En las últimas semanas hemos leído y oído muchos argumentos en contra de la reforma judicial y en particular acerca de su propuesta toral: la selección de jueces y magistrados a nivel federal a través de elección popular. Se ha dicho que este mecanismo de selección abre la puerta aún más a la cooptación de los jueces por parte de grupos criminales o con influencia económica, que esto solo se ha intentado en Bolivia y fue un fracaso, que desde Montesquieu se ha reconocido que las características del poder judicial requieren que el mismo esté blindado de cierta forma de la población, que si lo que se quiere atender es la justicia en México se debe priorizar los ministerios públicos, las fiscalías y las policías, que las elecciones saldrán muy caras, y que lejos de acercar a la gente al poder judicial, las elecciones acercarían a los jueces a los partidos políticos. Me parece que todos estos argumentos son certeros. Sin embargo, creo que no responden (o lo hacen solo parcialmente) a una de las supuestas motivaciones centrales de someter a los jueces federales a un proceso de elección: la legitimidad democrática.
Luisa María Alcalde y Lenia Batres, entre otros, han dicho que la elección de jueces federales acercaría al Poder Judicial a la ciudadanía, generando legitimidad. Ellas han minimizado los riesgos de corrupción y cooptación política dada la forma en que anticipan se darían las campañas (sin dinero privado, bajo el escrutinio de distintas autoridades, y con candidatos postulados por distintos poderes). Me parece que estos riesgos son reales y los obstáculos de diseño institucional propuestos muy pobres para un país tan corrupto y con tanta penetración del crimen organizado en distintos niveles de gobierno. No obstante, aún si las cosas fuesen como aseguran la secretaria Alcalde y la ministra Batres, la elección de jueces no le dará legitimidad al Poder Judicial.
Asumamos que los jueces que llegan a través del voto son imparciales, ¿qué pasaría después? En teoría, los jueces y magistrados trabajarían por un tiempo y serían monitoreados por el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. Si no incurren en ningún delito o falta administrativa, se someterían a reelección, y en ese momento la ciudadanía los podría evaluar, lo cual obligaría a los jueces a rendir cuentas. Esto, en teoría, permitiría a la gente conocerlos y, de paso, depuraría los juzgados y tribunales de los juzgadores ajenos a la ciudadanía.
Esto es un sinsentido. Empecemos por la posibilidad de evaluación por parte de la ciudadanía. Saber si un juzgador está haciendo bien su trabajo es muy difícil porque él o ella está resolviendo casos concretos y aplicando la ley de forma individual. La gente no va a conocer los pormenores de cada caso o de un número importante de ellos como para evaluar a los juzgadores. Aún si se producen estadísticas, estas no necesariamente nos dirían mucho. Por ejemplo, si un juzgado está en una jurisdicción donde la fiscalía no sabe armar expedientes o constantemente pierde la cadena de custodia de las pruebas, la juzgadora resolverá en favor de las personas acusados con frecuencia. La estadística nos dirá esto, pero ¿quiere decir que esta juzgadora es mala, o está “en contra del pueblo”? No, simplemente que aplica la ley.
En todo caso, el que estas estadísticas se produjeran llevaría a los jueces a resolver pensando en eso. Si ya juzgaron en contra del Ministerio Público en la mañana, mejor no hacerlo en la tarde, no vaya a salir una estadística muy a favor de las personas acusadas de un delito.
La dificultad de evaluar a un juez o magistrado desde fuera no tiene que ver con que la gente no cuenta con los estudios necesarios para hacerlo. Es lo mismo una abogada que alguien sin educación formal: ninguno tiene los elementos para evaluar al juzgador sin conocer más a profundidad un número importante de casos que éste haya resuelto. La justicia no se trata de la identidad de las partes, sino de los hechos que están en juego. Las elecciones no cambian esto.
Otro problema, más allá del voto desinformado, es el de la participación. Las elecciones de jueces en Estados Unidos, por ejemplo, tienen menor participación que las presidenciales o estatales. Entre 1990 y 2004, 23%1 de las personas que votó por algún otro puesto no votó por jueces. Podemos asumir que, en México, un país con ya relativamente poca participación electoral, veríamos lo mismo. Si el pueblo no participa, ¿qué se está logrando?
La realidad es que la población no tiene por qué estar votando todo el tiempo. La gente tiene vidas más allá de la política como para estar haciendo lo necesario para poder evaluar a las personas juzgadoras; precisamente por eso elige legisladores que hagan ese trabajo. Más “participación” no necesariamente significa mejor ciudadanía. En todo caso, si lo que se pretende es conectar al poder judicial con la gente, podríamos explorar el uso de jurados, que son mucho más prevalentes en el mundo y que no impactan negativamente el funcionamiento o percepción del poder judicial.
Por último, es quizás irónico que la elección de jueces puede llegar a ser una medida conservadora. Digo irónico porque la propone y la avanza un grupo que se autodenomina de izquierda. La independencia de la Suprema Corte de Justicia es una de las condiciones que le permitió resolver ciertos casos que probablemente no contaban en su momento con apoyo popular. Resoluciones en favor de las personas migrantes, del matrimonio igualitario, de las trabajadoras del hogar, militares con VIH, y mujeres trabajadoras que buscan una compensación igualitaria en casos de divorcio, entre muchos otros. En un contexto de elección, este tipo de resoluciones se vuelven más improbables, porque las personas juzgadoras tendrían que responder por ellas periódicamente. Esto favorece las resoluciones que preservan el statu quo, es decir las decisiones conservadoras. Así sucede en los tribunales electos en Estados Unidos.
No estoy argumentando que las personas juzgadoras siempre resuelven de manera o desde una ideología progresista. Claramente los jueces y magistrados también pueden ser (y frecuentemente son) conservadores. Pero muchas resoluciones contramayoritarias favorecen la expansión de derechos, y estas peligran en un contexto de elección de jueces.
Todo lo anterior no significa que no se deba hacer una reforma judicial o que por ningún motivo se deban abrir algunas sillas en ciertas cortes o tribunales a elección popular. Esto es lo que propone Alejandro Posadas, por ejemplo. La Suprema Corte en México no es simplemente un foro jurídico, es una arena política. Los ministros no resuelven controversias que afectan solo a las partes del caso, sino que establecen reglas que nos afectan –para bien o para mal– a todos. ¿Es mejor abrir esos puestos a elecciones o mantener la designación presidencial con un Senado que no ejerce su responsabilidad como contrapeso del Ejecutivo (véase la llegada a la Corte de Yasmín Esquivel y Lenia Batres, por ejemplo)? No lo sé. No me parece descabellada la idea, pero es algo que se necesitaría discutir con más tiempo y a profundidad.
Independientemente de esto, esa propuesta no es lo que está sobre la mesa. Lo que hoy se discute es una reforma enorme, regresiva, discutida al vapor, basada en un berrinche y justificada sobre un castillo de naipes. Una reforma construida e impulsada simplemente para halagar al que hoy ocupa la silla presidencial y que no le traerá justicia a nadie. ~
- Melinda G. Hall, Voting in State Supreme Court Elections: Competition and Context as Democratic Incentives, 69 J. Pol. 1147 (2007). ↩︎
es profesor asociado del Chicago-Kent College of Law.