
He pasado el último fin de semana en un pueblo de Ávila. Una tarde, a la sombra de los gruesos muros de su iglesia, tomábamos una Coca-cola mi novio y yo, acompañados siempre por Angie, nuestra perra, que solo tenía ojos para nuestras patatas revolconas. A unos pocos metros detuvo el paso un paisano que, antes de continuar, quiso saber: “¿No acometerá?”. Se refería a Angie, claro. Le respondí que la perra era muy buena, pero que la mantendría sujeta mientras pasaba si tenía miedo. Al hombre debió de herirle el orgullo que yo mentara su aprensión, porque se rehízo muy digno y proclamó: “El miedo guarda la viña”.
Los partidos políticos son como el paisano desconfiado que cree que el miedo guarda la viña. Sin embargo, la adopción de estas actitudes nos abocará indefectiblemente a la inestabilidad política. La gobernabilidad pasa hoy, inexorablemente, por la negociación, la cesión y el pacto. Los partidos tienen que retornar a la senda de los hechos y acometer reformas. Y deben tomar nota de Angie, que no acomete contra el otro.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.