Foto: Timothy Wolfer/ZUMA Press Wire

Nasralá: pensar Medio Oriente, otra vez

Es imposible pronosticar todos los efectos que la muerte del líder de Hezbolá tendrá en el devenir de Medio Oriente.
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Medio Oriente vive de nueva cuenta su eterna condena, donde todo evento capaz de modelarlo está definido por dualidades que lo destruyen a cada posibilidad de eliminar sus vicios. El asesinato de Hasán Nasralá, los días previos y posteriores, se incorporan a esa constante.

Treinta años atrás, casi los mismos que Nasralá llevaba al frente de Hezbolá, aprendí que, si se tiene la intención de comprender lo que ocurre en Medio Oriente, debe hacerse desde el espacio que queda entre sus fenómenos y relaciones contradictorias. En 1994, tras la muerte de Basel al Asad, comandante de la Guardia Republicana e hijo predilecto de Hafez, criado para sucederlo, las calles se llenaron de personas llorando su muerte. No pocos agitaban sus armas en el aire, muchos formaron desfiles en camionetas decoradas con su retrato. Tiendas de todo tipo vendían su imagen enmarcada y hubo gente que las colocó en sus puertas durante meses. Damasco se vistió de negro al punto de ser insoportable y repulsivo. A pesar de los esfuerzos latinoamericanos, estoy seguro de que no conocemos esa dosis de culto a la personalidad.

Basel, quien representaba todo lo detestable en un país bajo la dictadura de su padre, generó aquellas reacciones que chocaban con las sonrisas discretas de los habitantes en la ciudad de Hama, contentos por una especie de justicia accidental sobre los veinte mil masacrados por órdenes de su familia una década antes; con el silencio alegre y angustiado de opositores y víctimas del sistema perfeccionado por los Asad para garantizar su dominio en el país.

En diferente medida, un fenómeno de dualidad similar ocurrió en 2020 cuando fue asesinado Qasam Soleimani, comandante de la Fuerza Quds y arquitecto, junto a Nasralá, de la estrategia de expansión territorial iraní. Ni Basel, Hafez o Soleimani, alcanzaron la disparidad de reacciones que Nasralá. Simpatizantes de Hezbolá, del partido Amal, libaneses afines y en rechazo a la operación israelí que inició con la explosión de dispositivos de comunicación unos días antes, salieron a la calle, replicando aquello que me generó sorpresa a inicios de 1994.

Más de mil muertos en Líbano no eran Nasralá. Tampoco el millón de libaneses desplazados por temor a las bombas. ¿Tiene sentido repetir que miles de ellos son niños, o la línea de relativización que justifica las víctimas colaterales sigue intacta?

Desde Damasco recibo el testimonio sobre comercios que ya ofrecían tazas con la impresión de Bashar al Asad y ahora tienen otras con el retrato de Nasralá. Juntas, como es natural. A unos kilómetros de distancia, en Siria, protestas callejeras celebran la muerte del clérigo, líder político y militar chií.

Nasralá y Hezbolá son el lamento y duelo de las cercanías al régimen. Quien quiera venderlo como un defensor de Líbano o de Palestina debería tomar en cuenta que es el corresponsable de atrocidades en Siria. El asedio de Alepo, las ejecuciones masivas de opositores a Damasco en Houla en 2012, los asedios de al-Zabadani y Madaya en 2013, donde varios tenemos en la memoria a víctimas que fueron dejadas a morir de hambre y por falta de medicinas; Al-Husseinniyyah, al-Dhiyabiyah, al-Qusayr, Darayya. Nombres de localidades anónimas para la mayor parte del mundo, lugares donde Hezbolá significa Asad. Ahí, sonreír por la muerte de Nasralá –no tengo conflicto en admitir que fue mi caso– no equivale a aplaudir la detonación de los miles de aparatos que, en Líbano y Siria, provocaron en la población civil el mismo efecto de un atentado terrorista “convencional”. Eso es más para el oportunismo político, que tiene las seguridades de un adolescente y una baja disposición a preocuparse por significados o consecuencias a mediano y largo plazo.

No solo es Líbano y Hezbolá, con Nasralá al frente, sino, como ocurre con el conjunto de Medio Oriente, cómo hablamos de él y lo entendemos. Lo mismo para Palestina e Israel, para Siria e Irán.

Las implicaciones del fin de Nasralá y casi la totalidad de los altos mandos de Hezbolá, en un lapso de dos semanas, no se pueden disociar de cada elemento de la operación israelí en Líbano. Si la revolución iraní de 1979, junto a la creación del Estado de Israel, son los dos eventos definitorios de realidad política medio oriental, Nasralá condensaba ambos. Las implicaciones de su muerte combinan todas las líneas de análisis posibles.

Beirut está acostumbrada a reconstruirse, pero es demasiado aventurado asegurar que siempre podrá hacerlo. Al millón de desplazados internos se suman las decenas de miles de sirios que habían huido de la guerra civil y hoy vuelven a su territorio para protegerse de otras bombas.

Por lo pronto, el efecto político local pasa un tanto desadvertido. Apostar a la eliminación de Hezbolá por número de bajas tiende a olvidar que cada explosión da un insumo para ensanchar las filas del brazo político. Hezbolá no se limita a sus liderazgos, sino a una extensa base de militantes, donde está su mayor fuerza y riesgos. Una reducción que les lleve a participar solo en dinámicas locales, sin gran capacidad de influencia fuera de Líbano, no está exenta de tragedias.

Es frecuente escuchar la remembranza de una capital libanesa proverbial. El “París de Medio Oriente” es hoy evocación cursi y, a estas alturas, mensa, a una Beirut que emulaba Champs Elysées, que con mirada de turista elimina del imaginario a los migrantes del barrio muy parisino de Barbès y si acaso duró veinte años hasta mediados de la década de los setenta del siglo pasado. Quienes rondamos los cincuenta no conocimos esa época. Por Líbano pasaron encima quince años de guerra civil, con la masacre de refugiados en Sabra y Chatila, a manos de falangistas cristianos con el apoyo de las Fuerzas de Defensa Israelí; pasó la ocupación siria hasta su retirada en 2005; la invasión israelí de 1982; una constitución deficiente que sirvió de remedo a la guerra civil y la corrupción endogámica y sistematizada de todos sus facciones políticas, entre las que sobresale Hezbolá.

Hezbolá es el instrumento estelar de una estrategia modeladora de la región que logró espejos iraníes en Siria, Iraq, Yemen. Un Hezbolá limitado puede llevar a Asad a acercarse a los países del Golfo, en su búsqueda por normalizar relaciones en la zona, garantizándole impunidad por todos los crímenes imaginables y permitiendo a las naciones petroleras extender su influencia. Puede llevar a Irán a retraerse del proyecto de Soleimani y Nasralá, y a enfocarse aún más en su programa nuclear. Al menos temporalmente, siempre y cuando no se le afecte más de lo que está dispuesto a aceptar. ¿Y si la desesperación y mal cálculo de los ayatolas conduce a la dirección contraria? El lanzamiento de misiles contra Tel Aviv en respuesta a los asesinatos de Nasralá, prácticamente la totalidad de la cúpula de Hezbolá y de Ismail Haniyeh tiene dejos de un error estratégico. Durante días, varios dudamos de una acción inmediata que enfrentaría directamente a Teherán con Israel. El lanzamiento de misiles balísticos, por el tiempo que tardan en llegar a su objetivo, no facilitan ser interceptados. Contrario a lo que parece a primera vista, por el poco daño que ocasionaron, son ataques que aun así entran a una táctica de escalada sin garantizar su desenlace. Por ello, la duda se mantiene. Sin embargo, se trata ya de una confrontación directa, esa que Irán evadía con el uso de los grupos proxy como Hezbolá. Irán no guarda un buen puntaje en conflictos directos contra otros países. Su guerra con Iraq debería ser recordatorio, pero nunca es correcto subestimar las capacidades autodestructivas de las potencias regionales en Medio Oriente.

Luego de un año en Gaza, con la devastación más absoluta e inhumana de la franja, Netanyahu enfrentaba una crisis de legitimidad internacional, creciendo al interior. La muerte de Nasralá le dio el combustible que había perdido. Dos puertas se abren a raíz de esto. El indiscutible triunfo sobre un enemigo declarado llama a la sensatez y detener el delirio posterior al ataque de Hamás hace casi un año, para negociar desde esa posición. O bien, utilizar el momento para seguir avanzando en una campaña contra derredores que solo seguirán ampliándose y, eventualmente, negociar con los actores locales. El costo humano atrás de esta opción parece importar poco. No es prudente confiar en la autocontención de perfiles como el suyo.

Es imposible pronosticar con responsabilidad todos los efectos que la muerte de Nasralá tendrá en la conformación medio oriental. El ataque con misiles iraníes espera una respuesta y luego esta una siguiente. La incursión israelí contra Hezbolá mantiene probabilidades de adentrarse en Líbano, dejándole operar en un territorio y con modos donde sí son competitivos. Valdría preguntarse cuál es el destino de estrategias que aseguran que la única manera de garantizar algo parecido a la tranquilidad es con la eliminación interminable de enemigos, dándoles razones a sectores amplios en las poblaciones para convertirse en ellos, en una lógica que si se busca combatir es adecuado entender primero. Algo que no se está haciendo. ~

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es novelista y ensayista.


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