La apuesta del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, por mantener su estrategia de diálogo con el independentismo institucional cerró cualquier posibilidad de rectificación el pasado 21 de diciembre tras su encuentro en Barcelona con el presidente de la Generalitat, Quim Torra. Acostumbrado a vivir en el alambre tras llegar a la Moncloa sorteando todo tipo de adversidades, certificados de defunción y fuego amigo, el líder del PSOE decidió el 21-D dar otro paso de alto riesgo pese a la Generalitat había calificado su visita de “provocación” y se presentó con su gabinete en pleno y un millar de policías en la capital catalana.
En esa jornada, Sánchez tenía garantizada, como sucedió, una foto de bilateralidad ventajosa para Torra, galería de imágenes de enfrentamiento y bronca en las calles entre los independentistas (muchos menos de los anunciados, eso sí) y la policía autonómica, amén de la esperada lluvia de críticas del Partido Popular, Ciudadanos y Vox (el pujante nuevo actor). Lo más alejado de la “normalidad” soñada en los despachos gubernamentales. Pero aún así, Sánchez decidió atar su supervivencia en la Moncloa al éxito de su estrategia catalana, conseguir una suerte de conllevancia posmoderna de un conflicto político y social que desangra España.
Pasadas unas semanas de la cita prenavideña, enésimo “día histórico” rápidamente engullido por el Time Line colectivo, Sánchez se adentró un poco más en el laberinto catalán al volver a Barcelona el sábado 12 de enero para pedir el apoyo de PDECAT y ERC a los presupuestos generales del Estado con el fin de poder agotar en 2020 su mandato. La respuesta independentista a la oferta de “o yo o la derecha” no ha sido otra que la del desdén al esfuerzo inversor del Gobierno central, un incremento del 52% con 2.051 millones de euros en Cataluña.
Es este cortocircuito entre la voluntad de uno y la respuesta de los otros es donde reside uno de las grandes obstáculos del plan Sánchez: su persistencia por seducir a un independentismo que le desprecia día tras día, ni una palabra de complicidad, ni un gesto de lealtad institucional, dota de argumentos a aquellos que, como Pablo Casado y Albert Rivera, le acusan de ser “rehén” del separatismo. Pero es cierto también que el Gobierno está logrando agrietar el antaño bloque independentista, agrandando la distancia entre los posibilistas (donde ahora se han situado ERC y y el PDECAT), que no descartan apoyar las cuentas del Estado, y los rupturistas que lidera Carles Puigdemont desde Waterloo. Asimismo, el secretario general del PSOE acierta en el diagnóstico de que cualquier acuerdo de futuro en la cuestión catalana pasa por un proceso de diálogo institucional y dentro del marco legal entre el Ejecutivo central y la Generalitat, con cesiones y pérdidas mutuas. Y seguramente un nuevo estatuto de autonomía.
No obstante, la actual mano tendida al separatismo, determinada por la debilidad parlamentaria del Gobierno de Sánchez, llega (seguramente) demasiado pronto y (seguro) con el interlocutor equivocado. Si Sánchez supo elegir el momento de presentar la moción de censura a Mariano Rajoy, una iniciativa parlamentaria que al anunciarse muy pocos creyeron en su éxito, ya como presidente yerra en el tempo de su estrategia catalana, empeñado en un diálogo prematuro y cuando el independentismo sigue avanzando hacia el abismo, sin el mínimo gesto de autocrítica y reflexión, ahora con el juicio a los dirigentes imputados por la DUI como gasolina emocional. Anclados en la denuncia de la “represión” y la adicta amargura del “agravio”, el secesionismo se resiste a asumir la división política y social que su embate ha provocado en Cataluña y que el conflicto nuclear, el que debe ser solucionado en primer plazo y con urgencia, se da entre catalanes.
Al contrario. El separatismo se ha inventado nuevo giro argumental en el relato que alimenta el proceso: el golpe al orden constitucional del otoño de 2017, con el referéndum del 1-O y la declaración unilateral de independencia del Parlament, no pasó de lo meramente simbólico. Un gesto político, sin valor legal. Hasta tal punto empieza a ser general este discurso en Cataluña que muchos de los que vivimos aquellos días en primera línea, como ha señalado en su ensayo Rafa Latorre, deberemos a diario “jurar que todo esto ha ocurrido”.
Este ejercicio de realismo mágico independentista y el ninguneo de las instituciones a los millones de catalanes que no quieren romper con el conjunto de España explican que muchos ciudadanos desconfíen en la insistencia de Sánchez a tender su mano a Torra. Que lo consideren una ofensa o como mínimo un ejercicio estéril y condenado al fracaso. No en vano el presidente de la Generalitat continúa actuando como un activista fiel a los designios de Puigdemont. Cada gesto de Sánchez hacia la Generalitat, cada pequeño acuerdo bilateral alcanzado (como el de poner en marcha dos mesas de diálogo institucional), es replicado por una declaración de Torra que desmonta cualquier atisbo de avance, y pone de relieve que el presidente del Gobierno está intentando negociar, ni más ni menos, con los mismos dirigentes, o sus vicarios, que en octubre de 2017 trataron de romper España. Esa es la tragedia de Sánchez.
Iñaki Ellakuría es periodista en La Vanguardia y coautor de Alternativa naranja: Ciudadanos a la conquista de España (Debate, 2015).