Luché contra la Armada en un barco de Greenpeace

El autor, que trabajó en el departamento de comunicación de la ONG, libró una breve batalla comunicativa con el ejército español, que intentó ocultar la violencia que ejerció contra una activista durante una acción reivindicativa en el Atlántico.
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Pasaron dos horas y la Armada tuvo que borrar el comunicado de prensa de su web y los tuits relacionados. Era noviembre de 2014, hace ahora diez años, y aún no sabíamos nada sobre desinformación. Pero esto era más bien un caso de manipulación informativa clásica: un organismo oficial que difunde una historia que no es falsa del todo, pero lleva al equívoco y es difícil de contrastar. Le salió mal, porque la contraparte pudo darle la vuelta a la noticia. Yo estaba ahí y luché contra la Armada en un barco de Greenpeace. Fue una guerra de comunicación.

Todo había empezado unos días antes. Repsol tenía licencia del Ministerio de Fomento para hacer prospecciones de petróleo en aguas de Canarias, en un punto denominado “Sandía”. Greenpeace llevaba tiempo oponiéndose a esos permisos, y decidió actuar. Llevaría a esas coordenadas uno de sus barcos, el Arctic Sunrise, para que la petrolera no se pudiera acercar. No hacía falta impedirlo de forma permanente, tal cosa era imposible, pero había que echar un pulso y contarlo.

Yo había empezado a trabajar en el departamento de comunicación de la ONG un par de años antes. En esta ocasión iría a bordo para llevar las redes sociales. Estaba aterrado, porque al Arctic Sunrise lo apodaban “la lavadora”, de modo que la experiencia prometía ser dura. Y además, larga: estaríamos embarcados al menos cinco días, diez tal vez, depende de lo que lográramos aguantar. No me equivocaba, y nada más zarpar la vida se volvió imposible. De las varias técnicas que probé contra el mareo, dormir fue la única satisfactoria. Pero si no encontraba otra de poco podría contribuir en la misión.

Cuando desperté estábamos ya en el punto Sandía. Por suerte la mar estaba en calma chicha y así siguió el resto del tiempo: ya solo se trataba de ajustar el cuerpo al suave vaivén del barco. Parecía que sí que iba a poder echar un cable. El barco de Repsol llegaría en cinco días, y había que dejar todo listo. En cubierta los activistas planificaban, planteaban escenarios, asignaban roles, preparaban materiales. Pero sobre todo practicaban: enroscaban sogas, se ponían y quitaban el traje de agua, que era muy aparatoso, salían con las lanchas al mar, resistían el manguerazo que les lanzaban desde el propio barco. Yo observaba todo con maravilla y orgullo. Esta gente, que habría sido insumisa de existir aún la mili, aquí operaba de forma casi marcial. Pero obedecían órdenes más por confianza que por jerarquía, y su forma de compromiso era la más fuerte de todas, la que lleva la decisión individual y libre hacia lo colectivo y subordinado. Y admiraba la capacidad de una organización que podía apartar a 33 personas y un barco del mundo para dedicarlos a este cometido. Hurra.

Estos pensamientos detenían el tiempo, pero la cuenta atrás era imparable. En la pantalla cartográfica del puente de mando veíamos acercarse a lo largo de la costa africana al Rowan Renaissance, el buque de Repsol. En su viaje pasó cerca de otro de los barcos de Greenpeace, que aprovechó para fotografiarlo. Era un verdadero monstruo marino, con una enorme torre de perforación en el centro. Tres días antes de su llegada estimada al punto Sandía, Repsol lanzó el primer ataque comunicativo: una nota informativa con las bondades y beneficios de la exploración petrolera, la tecnología punta de su embarcación y su pulcritud en el cuidado de los ecosistemas marinos. Greenpeace respondió con las imágenes que habíamos tomado del gran buque, acompañadas de datos sobre el riesgo de derrames, el impacto en la biodiversidad o el incumplimiento de ciertas normativas europeas. Pero la batalla comunicativa ocurre en el plano emocional, no en el racional, y salpimentábamos al gusto los datos con connotaciones negativas. Así, el Rowan era un buque perforador a punto de acometer un atentado ecológico que iba a poner en grave peligro las aguas y la economía canarias. Etcétera.

Fue solo una pequeña escaramuza. El plato fuerte estaba por llegar, al paso lento con el que el Rowan subía por el monitor. Nos encontraría el 15 de noviembre por la noche, y ese día por la mañana hicimos sonar las trompetas. El Arctic Sunrise estaba en el punto Sandía y no se iba a mover, publicamos en un comunicado de prensa y en nuestras redes sociales.

España no es Rusia

Tras cinco días de preparativos teníamos todo listo para recibir al Rowan. Quedaba, como siempre, lo impredecible en este tipo de acciones. ¿Qué resistencia opondrían los tripulantes? ¿Traería Repsol su propia seguridad privada, o le acompañaría la Guardia Civil? Sí así era, ¿lo haría a bordo, o en su propia embarcación? La respuesta llegó cuando en la pantalla de posición apareció un nuevo actor: “SP WARSHIP”. Barco de guerra español. La fragata Relámpago de la Armada acompañaba al Rowan a su encuentro con el Arctic Sunrise. ¿Qué suponía esto? ¿Cómo cambiaba los planes? En sus acciones Greenpeace no suele interactuar con militares, y cuando ocurre suele ser catastrófico. Solo hacía un año que el ejército ruso había abordado este mismo barco con armas de fuego y llevado presa a toda su tripulación, el caso conocido como los “30 del Ártico”. De hecho, esta era la primera acción del Arctic Sunrise después de aquello. El encuentro nos preocupaba, pero España no es Rusia y Rajoy no es Putin, pensamos. No lo dije, pero recordé que George Orwell también lo había considerado así durante la guerra civil española. Cuenta en Homenaje a Cataluña que la policía del bando republicano, controlada por el Partido Comunista, registró su habitación con métodos de inteligencia soviéticos y, sin embargo, no se atrevió a tocar la cama, que bien podía albergar un arsenal de subfusiles o una colección de documentos trotskistas. No lo hicieron porque su mujer estaba allí tumbada y levantarla era impensable para la mentalidad ibérica. “Pocos españoles tienen la eficiencia y consistencia que necesita un estado totalitario”, concluía el escritor. Al recordarlo me tranquilicé.

Tras anochecer, desde cubierta vimos por fin a lo lejos las luces de la imponente estructura del Rowan. Le flanqueaban dos barcos menores de suministro, además del Relámpago. Nuestro capitán se puso en contacto con los visitantes por radio: éramos Greenpeace y teníamos la intención de permanecer en ese punto todo el tiempo que hiciera falta para proteger el medio ambiente frente a los intereses privados de Repsol.

Antes de acostarnos, toda la tripulación se reunió. Llevaríamos a cabo la acción en cuanto hubiera suficiente claridad para operar de forma segura. Pero la presencia de la Armada podía cambiar las cosas en cualquier momento, y trazamos un plan para resistir dentro del barco en caso de un abordaje durante la noche. Cerramos los ojos de buey con las contundentes planchas de metal que evitan que entre agua en caso de hundimiento, la alarma sonaría de esta manera, tal y tal personas se encargarían de bloquear las puertas de acceso, cada tripulante se parapetaría en su puesto en el barco para tenerlo bajo control el mayor tiempo posible. Yo estaría en la oficina, junto con un compañero de campañas, para retransmitir por redes sociales el eventual asalto. Preparamos la sala con nuestro equipo de trabajo, además de agua, mucha fruta, un bloque grande de madera para bloquear la puerta, y un cubo vacío por si la naturaleza hacía su llamada durante un encierro que podía ser largo.

Cerramos la reunión. Desde ese momento quedaban suspendidas las estrictas rutinas y horarios de la vida en el barco, y en las próximas horas cada uno sería responsable de su descanso y alimento. Nos fuimos a nuestros respectivos camarotes para una corta noche que se iba a hacer muy larga. La excitación, los nervios y repasar los planes no ayudaban a pegar ojo. Tampoco el enorme motor del barco, apodado Pamela y alrededor del cual se emplazaban los dormitorios, que permaneció en marcha durante la noche para asegurar nuestra posición.

Pero, efectivamente, España no es Rusia, y no sonó la alarma de abordaje, sino la del despertador. Eran las 6 de la mañana y se activaba el plan de acción. Una hora después tres lanchas con un puñado de activistas y algunos cámaras salieron hacia el buque perforador, al que tardarían unos diez minutos en llegar. El capitán abrió comunicación con el Rowan y avisó que íbamos a hacer una protesta pacífica, sin intención de dañar el barco ni la tripulación. Pidió colaboración para evitar todo peligro, y sugirió mantener el contacto. Yo estaba en la oficina, desayunando la fruta que habíamos dejado la noche anterior, con todo listo para difundir la acción en redes sociales y la web de Greenpeace. Solo quedaba esperar las noticias de las lanchas por la radio.

Batalla mediática

Cuando por fin llegaron noticias no fueron nada claras. La conexión era mala, entrecortada y con interferencias. Hablaba alguien muy agitado. No podíamos entender muy bien, pero resultaba evidente que la acción no había tenido éxito y que algo grave había pasado. Alguien caído al agua, parecía decir. Probamos las radios de las otras lanchas pero no obtuvimos respuesta. La seguridad es lo primero, ese había sido el mantra los últimos cinco días, pero aquí la cosa pintaba mal.

El capitán de nuestro barco entabló contacto con su homólogo en el Relámpago. Nos aclaró que habían rescatado del agua a una activista, que estaba herida. Solicitaba permiso para subirla a su barco y tratarla en el hospital. El corazón nos dió un vuelco. ¿Quién era la chica accidentada? ¿Qué había pasado? ¿Era grave? ¿Había, habíamos cometido una imprudencia? Teníamos la pieza central del puzle, pero nos faltaba el resto.

Por fin regresó al Arctic Sunrise una de nuestras lanchas y nos dieron el resto de la imagen. La chica era Matilde, la joven italiana que habíamos ido conociendo los días anteriores. Pero no se había caído sin más, sino que la Armada había arremetido con sus lanchas contra las de Greenpeace. En una rompieron su estructura metálica, en otra el motor. El choque con la tercera fue el más grave, porque la barca de los activistas estaba encajonada entre el Rowan y otro de los botes del ejército justo antes de la colisión. El impacto lanzó a algunos de nuestros compañeros fuera de la embarcación, que quedó bajo la que le había embestido. Pronto se oyó el chillido agudo y penetrante de una chica. “¡Hay una mujer, hay una mujer debajo!”, bramó uno de nuestros compañeros a los soldados. El buzo de su comitiva se lanzó al agua para rescatarla. Después de la violencia y la confusión, todo quedó inmóvil. Los gritos de Matilde surtieron el mismo efecto que la esposa de Orwell en la cama.

Un rato después llegaron las otras dos lanchas a nuestro barco. Tardaron porque una tuvo que remolcar a la otra. En los vídeos que traían pudimos comprobar la ferocidad de las embestidas y el escalofrío que producían los gritos de Matilde. Pero fuera de ese lugar aislado del mundo la historia comenzaba a alejarse de la realidad. La Marina lanzó un comunicado de prensa: “La Armada y el Ejército del Aire intervienen en el rescate de una activista de Greenpeace herida durante el intento de abordaje del ‘Rowan Renaissance’”. Es decir, la chica estaba ahí haciendo su gracieta y la lió; menos mal que el ejército andaba cerca para rescatarla. Yo monitoreaba Twitter: los vítores y enhorabuenas a los militares se combinaban con mensajes de desprecio a los activistas. Los leía, los guardaba y confiaba en reconducirlos. Aún tenía fe: eran las postrimerías del breve periodo de tiempo en el que tuvimos esperanza en internet como vía de expresión ciudadana. Veníamos frescos del 15M, creíamos a Manuel Castells y sus “redes de indignación y esperanza”, y no habíamos identificado aún el desparrame de desinformación por las plataformas sociales. No tardamos mucho en darnos cuenta que el pueblo no quería expresar lo que a nosotros nos parecía correcto y bueno para él, sino lo que la nueva herramienta, el algoritmo, le ponía ante sus ojos y su bilis.

Esa ecuación en la que aún confiaba necesitaba de la verdad, y creía que la ciudadanía la abrazaría al encontrarse con ella en las redes sociales. En este caso solo esperaba tres condiciones previas: editar el vídeo, subirlo a internet con la conexión extenuantemente lenta e inestable del satélite, y ponernos en contacto con la familia de Matilde. Ello nos llevó unas dos horas. Yo miraba Twitter, preparaba respuestas y esperaba la orden. ¡Iba a ser Prometeo, el mensajero del conocimiento! Copiar, subir, esperar. Y por fin: publicar, enviar, compartir. Y sí: la verdad se abrió paso. Invirtió los vítores y desprecios. La Armada borró el comunicado de su web y los tuits que había publicado, y tuvo que aguantar el chaparrón. Ahí comenzó mi cometido más dificultoso: redirigir las pasiones del pueblo exaltado, que cargaba contra la Armada en Twitter, hacia ministros y petroleras. Me estaba encontrando por vez primera de frente con el poder destructor de las causas nobles en internet, fundamentado en las argumentaciones aparentes y simplistas que caben en el breve espacio de atención que damos a cada publicación en redes sociales.

Esa tarde el Ejército transportó en helicóptero a Matilde, junto a un compañero de Greenpeace, hasta el hospital de Las Palmas, donde la operaron de urgencia. Una hélice le había fracturado la pierna: ese fue el final inesperado de nuestra acción. Con dos lanchas rotas, activistas magullados y desmoralización general, pusimos rumbo a Lanzarote. Dejé las redes sociales en manos de mis compañeros en Madrid y me entregué al único remedio que conocía contra el mareo.

La Armada y la pirata

Un griterío me despertó. Miré por el ojo de buey, ya había oscurecido. Estábamos llegando al puerto, donde había gente. Mucha gente. Aún con la cabeza embotada por el mareo y el sueño subí a cubierta. De repente todo tenía sentido, el fracaso había merecido la pena y nuestra desmoralización se volvió júbilo. Nos recibían con vítores y abrazos. Nos saltaban las lágrimas. Me saltan las lágrimas ahora, al recordarlo.

La batalla comunicativa que siguió es mucho más larga, pero ya entra en el inane debate de la opinión pública, ese juego de suma cero en el que solo se toman posiciones en paquetes predeterminados según grupos de adscripción ideológica. Algunos hechos: nuestro barco quedó arrestado en el puerto tres semanas, y una embarcación de la Guardia Civil atracó junto a él para hacerla efectiva. El escándalo llegó al Congreso, donde el Ejecutivo tuvo que justificar la acción del Ejército. Greenpeace denunció a la Armada y después la Armada a Matilde, por piratería; ambas causas quedaron archivadas. La joven se sometió a una segunda operación en Italia, y bromeaba sobre el asunto: “Lo único de pirata que tengo de momento es la pata de palo”. Repsol hizo sus prospecciones y no encontró nada de valor. Y yo tuve mi primer contacto con la guerra total que estaba por venir y que pronto nos sumió en la más profunda desolación.

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Anónimo García es escritor y ultrarracionalista. Fundador del colectivo Homo Velamine, dirige la editorial Aguas Mayores.


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