Por el reconocimiento legal de la eutanasia voluntaria

La mayoría de españoles apoya una regulación de la eutanasia, pero el Congreso de los Diputados solo propone reformas parciales y cosméticas.
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En La balada de Narayama, basada en el libro de Shichiro Fukazawa y dirigida por Narayama Bushiko, Orín, una anciana en perfecto estado de salud, decide que para ayudar a su familia debe dejar de ser una molestia y comienza a arrancarse los dientes. Según la tradición, cuando las personas mayores perdían los dientes eran abandonados en la cima del monte Narayama por deseo expreso del Dios de la montaña. Allí se les dejaba morir, en una práctica que recibía el nombre de ubasute. La ley obligaba a los hijos a realizar esta penosa tarea de llevar a sus padres a una muerte segura por el bien de la sociedad.

Afortunadamente, hoy nadie aceptaría una práctica como el ubasute. En estos momentos, el debate no se centra en que haya que acabar con la vida de las personas vulnerables sino en cómo morir de la manera más digna posible en situaciones de extremo dolor e incapacidad. Por eso la eutanasia voluntaria merece asociarse con la libertad de elegir cómo morir y no con la obligación de morir.

Uno de los logros más importantes de las sociedades democráticas ha sido aumentar en gran medida la libertad con la que cada persona decide vivir. Sin embargo, el debate sobre cómo morir se ha mantenido estancado en España y hay personas que siguen asociando la eutanasia con prácticas como el ubasute. A pesar de las reticencias de la derecha conservadora y de la iglesia, en países como Colombia, Bélgica, Holanda y algunos estados de Estados Unidos se ha avanzado decisivamente en el derecho a elegir cómo una persona con una enfermedad incurable quiere morir, ya sea mediante el suicidio asistido o la eutanasia. En los países en los que se ha legalizado la eutanasia, los temores que se planteaban sus adversarios han resultado en buena parte injustificados. En Holanda se sigue debatiendo sobre cómo mejorar y ampliar en la medida de lo posible su ejercicio, y la práctica de la eutanasia ha aumentado considerablemente en los últimos años.

En marzo de 2017, la formación Unidos Podemos trató de sacar adelante una propuesta de ley en el Congreso para abrir la puerta a la eutanasia. La propuesta fue rechazada con el voto en contra del PP y la abstención del PSOE y Ciudadanos. Es posible que, como afirmaba el diputado de Ciudadanos Francisco Igea, hubiera numerosas partes de la propuesta que tuvieran que ser revisadas. Sin embargo, el rechazo a la propuesta se fundamentó en que la regulación del suicidio asistido y la eutanasia no debían tener cabida en España. Sorprende que esta fuera la postura que tomaron los políticos de un país mayoritariamente favorable a la regulación de la eutanasia y el suicidio asistido para los enfermos incurables. Según una encuesta del The Economist, un 78% de los españoles están a favor de la regulación de la eutanasia y solo un 7% en contra. En otra encuesta realizada en Metroscopia en 2017, el 84% de los españoles se mostraba a favor de la eutanasia. Incluso entre los votantes del PP, el partido más reticente a cualquier regulación sobre la materia, la regulación sobre la eutanasia era apoyada por el 66% de los votantes. Sin embargo, el apoyo mayoritario de los españoles no ha hecho que se cambie la legislación actual.

Poco después de la propuesta fallida de Unidos Podemos, Ciudadanos planteó una proposición de ley que se dio a conocer en los medios de comunicación como la “Ley de Muerte Digna”. La proposición de ley de Ciudadanos fue aprobada con los únicos votos en contra del PNV y PDeCAT, y aunque contemplaba el derecho a recibir sedación paliativa se abstenía de regular la eutanasia y el suicidio asistido. Aunque Unidos Podemos apoyó la iniciativa de Ciudadanos, criticó el hecho de que no se fuera más allá y que la eutanasia y el suicidio asistido quedaran fuera del debate. Ciertamente, sorprende que un partido liberal como Ciudadanos no haya querido tratar de aumentar la autonomía de las personas a la hora de decidir cómo quieren morir, y que se contentara con una respuesta acertada pero parcial y relativamente cosmética que no entra al fondo del asunto.

El 10 de mayo de 2018, el Congreso de los Diputados aprobó, con los votos en contra del PP y de UPN y la abstención de Ciudadanos, una proposición de ley del Parlamento de Cataluña que pide reformar el código penal para despenalizar la eutanasia. Su propósito es exclusivamente exonerar penalmente a quienes asistan al suicidio de un enfermo terminal que ha decidido libremente acabar con su vida. Actualmente, el Código Penal contempla penas de prisión de entre 4 y 8 años a quien “induzca el suicidio de otro”, y penas de 2 a 5 años para quien coopere con “actos necesarios al suicidio de una persona”. La decisión del Congreso solo implica la admisión a trámite, y coincide con las propuestas del PSOE y Ciudadanos, que todavía se están debatiendo. 

En este artículo, trato de rebatir algunos de los principales argumentos contra la eutanasia, aplicables también al suicidio asistido, que se han utilizado en el debate público español. Además, propongo una regulación en España sobre la materia que permita la eutanasia y el suicidio asistido tras un proceso serio y controlado que asegure que en la inmensa mayoría de los casos se cumplen la voluntad del paciente y todos los requisitos para que una persona pueda morir con dignidad.

Más allá de los cuidados paliativos

Uno de los argumentos utilizados habitualmente contra la eutanasia y el suicidio asistido es el de que los cuidados paliativos los hacen innecesarios. Esta idea ha sido defendida en la literatura académica por autores como John Keown y Emily Jackson, que han defendido que los cuidados paliativos cubren las necesidades básicas para tener una muerte digna. En España, esta idea es la que llevó a Ciudadanos a plantear su ley de “muerte digna” para, en palabras del diputado y médico Francisco Igea, “(defender) la igualdad de todos los españoles, también para morir”. Sin duda, avanzar en unos buenos cuidados paliativos es un progreso indudable para la situación de los pacientes terminales en España. En su intervención en el Congreso, Francisco Igea dio numerosos datos sobre el ensañamiento terapéutico y sobre cómo los cuidados paliativos pueden mejorar la situación de numerosos enfermos terminales. Aunque su intervención fue acertada, confiar en que los cuidados paliativos son sustitutivos de la eutanasia o el suicidio asistido y no complementarios es un error.

Para empezar, los cuidados paliativos no son la panacea e implican en muchas ocasiones un proceso de prueba y error que puede llevar a grandes dosis de sufrimiento en numerosos pacientes. Además, resulta tremendamente complicado conseguir que lleguen a todos los pacientes en función de sus necesidades. Los cuidados paliativos pueden provocar diversos efectos secundarios como náuseas, pérdida de consciencia o incontinencia. Además, no garantizan en todos los casos un acceso fácil a la muerte. Más importante todavía desde una perspectiva liberal que tome en cuenta la autonomía humana, hay personas que tienen razones pertinentes para oponerse a ser tratados con cuidados paliativos y que preferirían morir antes que pasar por esa situación de absoluta dependencia y pérdida irreversible de consciencia que los va a llevar también irremediablemente a la muerte. Por ejemplo, hay personas que no quieren ser dependientes de una máquina y que sufren más por la perspectiva de verse a sí mismos totalmente incapaces de saber quiénes son que por el dolor físico que los cuidados paliativos pueden evitar. Además, recordemos que en ningún caso estas personas tienen ninguna posibilidad de curarse de un proceso degenerativo que desde su punto de vista solo va a proporcionarles sufrimiento y dolor. Por esto mismo, la sin duda positiva mejora de los cuidados paliativos no resuelve el fondo del asunto sobre la eutanasia. Pensar que todas las personas que piden morir lo hacen porque no reciben los cuidados paliativos adecuados es un error, y muestra un sesgo paternalista difícilmente conciliable con la mentalidad liberal.

¿Es la petición de eutanasia totalmente voluntaria?

El argumento de la voluntariedad se basa en la idea de que nunca podemos saber con absoluta certeza que la persona que pide morir esté haciendo una petición verdaderamente competente, duradera y voluntaria. Ciertamente, en algunas ocasiones puede darse el caso de que una persona haga una petición llevada por un impulso temporal y no refleje un genuino deseo de morir, como sería el caso de algunos suicidas arrepentidos. Además, algunos autores han alertado contra la posibilidad de que la enfermedad o la medicación aparejada con la enfermedad puedan nublar el juicio del paciente. Conscientes de estos problemas, la mayoría de los defensores de la eutanasia defienden que haya un largo proceso de reflexión en el que el paciente tiene que mostrar en numerosas ocasiones un prolongado deseo de morir. Por ejemplo, en Holanda la eutanasia se permite tras una petición voluntaria, lúcida, meditada y expresa ante un padecimiento insoportable sin esperanza de mejora. El médico debe tratar primero de mejorar el mal en la medida de sus posibilidades, y otro médico independiente debe aceptar el procedimiento. Varios autores han señalado que en Holanda el proceso es tan garantista que a muchas personas se les deniega el suicidio asistido y la eutanasia. Si el médico incumple los requisitos para proporcionar la eutanasia pueden caerle hasta 12 años de cárcel. De los 6.091 casos que se dieron en Holanda en 2016, solo en 10 ocasiones el médico no solicitó adecuadamente una segunda opinión.

Si una persona competente discute el asunto con los médicos y sus seres queridos durante un prolongado periodo de tiempo y decide que quiere morir, es bastante complicado afirmar que su petición no es voluntaria e informada. Respecto a una posible pérdida de la competencia debido a la enfermedad, en los casos en que se prevea que pueden ocurrir circunstancias así el paciente debería poder decidir de antemano qué quiere que le pase. Por ejemplo, si una persona competente sabe que se va a enfrentar a una enfermedad que va a acabar con su capacidad de razonar, debería poder decidir de antemano si quiere someterse a la eutanasia una vez llegue el momento. Aunque fueran pocos los casos en que alguien deseara la muerte antes que pasar por todo un proceso de sufrimiento, es inadmisible que el Estado no haga todo lo posible para que estas personas puedan ver cumplido su deseo en el que probablemente es el momento de su vida en que más necesitan ser escuchados.

Un efecto arrastre

Este es seguramente el argumento más sofisticado de todos los que defienden que establecer un derecho a la eutanasia o al suicidio asistido puede dejar en una situación vulnerable a determinadas personas. Este argumento consecuencialista fue propuesto por el filósofo de la Universidad de Nueva York David Velleman en su trabajo “Against the right to die” en 1992. Aunque Velleman no se opone a la utilización de la eutanasia en todos los casos, teme que la universalización del derecho a morir pueda cambiar nocivamente la arquitectura de la elección de determinados pacientes y aumentar así su autonomía de una manera indeseable. Su forma de argumentar es contraintuitiva, pero tiene mucha fuerza. Nuestro sentido común nos dice que aumentar las opciones a elegir a una persona racional le hace maximizar su utilidad, ya que si se le ofrece una opción indeseable siempre puede rechazarla. Sin embargo, Velleman argumenta, siguiendo los trabajos de Dworkin y Schelling, que no siempre se da este caso. Por ejemplo, recibir una invitación a ir a cenar el viernes implica que a la persona le quedan dos opciones: aceptar la invitación e ir a cenar o rechazarla y quedarse en casa. No obstante, la opción que esta invitación quita irremediablemente es la de no ir a la cena sin tener que para eso rechazar la propuesta. Velleman argumenta que, en este tipo de ocasiones, una persona puede acabar yendo a la cena, aunque preferiría no hacerlo, por el hecho de haber recibido la invitación. De esta manera, tener una opción adicional puede afectar per se al set de opciones disponibles, y en algunos casos puede incluso empeorar el abanico de opciones de la persona, incluso asumiendo que ésta elija siempre racionalmente.

Según Velleman, para algunos pacientes recibir la opción de la eutanasia supone no poder ejercer ya la opción que hubieran preferido: seguir vivo sin tener que justificar su existencia. Desde su punto de vista, el hecho de tener que rechazar la eutanasia podría afectar a las relaciones del paciente con sus seres más queridos, que quizás piensen que la persona debería solicitar la eutanasia antes que vivir con tantos dolores y sufrimientos. Como Velleman cree que vivimos en una sociedad hostil contra la vida dependiente y pasiva, defiende que muchos pacientes podrían sentir presión directa e indirecta por parte de sus seres queridos o de los médicos. Según Velleman, muchos pacientes podrían asumir que decidir seguir vivos en condiciones tan terribles implica la pérdida de su condición de ser racional desde el punto de vista de los demás. En condiciones de enfermedad incurable, Velleman argumenta que para un paciente con una enfermedad incurable ser considerado como alguien racional por los demás puede ser el motivo mismo que hace que su vida merezca la pena. Una vez la opción de la eutanasia está sobre la mesa, de la misma manera que puede ser preferible asistir a la cena solo por no rechazar la invitación, algunos pacientes pueden elegir la eutanasia como mal menor entre un nuevo abanico de opciones disponibles en el que seguir vivo implica la pérdida de su condición de ser racional.

El argumento de Velleman explica bien por qué la regulación de la eutanasia puede traer costes y algunos perdedores. Además, se relaciona bien con el miedo a que la eutanasia acabe siendo una opción solo para las personas más vulnerables de una sociedad, que podrían sentir una mayor presión para morir. Sin embargo, el mismo Velleman en su artículo se muestra favorable a la eutanasia en determinados casos en los que la persona se podría beneficiar de la misma. Según su punto de vista, lo ideal sería tener una regulación que permitiera la eutanasia pero que fuera ofrecida al paciente por el médico según su propia valoración de la situación del paciente. En todo caso, el argumento de Velleman tiene ciertas asunciones problemáticas como el hecho de que vivamos en una sociedad hostil a la vida dependiente y que algunos pacientes puedan asumir que perderán su categoría de seres racionales si no ejercitan la opción de la eutanasia. Los datos que tenemos disponibles de Holanda y los estados de Estados Unidos donde la eutanasia ha sido legalizada dan una imagen muy diferente. En ambos casos, solo un pequeño porcentaje de los pacientes elige la opción del suicidio asistido o la eutanasia para morir. Además, según numerosos estudios como el realizado por Margaret Battin y otros investigadores en 2007, las personas que elegían la opción de la eutanasia tras la reforma holandesa estaban repartidos por todos los grupos sociodemográficos, y no había un número desproporcionado de personas en situación vulnerable.

Por el reconocimiento explícito del derecho a la eutanasia voluntaria

Los opositores a la eutanasia parecen asumir que no reconocer explícitamente este derecho no tiene grandes costes. Sin embargo, hay numerosos casos potenciales que difícilmente pueden ser tomados como asumibles en una sociedad democrática. Por ejemplo, personas que tienen que cambiar de país para poder morir como quieren, personas sufriendo dolores intolerables que los cuidados paliativos no resuelven o suicidios solitarios e incomprendidos para evitar someterse a un proceso que quiere evitarse. Hay multitud de historias trágicas que podrían haberse aliviado con una legislación que se adaptara mejor a las circunstancias del paciente. Si la práctica del ubasute con la que comenzábamos el artículo nos parece una aberración inconcebible, debemos plantearnos lo que implica mantener a una persona viva en contra de su voluntad cuando ya no tiene ninguna esperanza de sanar. Recordemos lo dicho: los cuidados paliativos no ofrecen una solución a todos estos casos, en los países en los que se ha legalizado siguen siendo una minoría los practicantes y se puede hacer un procedimiento que minimice todos los posibles costes asociados a la despenalización de la eutanasia. En 1997, un grupo de filósofos morales encabezados por Dworkin y Rawls plantearon célebremente en The New York Review of Books que el derecho de una persona a elegir cómo morir en situaciones de grave enfermedad está relacionado con la autonomía de la persona y con la posibilidad de elegir las cosas más íntimas y personales de una vida. Más de veinte años después, el debate no ha sido solventado y los avances no han sido suficientes. Mientras tanto, hay casos que merecen una respuesta urgente por parte de nuestra sociedad. De la manera en que se plantea el debate desde el Partido Popular, parece que la despenalización de la eutanasia es una forma de tratar de dejar morir a las personas vulnerables para que dejen de estorbar. Se trata, sin embargo, de lo contrario: darles a los enfermos terminales la oportunidad de elegir cómo quieren morir es respetar su autonomía, su libertad y su dignidad como seres humanos.

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Javier Padilla (Málaga, 1992) es autor de "A finales de enero. La historia de amor más trágica de la Transición" (Tusquets, 2019), que obtuvo el XXXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.


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