Daniestrada01, CC BY-SA 3.0 , via Wikimedia Commons

¿Liderazgo anticolonial?

Derribar estatuas de Colón o dar vivas a la Madre Patria España son episodios de la larga lucha simbólica por el poder dentro de las naciones, que muchas veces es sorda a los verdaderos dramas de la gente.
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Nicolás Maduro, el tirano que rige los destinos de Venezuela, siempre da tela que cortar. No solamente por su política digna de Mao Zedong, que ha convertido a su país en una ruina exmoderna, sino también por su identificación con causas de la izquierda, de un modo cuya incongruencia no le resta ánimos a la hora de presumir. Después de haber comulgado con el mundo soviético en su juventud, así como con la revolución cubana y el Foro de São Paulo, gran plataforma de la izquierda fracasada del continente, Maduro se erige ahora como adalid de la lucha anticolonial.

En la conmemoración anual del 12 de octubre –fecha de llegada de las carabelas guiadas por Cristóbal Colón a una isla caribeña–, Maduro exigió una amplia investigación para dirimir de una buena vez los hechos de la conquista, colonización, independencia y modernidad que han perjudicado a las sociedades indígenas precolombinas y a sus descendientes. Propone una gran cruzada –sin cruz ni europeos, desde luego– para decolonizar de una buena vez estas tierras de dios (dioses y diosas, más bien, pues las religiones anteriores a la conquista no eran monoteístas).

Se supone que habla tanto de “la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español” (Rubén Darío, “Oda a Roosevelt”) como de las sociedades indígenas actuales. Al igual que José Martí en el ensayo “Nuestra América”, Maduro clama por gobiernos sensatos que reconozcan a los pueblos originarios (venidos de Asia, por cierto), a los que el cubano llamó “la madre indígena”. Martí extiende su mano también a los afrodescendientes, al igual, claro, que Maduro.

Las ceremonias simbólicas del cambio de nombre a calles, avenidas o pueblos, así como los juicios populares a estatuas de Colón, sustituidas por imágenes supuestamente indígenas, demuestran que la voluntad revolucionaria del gobierno satélite venezolano es superior en este tema a su astro rey, la monarquía roja de los Castro, imperturbablemente blanca en la medida en que se sube en la nomenclatura comunista, identificada como marxista.

Los seguidores actuales de Marx, poco proclives a mencionarlo por estar asociado a gigantescos fracasos, han mutado en líderes y seguidores del socialismo del siglo XXI o en pensadores decoloniales. Al estilo de Rita Segato o Santiago Castro Gómez, reconocen la vena colonialista del marxismo, a diferencia de la monarquía cubana, y se decantan por una política de izquierda al margen del Estado, sin poder, desde luego, obviar del todo su presencia.

Maduro, en cambio, es un “estatócrata”, si se me permite el neologismo; nada pasa en Venezuela sin que el Estado tenga que ver directamente por acción, omisión o ambas cosas. Imposible pensar el poder desde cualquier iniciativa de base distinta a las cooptadas por el régimen. Tan es así, que el sufrimiento de las colectividades indígenas, huyendo por las fronteras hacia Brasil y Colombia, es mucho peor que antes de 1998. Los vivas a los indígenas no son más que un pretexto para evadir la condición exmoderna de Venezuela, convertida en una distopía.

Tal exmodernidad, que no posmodernidad o premodernidad, respondería, de acuerdo al guion revolucionario, a una visión decolonial orgánica promovida desde el gobierno. ¿Será por esta razón que se han desmantelado la educación y salud públicas, además de la ciencia y la cultura, de un modo tan brutal que solo puede comprenderse apelando a procesos tan ajenos a este continente como la revolución cultural china o algunas distopías cinematográficas?

Me temo que tal interpretación del pensamiento decolonial no sería muy del agrado de sus promotores en el mundo intelectual, pero la izquierda antiliberal se ha asociado con liderazgos temibles en nombre de la resistencia al colonialismo, así que Maduro no es un caso raro. Una prueba en este sentido es el apoyo de dos pensadores decoloniales, Enrique Dussel y Ramón Gosfrogel, al gobierno de Venezuela.

Pero la andanada contra el colonialismo de Maduro no es un simple acto de hipocresía política dirigido a fomentar las simpatías de la izquierda entre ingenua y cómplice que todavía apoya a su gobierno.

La acusación de colonialismo rinde frutos en el mundo entero y es esgrimida por gobernantes tan distintos como Vladimir Putin, Viktor Orbán, Recep Erdogan, Xi Jinping, Pedro Castillo, Andrés Manuel López Obrador, Evo Morales, Nicolás Maduro, Nayib Bukele y Rodrigo Duterte. También es útil para grupos como Hamas, el Estado Islámico, los talibanes y Boko Haram, cuyas prácticas respecto a la población que dicen defender son francamente crueles. Igualmente, existen colectividades indígenas en América Latina que usan el argumento anticolonial para blindarse respecto al feminismo o al movimiento LGBTQ.

Hace unos meses entrevisté aquí a la boliviana María Galindo, activista de izquierda decolonial, quien con mucha claridad señaló la existencia de un bloque popular conservador. En Venezuela, Maduro cuenta con el respaldo de parte de las iglesias evangélicas, del mismo modo que Daniel Ortega. Ambos tiranos son cabezas de gobiernos autoritarios negados a discutir temas como el aborto o el matrimonio igualitario. El peruano Pedro Castillo y el boliviano Evo Morales son dos ejemplos de esta hipocresía anticolonial que hermana a izquierdas y derechas en el mismo terreno: el odio a los derechos humanos, a las libertades civiles y, por sobre todo, a la alternancia en el poder.

Podría concluirse fácilmente que valores como la democracia, los derechos humanos y los derechos civiles son de competencia exclusiva de Occidente. Por fortuna, pensadores como el nobel de Economía indio Amartya Sen (El valor de la democracia) y la filósofa estadounidense de origen turco Seyla Benhabib (Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global) señalan el carácter multicultural del pluralismo, la tolerancia, las prácticas democráticas de base y el respeto a la vida. Los curiosos defensores de la hispanidad, en tanto identidad occidental cristiana, suelen olvidar este punto, obviando así la existencia de taras como el racismo, la violencia y la exclusión.

El futuro quizá resida en la renovación radical de la democracia, por caminos proclives tanto a la diversidad cultural como a la lucha racional contra el cambio climático, imposible sin la ciencia y la tecnología. Tomar partido por los pueblos originarios o la herencia española es ponerse de espaldas a la realidad. El mundo no va por estos caminos del pasado: lo escribo en castellano, teniendo en mente que vivo en una región tremendamente desigual, incapaz de entender los caminos actuales de la economía y regresiva desde el punto de vista político. Derribar estatuas de Colón o dar vivas a la Madre Patria España son solamente episodios de la larga lucha simbólica por el poder dentro de las naciones, ciega y sorda, muchas veces, a los verdaderos dramas de la gente.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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