Foto: José Luis Torales/Alto Press via ZUMA Press

Simulación electoral en México

Los actores políticos esquivan sin consecuencias la legislación electoral, pero fingen respetarla. Para abordar este problema debe partirse de un sentido de realidad.
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La legislación electoral en México ha quedado desfasada, resultando en escenarios insólitos. Decimos esto en vista de las situaciones observadas en la pasada campaña electoral: un presidente con más de 300 denuncias por violar la ley electoral; una candidata oficialista que recorría los 32 estados los fines de semana, organizando “asambleas informativas” (que no mítines) para promover su gobierno en la capital; y una candidata opositora a quien se le prohibía hablar de sus propuestas en público antes del arranque formal de la campaña, pero se le permitía criticar al presidente. Estamos, pues, frente a una legislación que todos esquivan sin consecuencias pero todos simulan respetar.

Este problema tiene dos orígenes. Primero, el legado del autoritarismo priista, que impedía a los actores políticos en funciones (gobernadores, secretarios de estado, etc.) buscar abiertamente una candidatura: el famoso “tapadismo” que el sempiterno líder sindical del PRI, don Fidel Velázquez, resumía en la frase: “el que se mueve no sale en la foto”. Segundo, el cortoplacismo de las reformas electorales realizadas desde 2006, impulsadas más por obtener ventajas circunstanciales que para fortalecer la democracia. Analicemos algunas consecuencias de ello.

Durante la campaña recién concluida, el gobernador de Nuevo León, Samuel García, intentó postularse como candidato presidencial por su partido, Movimiento Ciudadano. Para ello, tuvo que solicitar al congreso estatal una licencia de seis meses, como lo exige un marco legal que parece estar más interesado en mantener las apariencias que en evitar efectivamente la malversación de fondos.

De manera ilegal, García intentó nombrar a un gobernador interino, cuando la ley establece que esa facultad corresponde al congreso local. Tras unos días de conflicto y confusión, el Poder Judicial de la Federación dejó sin efecto la licencia de García hasta que el congreso nombrara a un gobernador interino. Enfrentado con la opción de aceptar la designación de un representante opositor o renunciar a sus ambiciones presidenciales, y con menos de un día para decidir, García optó por quedarse en su puesto: tenía mucho que perder con un gobernador interino de oposición fiscalizando sus cuentas.

La decisión de García fue puro cálculo político. De haber tenido una mayoría en el congreso local, podría haber cumplido con la ley y dejado a un subordinado para cuidarle las espaldas y proveerle de recursos para su campaña. Lo hemos visto varias veces en la Ciudad de México: Cuauhtémoc Cárdenas dejó a Rosario Robles para darle carretadas de dinero al hoy extinto PRD en las campañas del año 2000; AMLO dejó a Alejandro Encinas para cuidarle el negocio y proveerle de recursos al “movimiento” y su plantón en Avenida Reforma; Sheinbaum, a regañadientes, dejó la jefatura de gobierno y puso a Martí Batres como interino de pacotilla. ¿Habrían hecho lo mismo estos insignes ex perredistas si la oposición en la capital hubiera tenido la capacidad de imponer un jefe de gobierno interino?

La política mexicana a menudo prioriza la forma sobre el fondo, y la simulación sobre la sustancia. Dejar que Cárdenas, por ejemplo, compitiera en su papel de jefe de gobierno no solo habría sido más auténtico, sino que también habría fortalecido la credibilidad del proceso democrático.Dejar un puesto para buscar una candidatura es una decisión puramente política, con riesgos y beneficios, y deben ser los políticos quienes las tomen. Para algunos, será un salto al vacío; para otros, un riesgo calculado.

En este tema, es interesante observar el caso de Estados Unidos, donde los gobernadores y otros oficiales electos pueden buscar la presidencia sin renunciar a su cargo, aunque con límites en el uso de fondos oficiales. Cada cámara (Senado y Cámara de Representantes) tiene sus propias reglas y estándares de conducta que gobiernan las actividades políticas de sus miembros. En el caso de senadores y congresistas federales, la ley federal prohíbe el uso de fondos oficiales para campañas u otros propósitos políticos.

En cuanto a los gobernadores, cada estado tiene sus propias leyes y regulaciones, ya que la organización de elecciones es una responsabilidad estatal. Un ejemplo reciente es el caso del gobernador Ron DeSantis en Florida. DeSantis participó en la precampaña del partido republicano y mantuvo su puesto como gobernador. Sin embargo, según la interpretación del Departamento de Estado de Florida (la entidad que organiza las elecciones en el estado), DeSantis pudo haber violado la ley estatal al usar vehículos estatales para su campaña presidencial. Como se ve, en todas partes se cuecen habas.

Todo esto sugiere que, si realmente queremos evitar que los políticos utilicen recursos públicos para sus campañas, las leyes deberían enfocarse en el uso de los fondos (el fondo del asunto, valga la redundancia) y no en la prohibición de candidaturas (la forma). Actualmente, dichos controles fiscales y financieros brillan por su ausencia. En su lugar, observamos ejercicios de simulación, encargados de despacho que son meros achichincles, sobres amarillos y carruseles de cash. Sin una autoridad electoral capaz de fiscalizar el uso de recursos públicos, el ciclo de simulación y abuso continuará indefinidamente.

El segundo factor que evidencia lo obsoleto de la legislación electoral mexicana es la estrechez de miras de algunas regulaciones introducidas por los actores políticos para combatir a sus adversarios. En particular, la reforma de 2007, aprobada para aplacar a AMLO después de su derrota el año anterior, incluía dos elementos que podríamos catalogar como antipolíticos. Por un lado, prohibía al presidente “intervenir” en las campañas electorales, lo cual resulta absurdo. La idea de que un presidente no manifieste su apoyo a su partido en los comicios es poco realista; prohibirlo solo crea otra obligación para el INE, de monitorear lo que no puede ni debe controlar. Por otro lado, la reforma del 2007 restringía las llamadas “campañas negras”, comúnmente conocidas como “guerra sucia”, según el equipo de AMLO. Estas regulaciones no solo atentan contra la libertad de expresión, sino que son prácticamente imposibles de implementar en un mundo digital.

Ambos elementos fueron señalados desde la izquierda como los principales responsables de la derrota de AMLO en 2006, ignorando los propios errores de su campaña y los aciertos del ganador, Felipe Calderón. AMLO dice que “el pueblo no se equivoca”, sugiriendo así que solo puede ser engañado o comprado. Basándose en estas premisas, se aprobó una ley que impide nada más ni nada menos al jefe del Estado mexicano hablar de política en campañas, y además limita que los candidatos se cuestionen fuertemente entre ellos. Un sinsentido democrático. Todo ello bajo la peregrina idea de mantener la equidad de la contienda electoral y elevar el debate público en México.

Han pasado 17 años desde aquella reforma electoral y lo que presenciamos en estas campañas son situaciones francamente bizarras: candidatas disfrazadas de turistas, eventos “informativos” que no son más que mítines camuflados, un presidente que ignora la legislación vigente (obsoleta o no), y una autoridad electoral superada por las nuevas tecnologías, operando con métodos del siglo pasado, enfrentándose a tareas prácticamente imposibles debido a la legislación actual. Esto resulta en una gran simulación, donde el INE finge monitorear y los partidos fingen cumplir.

Efectivamente, durante las precampañas y campañas electorales el INE monitorea las transmisiones de radio y televisión durante 18 horas diarias. Aunque es crucial que las campañas cumplan con la ley y es innegable la relevancia que aún conservan los medios tradicionales, vivimos en un mundo dominado por las redes sociales, donde la divulgación es instantánea e incontrolable. El monitoreo de las redes representa un desafío significativo y crea lagunas que pueden ser explotadas para difundir mensajes inapropiados o incluso ilegales.

Por otro lado, el calendario electoral contiene intervalos o interrupciones diseñadas para acortar el período de campaña. Durante la llamada “intercampaña”, se prohíben mítines, debates y otros actos de promoción política. En 2024, este período abarcó unas 6 semanas, del 19 de enero al 29 de febrero. Sin embargo, esto no significó que los candidatos desaparecieran ni que los votantes olvidaran la campaña. Tanto Xóchitl Gálvez como Claudia Sheinbaum realizaron viajes al extranjero y sostuvieron reuniones, incluida una con el papa Francisco, con amplia cobertura en los medios mexicanos. ¿Cabe duda de que estos viajes fueron actos de campaña?

En sistemas parlamentarios como el de Canadá, cuando el primer ministro solicita la disolución del parlamento se celebran elecciones en cuestión de semanas. En sistemas presidenciales como el de México o Estados Unidos, las fechas electorales están establecidas por ley. En este contexto, la realidad es que las campañas prácticamente comienzan en cuanto se confirma al ganador de la elección recién celebrada. Por lo tanto, las interrupciones en el calendario electoral pueden crear más oportunidades para violaciones de la ley o estrategias para eludir las regulaciones sin una reducción real en los períodos electorales. En resumen, cuantas más leyes establecemos, más oportunidades se crean para violarlas.

El meollo del asunto radica en la profunda desconfianza y el trato paternalista hacia el electorado por parte de políticos, medios y analistas en general. Con frecuencia se conceptualiza al votante mexicano como ignorante y crédulo. AMLO no es ajeno a esto: ha justificado sus derrotas culpando al fraude basado en el engaño, la manipulación y la compra de votos. Hoy día, muchos en el entorno de Xóchitl Gálvez justifican su derrota frente a Claudia Sheinbaum con la misma idea, alegando que AMLO manipuló y compró las conciencias de millones de mexicanos.

Para los políticos, estas justificaciones pueden tener sentido. Para ellos, la única ética viable parece ser la hipocresía, lo que les permite recurrir a teorías conspirativas para explicar sus fracasos. Lo que resulta más difícil de entender es por qué la comentocracia, tanto de derecha como de izquierda, sigue los mismos pasos cuando su candidato preferido pierde. Explicar el voto hacia el adversario como respuesta a estímulos simples como unos cuantos pesos o una supuesta pulsión autoritaria en los corazones de los mexicanos es simplificar en exceso.

Ignoran lo obvio: los votantes son actores sofisticados, influenciados por múltiples variables. Más aún, ignoran (o deciden ignorar) que los estímulos de las campañas políticas no son unidireccionales. Por ejemplo, el mismo cheque “del bienestar” puede generar “malestar” entre quienes lo consideran insuficiente o un burdo intento de ganar simpatías, o simplemente no tener relevancia frente a problemas más apremiantes como la violencia criminal. El apoyo del presidente a un candidato puede jugar a favor o en contra. José Antonio Meade, por ejemplo, se distanció justificadamente de Enrique Peña Nieto debido a la impopularidad de este último. Las cosas no son tan evidentes en política. Y lo mismo se puede decir de las campañas negras: son armas de doble filo.

Todas estas decisiones son de índole política y deben ser tomadas por los políticos de cara a una ciudadanía que debe ser tratada como mayor de edad. Esta ciudadanía ha demostrado tener una gran sensibilidad y ser mucho menos crédula de lo que muchos imaginan. No es deseable ni viable tener al INE como una niñera que tape los oídos y los ojos de una ciudadanía considerada infantil por partidos y analistas. Las soluciones para elevar el debate político y asegurar la equidad de las contiendas electorales en México no pasan por crear más leyes que muchas veces terminan en letra muerta. En ese sentido, se requiere partir de un sentido de realidad.

Primero, debemos reconocer que el quehacer político es estridente por naturaleza. Que nadie se asuste porque un señor le diga a otro que es un “peligro para México”. Eso no es “guerra sucia”, es mera retórica; el presidente saliente debería saber esto mejor que nadie. Segundo, el partido en el poder tiene una ventaja natural: tiene el presupuesto y los reflectores. Ante eso, no hay nada que hacer. El gran reto de la oposición es precisamente crear una oferta que supere la actual y desplace a los poderosos. Difícil de lograr, sin duda, pero posible. Lo vimos en México en el año 2000 con Vicente Fox, en 2012 con Peña Nieto, y en 2018 con AMLO. Y lo estamos viendo en muchas otras partes del mundo: Javier Milei en Argentina, después de dos décadas de kirchnerismo, y más recientemente en el Reino Unido con Keir Starmer, después de 14 años de dominio conservador.

Tercero, lo que sí debemos y podemos hacer es fortalecer al INE, especialmente en su capacidad de fiscalizar los recursos públicos que se manejan en las campañas. Por ejemplo, creando una cooperación efectiva con las autoridades financieras y judiciales del país, para que los mexicanos podamos saber cómo se financian nuestros políticos. El problema es que aquí enfrentamos un dilema sin solución: los partidos no tienen un incentivo para fortalecer al árbitro electoral. Muy por el contrario, disfrutan de poder actuar en la opacidad que ellos mismos se han otorgado. Y así, en lugar de verdadera transparencia, nos ofrecen simulacros de honestidad. Candil de la calle, oscuridad de la casa. ~

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es especialista en la relación bilateral México - Estados Unidos y asesor de empresas multilaterales. Senior associate, Americas Program, CSIS. Escribe y habla sobre temas diversos como política de salud y comercio internacional.

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es profesor de la Universidad de Toronto, investigador de RIWI Research y senior editor de Global Brief.


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