Cómo debatir con racistas

Negarse a acoger refugiados por miedo al terrorismo es un argumento débil: uno no puede dejar de hacer lo que es justo porque pueda aumentar un riesgo en todo caso inevitable.
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En su discurso presidencial ante el Congreso en el mes de febrero, Donald Trump mencionó dos inmigrantes ilegales. Los dos tenían la característica de ser presuntamente unos asesinos. Como muestra de empatía, invitó a varios familiares de personas que habían sido asesinadas por inmigrantes indocumentados. Anunció asimismo la creación de una oficina para los estadounidenses que sean víctimas de inmigrantes, que se llamará VOICE. De esta manera, su administración “estaba dando voz a aquellos que han sido ignorados por los medios de comunicación”.

Por supuesto, la empatía de Donald Trump es selectiva: no se espera una recepción de refugiados en la Casa Blanca equiparable a la de Justin Trudeau. El veto a los inmigrantes de determinados países musulmanes se hizo supuestamente por el riesgo de que hubiera terroristas y violadores entre ellos. Como anunció en su discurso del 31 de agosto de 2016 sobre inmigración, para Donald Trump “solo hay un problema central en el debate migratorio y ese problema es el bienestar de los estadounidenses”.

Trump sitúa el debate sobre la inmigración en una falsa disyuntiva. Es la misma a la que parece hacer referencia Cristian Campos en un artículo en El Español sobre la inmigración musulmana: “El debate entre aquellos que están dispuestos a correr ese riesgo en nombre de la bondad universal y aquellos que no están dispuestos en nombre de su derecho a la vida. O más concretamente, de su derecho a no incrementar innecesariamente los riesgos para su vida”. Para Donald Trump, “incontables estadounidenses que han muerto en años recientes estarían vivos hoy de no ser por las políticas de fronteras abiertas de este gobierno y el gobierno que causa este horrible, horrible proceso de pensamiento, llamado Hillary Clinton”. Por su parte, Cristian Campos prefiere citar la “fría ciencia estadística” para que asome un turbador dato que aparentemente no nos dicen los medios de comunicación: “existe una relación directa entre el número de musulmanes presentes en un país y el riesgo de morir en un atentado terrorista”. 

Si hubiera un verdadero trade off entre aceptar un número más elevado de refugiados y un grave riesgo para nuestras sociedades el debate estaría justificado. La interesante investigación del profesor de Oxford Noah Carl a la que hace referencia Cristian Campos muestra que hay una correlación entre el porcentaje de musulmanes en un país y el número de ataques terroristas. De este modo, quizás podría argumentarse que aumentar indiscriminadamente el número de inmigrantes musulmanes, de manera que los porcentajes demográficos se vieran aumentados, podría suponer un riesgo para nuestra sociedad. Sin ir más lejos, se parecería bastante a los intercambios que han mantenido pensadores como Ronald Dworkin o el profesor de Harvard Michael Sandel con otros intelectuales. A partir de la polémica Ley Patriota, Dworkin argumentó en The New York Review of Books que los valores americanos de justicia y decencia impedían que no se aceptaran ciertos riesgos a la hora de protegernos: realizar un juicio justo no es una opción según nos interese. Además, ponía en duda la eficacia de la Ley Patriota, y asociaba, con cierta razón, esta ley con los regímenes totalitarios. En contraposición, podía considerarse que el riesgo para la vida de los ciudadanos estadounidenses por el terrorismo podría justificar unas medidas excepcionales.

Actualizando y reformulando la célebre cita del Fiscal General de los Estados Unidos Robert H. Jackson, los conservadores podrían decir que la Constitución y el sentido de la decencia no pueden convertirse en un pacto suicida. Como ha escrito la pensadora conservadora Allison Lee Pillinger Choi, en su libro Bleeding heart conservative: Why it is good to be right, frente al argumento liberal de que “el fin no justifica los medios” podría oponerse que “mantener un alto estándar moral puede permitir que nuestro gobierno vea a nuestro enemigo con la conciencia tranquila, pero eso puede ocurrir a costa de no poder ocuparse de los ciudadanos a los que no ha protegido correctamente”. Independientemente de que una postura pueda ser más consistente que la otra, tanto Ronald Dworkin como Allison Lee Pillinger Choi mantienen posiciones coherentes y sustentadas en la realidad: frenar el terrorismo puede suponer pérdidas en nuestra libertad. Si el número de refugiados que la Comisión Europea pidió aceptar a España supusiera realmente un riesgo claro de atentado, las voces alentando de los peligros de la “bondad universal” podrían estar justificadas.

Sin embargo, las cifras de refugiados y otros inmigrantes musulmanes que España ha evitado recibir no habrían alterado prácticamente el porcentaje de musulmanes en la población. El debate así planteado es irreal a día de hoy porque parte de una premisa falsa: no es la  “bondad universal” sino la “fría estadística” la que nos dice que hay que acoger inmigrantes, entre ellos musulmanes. La disyuntiva a la que se han enfrentado España y Estados Unidos no era entre aceptar a todos los refugiados o a ninguno. Se trataba de dar una respuesta responsable acorde a una situación terrible. Y que a medio plazo reportaría beneficios económicos a los dos países.

La inmensa mayoría de académicos está básicamente de acuerdo sobre los efectos generales de la inmigración: es positiva tanto para los que emigran como para los países de origen y de destino. Los inmigrantes son de media más jóvenes, emprendedores y activos que la población que los acoge. Aunque por sí solos no van a solucionar un problema demográfico como el español, contribuyen al pago de las pensiones y al sostenimiento del Estado de bienestar. Por otra parte, el riesgo de sufrir un atentado terrorista es consustancial al mundo en que vivimos. La misma investigación de Noah Carl señala una correlación positiva entre la intervención militar de un país en Oriente Medio y las muertes por atentados terroristas. Sin embargo, este argumento no es lo suficientemente bueno como para oponerse a una intervención militar que fuera claramente legítima. Uno no se plantea automáticamente dejar de hacer lo que es justo y económicamente beneficioso porque pueda aumentar un riesgo en todo caso inevitable.

Por supuesto, no hay que dejar de señalar algunos de los problemas que puede ocasionar la inmigración musulmana o la acogida de refugiados. Idealizar a los inmigrantes es absurdo y contraproducente, y en ocasiones puede ser una muestra de racismo. Numerosos estudios han encontrado evidencia de que la llegada de inmigrantes puede provocar desigualdad y un aumento del desempleo en los trabajadores no cualificados autónomos. Otros, como el de los investigadores Gianmarco Ottaviano y Giovanni Peri, han encontrado que los inmigrantes compiten principalmente con otros inmigrantes, incluso si se tomaban en cuenta la edad y la educación de los sujetos. En todo caso, los posibles efectos negativos culturales y religiosos tampoco deberían ser automáticamente excluidos del debate. Arcadi Espada escribió recientemente en El Mundo que “la inmigración, genéricamente considerada, solo ha traído beneficios salvo en un asunto concreto, que es precisamente el religioso”.

Algunas formas de entender el islam pueden ser un problema en los países receptores de inmigrantes, y suponen una contradicción con determinados ideales democráticos. Los debates sobre el velo y el papel del islam en occidente están justificados, pero en muchas ocasiones se ha tomado al colectivo musulmán como a un todo homogéneo monolítico. Los que reniegan precisamente de las políticas identitarias deberían hacer un esfuerzo mayor por comprender la complejidad y diversidad del islam antes de opinar. Pretender que no puedan entrar 1.500 millones de personas en nuestro país por el mero hecho de ser musulmanes es perjudicial y ridículo. 

El debate correcto es acerca del número de refugiados que podemos y debemos acoger, y de cómo se pueden evitar los posibles inconvenientes y peligros. Resulta inmoral alertar sobre un problema que no existe cuando hay vidas en juego, evitando así debatir sobre la política que realmente se ha llevado a cabo. España acogió 898 refugiados en 2016, bastante menos del 10% de los que le correspondía según la Comisión Europea. Curiosamente, en otros temas, como el de los estibadores o el cumplimiento con el déficit, el gobierno se ha escudado en las instituciones europeas para tratar de sacar adelante medidas impopulares. Resulta extraño que con los refugiados haya actuado de esta forma, a pesar de que es cierto que el elevado desempleo podía ser un impedimento para políticas muy ambiciosas.

En España no hay ningún grupo político mayoritario que haya hecho declaraciones públicas contra los refugiados equiparables a las de otros países europeos. Tampoco, con la posible excepción de un sector del Partido Popular Catalán y del marginal Vox, hay un partido particularmente centrado en la peligrosidad del islam y la inmigración. Pero sí ha habido manifestaciones para que se aumentara la implicación española en la política de refugiados. Y aunque pudiera alegarse que son movimientos de cara a la galería, numerosos ayuntamientos españoles han expresado su apoyo a unas políticas más solidarias con los refugiados.

En todo caso, es muy probable que el Partido Popular no haya actuado de otra manera en vista de lo que piensa una parte de sus potenciales votantes. En una reciente encuesta de Chatham House, un 40% por ciento de los españoles declaraba que no quería más inmigración procedente de países musulmanes. Como mostró en un gráfico The Economist, un 60% de los españoles, el porcentaje mayor entre los europeos, declaraba que el islam es incompatible con Occidente. Sus opiniones se basaban en datos falsos: los españoles declaraban que había un 16% de población musulmana en el país. En realidad era un 2%.

Hay muchos problemas a la hora de convencer a alguien de que está equivocado invocando los datos. Quizás podría ser útil remontarse a las veces en que los españoles hemos sido refugiados, como tras la Guerra Civil. Hay que contar cómo se les acogió penosamente en Francia y otros países, y cómo determinada prensa francesa los trató como apestados. También podría explorarse una propaganda que creara vínculos emocionales, de una manera parecida a la que reclama Martha Nussbaum. Pero estas exploraciones no están exentas de peligros, y pueden derivar en complicaciones adicionales.

Dar voz, como pretende Donald Trump, a esos aparentemente “ignorados de los medios de comunicación” no es más que un argumento populista. De lo que se trata es de hacer lo contrario, y hay que ser muy conscientes de las terribles consecuencias que puede tener utilizar las brechas nacionalistas, raciales o identitarias. Además, es más vulnerable el inmigrante fotografiado que atraviesa el Mediterráneo que el ignorado parado español que lo observa por el televisor. En estos temas es mucho mejor pasarse de políticamente correcto que de bravucón.

Hay que atajar en la medida de lo posible los discursos que inciten a las nefastas políticas identitarias, incluso cuando se revistan superficialmente de argumentos aparentemente científicos. En este tema quizá debemos seguir la misma línea que recomendaba el bloguero Tsevan Rabtan con los homeópatas y otros charlatanes con ínfulas de médico. Cuando alguien, en cualquier foro público, reitere argumentos falaces con un lenguaje agresivo sobre la inmigración, los refugiados o el islam, habrá que dejar de tratar de convencerle con datos y argumentos e ignorarle deliberadamente. Si se coincide con ellos en cualquier proceso de toma de decisión, habrá que marginarlos. Y si pretenden debatir de igual a igual, solo pueden recibir una respuesta: no nos importa tu opinión racista.

En determinados temas, es mejor no debatir con alguien que no respete unas ciertas reglas del juego. Que un país como Estados Unidos haya votado a Trump no debe hacernos cambiar de estrategia. En España, hasta ahora, este tipo de discurso hacia los inmigrantes ha sido afortunadamente muy minoritario. Ahora falta que hagamos lo más importante: una política generosa, coherente y sólida de acogida.

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Javier Padilla (Málaga, 1992) es autor de "A finales de enero. La historia de amor más trágica de la Transición" (Tusquets, 2019), que obtuvo el XXXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.


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