Dije en este mismo espacio que una de las cosas que hemos extraviado desde los días aciagos de 2006 ha sido la libertad. Lo sigo pensando y me sigue pareciendo lamentable. Pero hay algo más que se nos ha olvidado con consecuencias igualmente dramáticas. Hundidos en la severidad de los agravios infinitos, hemos perdido la capacidad de reír. Y no me refiero necesariamente a la realidad mexicana en general, aunque el humor es un recurso casi universal incluso frente a las circunstancias más trágicas. Pienso, en cambio, en lo solemne que se ha vuelto nuestra vida política y, peor todavía, nuestra aparente incapacidad para mofarnos de las incontables ridiculeces que, como perlas cómicas, nos regalan día a día sus protagonistas.
Los medios de comunicación en México se han quedado sin espacios para hacer eso que, en otros tiempos, era una especialidad nuestra: la parodia política. Hay, por supuesto, algunas excepciones. Ahí está el trabajo de Jairo Calixto Albarrán en Milenio, una mezcla inteligente de información, crítica y agudo sentido del humor. Imposible dejar de lado a mis amigos de El Weso, pioneros de un estilo peculiar y exitoso de humor radiofónico. Tuve el gusto de trabajar junto con Enrique Hernández Alcázar y su equipo de periodistas-humoristas y puedo asegurar sin temor a equivocarme que su compromiso con ambas vertientes de su labor es absoluto. Pero incluso El Weso terminó, creo, por endurecerse un poco. No es culpa de sus protagonistas. Ocurre que el ambiente en México se ha vuelto poco propicio para la comedia realmente gozosa. De pronto parecería que todos tenemos la obligación de sumarnos a la gravedad soporífera de los políticos.
Es una pena. Y no solo por el placer que implica la comedia bien hecha. La falta de sentido del humor resta frescura a la vida pública. Desde siempre, la comedia ha servido para exhibir a los poderosos como ninguna otra herramienta puede hacerlo, ni siquiera el periodismo en su más aguda expresión. Ejemplos sobran y están incluso en el mundo clásico. Pero no es necesario regresar hasta los griegos para encontrarlos. Nadie puso en su lugar a Hitler como Chaplin. El México del PRI encontró algunas de sus pocas salidas auténticamente críticas en el trabajo de grandes comediantes mexicanos, herederos de las carpas. En Rusia e Irán, la comedia, a veces distribuida por internet, es una válvula de escape —y denuncia— fundamental. Así lo era también en el Egipto de Mubarak. En países democráticos, la comedia es igualmente indispensable para exhibir excesos y abusos. En Chile, el trabajo del extraordinario imitador Stefan Kramer sumó frescura a la elección pasada. Pienso también en lo que ha logrado el grandísimo comediante Stephen Colbert al exponer el torpe y peligroso marco legal electoral estadunidense a través de una crítica despiadada e hilarante. Con la herramienta única del humor, Colbert consiguió lo que ni abogados ni intelectuales habían logrado: exhibir la decisión de la Suprema Corte de Estados Unidos de permitir la participación caótica de dinero privado en las elecciones como lo que en realidad es: la privatización salvaje de la democracia. El trabajo de Colbert fue contundente porque partió desde la comedia. Fue serio precisamente porque no fue “serio”.
¿Dónde está el equivalente a Colbert en México? ¿Dónde los cómicos que, con su arte, exhiben políticos, como en su tiempo lo hacía Palillo y tantos otros de su clase y altura? No se les ve por ningún lado. Es una desgracia. ¿Se imagina el lector lo que un gran programa de comedia podría hacer con el Legislativo holgazán, por ejemplo? ¿Con la pomposidad impostada del PRI? ¿El inquebrantable afán amoroso de López Obrador? ¿La sensiblería de Vázquez Mota? Sería no solo agradable: sería sano. Nuestra clase política merece ser parodiada. Incluso necesita de la sátira. Quizá así ser daría cuenta de lo ridículo que resulta su infinito narcisismo, sus formas gastadas. Alguien necesita ponerles enfrente el espejo del humor.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.