Entre la cantidad de personajes literarios en América Latina con los que nos retratamos, o escondemos como si fuesen máscaras, hay dos destacables que provienen de un relato infantil centroamericano y que narran las vivencias deTío Coyote y el Tío Conejo. La maldad no radica en el Coyote, como se podría creer, sino en el tierno pero sagaz conejo capaz de urdir tretas inimaginables y maquiavélicas estrategias con total impunidad.
En nuestra región, la impunidad que cobija al conejo de las historias infantiles es de lo más recurrente. Baste como ejemplo el 22 de agosto de 2015 cuando el Secretario de Función Pública mexicana, Virgilio Andrade, cerró una investigación por corrupción al presidente Enrique Peña Nieto, aduciendo que no había ningún conflicto de interés con empresarios privados en el escándalo de propiedades que involucró a su esposa y a su Secretario de Hacienda.
Por eso, resulta sorprendente que el presidente de Guatemala, el general retirado Otto Pérez Molina, de 64 años, que subió al poder el 14 de enero de 2012 y debía entregar la banda presidencial en enero de 2016, no haya logrado terminar su mandato debido a la presión popular desatada tras las denuncias de corrupción en su contra.
Pérez Molina fue acusado de dirigir una red de corrupción en Aduanas, que se apropió de 3.8 millones de dólares entre el ocho de mayo de 2014 y el dieciséis de abril de 2015. Le decían “La Línea”, porque los defraudadores tenían comunicación directa—vía telefónica— con el “1” o la “2”, que eran nada más y nada menos que el propio general retirado y su vicepresidenta, Roxana Baldetti. Ellos, según la acusación presentada en los tribunales, cobraban por el servicio.
Baldetti también es procesada por actos de corrupción tras la investigación del Ministerio Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), órgano de Naciones Unidas que ha contribuido mucho en este país que tiene grandes problemas institucionales y está agobiado por la violencia.
Hay una lección común para los mandatarios del mundo que fabrican componendas, distribuyen mal la riqueza y se favorecen y benefician a los suyos. La indignación de la población guatemalteca manda un mensaje a la clase política centroamericana que siempre ha tenido problemas en materias de corrupción y también a los ciudadanos conformistas que no mueven un dedo por cambiar la realidad.
El hecho mismo de que Jimmy Morales, un hombre sin experiencia política, se haya colocado como triunfador de la primera vuelta electoral[1] destaca el voto de castigo –y lo harta que está la gente de que solo se le tome en cuenta de manera cíclica cuando toca buscarles para el voto–y el efecto inmediato de repudio que causa entre la población el funcionario que se aprovecha del erario.
Miles de personas salieron a protestar en Guatemala, y los centroamericanos sentimos orgullo y envidia de que el protagonismo volviese adonde en teoría radica el poder: en el pueblo. En agosto pasado fui a Panamá para ser jurado del premio nacional de periodismo Fernando Eleta Casanovas. En este país, lleno de prosperidad, había un nombre que se repetía en todas las anécdotas sobre corrupción reciente: Ricardo Martinelli, presidente de Panamá entre 2009 y 2014. Según el actual mandatario panameño, Juan Carlos Varela, el daño patrimonial producto de la corrupción en la gestión de su antecesor costó al país unos 100 millones de dólares. En una entrevista con el diario La Prensa en mayo pasado, el gobernante explicó que entre los casos figuran historias importantes de enriquecimiento injustificado de ex funcionarios y de lesión patrimonial. Hasta ese momento, la mayoría de escándalos se encontraban vinculados a un Programa de Ayuda de Emergencia (PAN) y a la compra de alimentos deshidratados para escuelas públicas.
Honduras por su parte, reclama en las calles la corrupción contra el seguro social, la caja que atiende necesidades vitales de la población, pero que sigue siendo un delicioso banquete para políticos sin principios. En Salvador, los escándalos de los ex mandatarios no dejan de sorprender: sea por el aumento de su patrimonio o por la administración sin transparencia de donaciones.
En Nicaragua, el comandante sandinista Daniel Ortega (presidente desde 2007) controla todos los poderes del Estado, incluyendo los tribunales de justicia. Es imposible imaginarse a la Contraloría General de la República o la Procuraduría cuestionándolo como sí pasó con Pérez Molina. Aquí también se juzgó a un ex mandatario, Arnoldo Alemán (1996-2001), por desfalco al Estado, pero se hizo bajo las reglas de la justicia de Ortega que le sacó el mayor provecho político posible.
Guatemala es un país de 16 millones de habitantes, un porcentaje mayoritario de indígenas, multicultural. Campo y ciudad se unieron en torno a la crítica al poder y el suyo es un triunfo homogéneo.
En 2014, cuando José Ugaz presidente de Transparencia Internacional, presentó el informe –que abarca a 175 países– más reciente de esta organización, puso de manifiesto que “cuando líderes y altos funcionarios abusan de su poder para usar fondos públicos en beneficio propio, el crecimiento económico se ve minado y los esfuerzos por frenar la corrupción quedan frustrados”.
En América Latina los políticos cuestionados rehúyen las críticas. Juran que son inocentes. Ahí viene entonces el cuento del conejo perverso de los cuentos infantiles. Cierta vez, Tío Coyote y Tío Conejo se encontraron en el camino, que puede ser en cualquier sitio de Centroamérica. Tenían hambre y sed. Después de beber agua, el conejo le mostró la luna que se reflejaba en el agua cristalina y lo invitó a comer queso. Ah, pero para lograrlo, debían secar la poza y tragarse toda el agua. Lo convenció. Acaso, con salvadas excepciones los políticos prometen el queso. Nunca cumplen y lo que queda al ciudadano es romper las cadenas del desencanto o relajarse en la pasividad.
[1] El Tribunal Supremo de Elecciones de Guatemala fijó en abril pasado el seis de septiembre como la fecha para los comicios presidenciales y de autoridades del Parlamento Centroamericano y para la segunda vuelta el 25 de octubre.
(Managua, 1980) editor y reportero, se define como "enamorado de las investigaciones periodísticas y fiel devoto de la crónica en América Latina". Su trabajo ha sido reconocido con el Premio Ortega y Gasset y el Premio Rey de España.