Pensando en la revolución (del 68)

La revolución de 1968, aparentemente anticapitalista, hizo del mundo un lugar seguro para el capitalismo
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Como supongo que hacen muchas personas mayores, estaba pensando en las partes más importantes de mi vida, no solo en lo personal, sino en lo social: cómo me afectaron las fuerzas sociales que me rodeaban y cómo me hicieron pensar lo que pienso.

No cabe duda de que para la mayor parte de mi generación, tanto en Occidente como en Oriente, las revoluciones culturales de los años sesenta y setenta fueron un acontecimiento crucial. (Tengo que excluir al Tercer Mundo de esta generalización, ya que no sé lo suficiente sobre cómo la revolución cultural occidental afectó a la ideología y las costumbres allí).

En mayo y junio de este año se cumplieron 55 años de Les Evénements de Mai. La semana pasada se cumplieron 55 años de la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia, que también vio nacer el movimiento disidente moderno en la URSS, cuando ocho personas desplegaron una pancarta en la Plaza Roja condenando la invasión.

La revolución me pilló en los años formativos del instituto. Todos los acontecimientos que suceden a esa edad, aunque no sean revolucionarios, tienen un impacto en la vida posterior de las personas. Mucho más si son revolucionarios. Tuvimos suerte de que los acontecimientos que nos afectaron fueran revolucionarios sobre todo en el sentido cultural. Al mismo tiempo, China vivió la Revolución Cultural, pero fue una serie de acontecimientos totalmente diferentes, más graves, más ideológicos y mucho más sangrientos. Pero no menos importante fue la Revolución Cultural occidental.

¿Qué consiguió? Redujo la distancia social entre ricos y pobres, un logro enorme; liberó el sexo y mejoró la posición social de la mujer de un modo que condujo a la actual aceptación de la igualdad de género y de todas las preferencias sexuales entre las élites liberales; garantizó derechos cívicos iguales o similares para la población negra en Estados Unidos; cambió drásticamente los hábitos vestimentarios, los simplificó y, por tanto, contribuyó a la aparente nivelación social al hacer más difícil reconocer el estatus social a partir de la vestimenta.

La revolución fue similar en Occidente y en el Este comunista, pero produjo efectos muy diferentes. En Occidente, políticamente, disminuyó la polarización y el antagonismo de clase. Yo viví la Revolución en Bélgica, donde fui al instituto. Cuando llegué allí no tenía ninguna duda de que Bélgica era una sociedad estratificada por clases en la que solo los hijos de padres ricos podían salir con las hijas de padres ricos. Las reglas estaban claras. Sin embargo, la revolución las fue erosionando poco a poco: a mediados de los años setenta, esto ya no era cierto. Produjo un profundo cambio social que, en mi opinión, ha persistido.

En el Este, donde las diferencias de clase eran menores o habían sido borradas por la revolución política de finales de los años cuarenta, la nueva revolución abrió las perspectivas de la libertad. Insinuó que existía cerca un mundo diferente, mucho más libre y diverso, y que era posible, no una utopía. Estimuló la resistencia a las autoridades y el sentimiento de libertad, dos cosas que eran anatema para los regímenes comunistas que valoraban el conformismo y la obediencia.

Los efectos de la revolución fueron a largo plazo y se notaron bien en la generación que llegó al poder veinte años después. Puede parecer extraño unificar en la misma frase a Bill Clinton y Mijaíl Gorbachov, pero ilustran bien lo que tengo en mente. Clinton fue el producto de la ruptura de las barreras de clase para avanzar, mientras que Gorbachov fue el producto de las ideas de 1968: el socialismo con rostro humano. Esa creencia afectó a Gorbachov en sus años de estudiante, como sabemos por las memorias de Zdenĕk Mlynař y las propias “confesiones” de Gorbachov.

Una de las características complicadas de la revolución fue que era de izquierdas no solo en los aspectos sociales que he descrito, sino también porque sacó del olvido al joven Marx (cuyas primeras obras, por cierto, se publicaron por primera vez entonces, más de cien años después de que las escribiera), y por tanto la creencia en el socialismo democrático.

El desafío a los regímenes pseudomarxistas osificados del Este vino de la izquierda. Y aún mejor –pensando en el Joven Marx– del propio fundador del sistema político que las autoridades decían representar. No fue una coincidencia que casi todos los líderes de la Revolución en Europa del Este procedieran del movimiento de la Juventud Comunista: todo el grupo Praxis en Yugoslavia, los estudiantes de Lukacs en Hungría, Jacek Kuroń, Adam Michnik, Leszek Kolakowski (procedentes de la izquierda dura estalinista) en Polonia, Ota Šik y Alexander Dubček en Checoslovaquia.

La revolución fue similar a la Reforma protestante: refrescó y reafirmó las creencias ideológicas originales y, por tanto, puso de manifiesto la brecha entre estas y la realidad. Más tarde, los líderes, con el resto de la sociedad, se moverán hacia la derecha: ya sea en direcciones nacionalistas o liberales clásicas. Pero eso solo fue posible porque la primera oposición procedía de la izquierda, y por tanto era ideológicamente más válida que si hubiera procedido de la desacreditada derecha. Lo que quiero decir es que, en 1968, los regímenes de Europa del Este estaban bien equipados para hacer frente a los desafíos de la derecha; pero estaban mal equipados para hacer frente a los desafíos de la izquierda y a los desafíos aparentemente apolíticos del pelo largo, la música alta y los pantalones de campana.

En Occidente, sin embargo, tras romper algunas barreras sociales y establecer así una igualdad aparente, la revolución acabó, en muchos aspectos, como las revoluciones de 1848. En este último caso, se proclamó la igualdad política formal; en el caso de las revoluciones de 1968, se proclamó la igualdad social formal. Pero en ambos casos las diferencias económicas se hicieron mayores. Además, las brechas económicas posteriores a 1968 se consideraron de repente más justificables que antes, cuando los revolucionarios argumentaban que se debían a diferencias de clase. Ahora, a medida que se desarrollaba la revolución, las diferencias reflejaban diferencias de capacidad y esfuerzo, en resumen, de mérito. Aquí es donde aparecen las dos figuras icónicas de la generación revolucionaria y del giro hacia el neoliberalismo: Bill Clinton y Tony Blair. Fue la izquierda la que validó las posiciones tradicionales de la derecha, las hizo parecer de sentido común y, por tanto, más firmemente arraigadas.

El ataque de la izquierda a los regímenes de Occidente pronto se transformó en la validación de las posiciones de la derecha, ahora incluso reforzadas porque estaban despojadas de su tradicional (e injustificable) apoyo de clase. La revolución de 1968, aparentemente anticapitalista, hizo del mundo un lugar seguro para el capitalismo. Joschka Fischer se convirtió en ministro de Asuntos Exteriores de Alemania y supervisó el primer despliegue del poderío militar alemán desde el final de la Segunda Guerra Mundial; Bob Dylan recibió la Medalla de la Libertad; Mick Jagger fue nombrado caballero. Para apreciar más vívidamente el cambio, obsérvese que Jeremy Corbyn, quizá la única figura política significativa en Occidente que seguía manteniendo las creencias de 1968, pasó a ser visto en la década de 2020 como una reliquia de un pasado lejano.

Los efectos políticos de la Revolución en Oriente y Occidente fueron al principio diferentes, pero a largo plazo, casi idénticos. En el Este, como hemos visto, el ataque al régimen se produjo desde la izquierda y eso hizo que los regímenes fueran torpes en su respuesta. Pero el socialismo con rostro humano, o cualquier tipo de socialismo en realidad, fue descartado gradualmente, y en una evolución que imitaba a la de Occidente se declaró que el punto final era lo que Václav Klaus llamó “capitalismo sin adjetivos”. Los liberales, unidos a fuertes fuerzas del nacionalismo que crecieron independientemente mientras tanto y que eran bastante poco importantes en 1968, derribaron los regímenes comunistas. 

(No niego con ello la importancia de la disposición estadounidense a hacer la guerra al comunismo en todos los rincones del planeta; cuando digo que los regímenes fueron derribados desde dentro, tengo en mente el hecho de que ideológicamente, en 1989, los regímenes comunistas tenían muy poco que ofrecer a sus poblaciones).

La revolución –con la importante excepción del nacionalismo que he mencionado– configuró el mundo en el que muchos de nosotros vivimos hasta la crisis financiera de 2008, o el covid en 2019, o la guerra de Ucrania en 2022 –cualquiera de los tres posibles marcadores que dividen las épocas que uno quiera tomar–. Pero en cualquier caso, es evidente que hoy vivimos en un mundo ideológico diferente.

Traducción del inglés de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en el blog del autor

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Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).


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