El libro Lo sexual es político (y jurídico) (Alianza Editorial, 2019), del profesor de filosofía del derecho Pablo de Lora, termina con una cita de The sceptical feminist de Janet Radcliffe: “el feminismo depende de principios morales de los que deriva: no puedes argüir que las mujeres son injustamente tratadas sin disponer de principios que son lógicamente previos a tu reivindicación, y el debate sobre esos principios no es un debate feminista”. Ese fue uno de los párrafos en los que también yo me detuve, casi diría que con júbilo, cuando leí a Radcliffe. Después de haber dejado reposar unos días la lectura de De Lora concluyo que es una buena forma de cerrar el ensayo.
Lo sexual es político no ha sido una lectura fácil ni pacífica, pero es un libro que ha retado mis tabúes. Me ha forzado a reconocerlos como tales y a ser consciente de que, si bien los argumentos ofrecidos por el autor no siempre me satisfacen, muchas veces carezco de otros mejores que ofrecer de vuelta. Cuando esto sucede aprendes algo sobre tus limitaciones: no es posible defender como universal lo que ya reconoces como idiosincrásico.
A lo largo de casi 300 páginas, De Lora presenta cuestiones socialmente en disputa junto con las respuestas ofrecidas desde distintos ámbitos y las despliega sobre la mesa. No hay un solo aspecto de las relaciones sexuales que descuide y lo hace sin una sola concesión al sentimentalismo. La suya es, en ocasiones, una mirada casi forénsica. El sexo puede ser considerado una forma de celebrar la vida, una comunión con un “otro”, una herramienta con el único fin de la reproducción o la simple satisfacción de una necesidad biológica. Puede ser frívolo o trascendente. Nos importa, nos afecta, es cotidiano y también singular. O dicho con las hermosas palabras de Thomas Nagel que De Lora cita:
El sexo es la fuente del más intenso placer del que los seres humanos son capaces y una de las pocas fuentes del éxtasis humano. Es además el dominio de la vida adulta en el que las estructuras definitorias e inhibitorias de la civilización pueden disolverse y en el que nuestra naturaleza más profundamente presocial, animal e infantil pueden ser plenamente liberadas y expresadas, ofreciendo una forma de compleción física y emocional de la que no disponemos en ningún otro lugar.
¿Cómo regular algo así? ¿De qué modo puede intervenir el poder público en esta materia? Y sobre todo: ¿por qué ha de hacerlo? “El sexo puede no tener sentido pero ha de ser consentido”, responde el autor. ¿Obvio? No tanto. La primera parte de esa oración es un posicionamiento jurídico, ya que, en una sociedad liberal, las relaciones sexuales solo deben ser reguladas en aquellos aspectos que afectan a los derechos de otro, todo lo demás pertenece a la estricta intimidad de los amantes. La segunda es una invitación a equivocarnos si creemos que el consentimiento es un concepto unívoco y pacífico en las sociedades occidentales.
En el mismo sentido y al hilo de la modificación en 2016 del Código Penal alemán, reflexiona también Svenja Flasspöhler en La potencia femenina (Taurus, 2019): “Esta protección más eficaz frente a la violencia que la nueva ley quiere asegurar se consigue, nolens volens, a un elevado precio: el de la intromisión paternalista del Estado en lo más privado. […] en la nueva ley penal no se trata solo de evitar la violencia sino, mucho más que eso, de garantizar de forma permanente que tal o cual acción sea ahora, en el momento mismo, realmente deseada”.
Cada paso que se da legislativamente en el ámbito de la regulación de las relaciones sexuales pone de manifiesto las numerosas contradicciones y dificultades que la tarea comporta. ¿Es el endurecimiento del código penal alemán en materia de consentimiento, como señala Svenja, una forma bienintencionada de disfrazar de liberación lo que no es más que “dar continuidad a un viejo y bien conocido estereotipo de la feminidad: la voluntad femenina nunca es patente, por lo que es necesario inventar una ley que proteja debidamente a las mujeres de las interpretaciones erróneas”? ¿Es una forma de renuncia a la seducción?
Legislamos para evitar las situaciones de abuso y eso tenemos en mente cuando interpretamos el lema “solo sí es sí”. El consentimiento es un “transformador normativo”, dice De Lora, que convierte en legítimo algo que de otro modo sería inadmisible. Es cuando bajamos al detalle que “permite intervenir al aparato punitivo del Estado” cuando acertamos a entrever la magnitud y complejidad de la tarea. ¿Requiere algún tipo de formalidad o basta la aquiescencia no verbalizada? Unos cuantos casos hipotéticos permiten al lector hacerse idea de la cantidad de situaciones, absurdas unas o imposibles de dilucidar otras, que podrían tener lugar en caso de que la licitud de un encuentro sexual hubiera de ser juzgado sin más evidencia que la palabra de los intervinientes.
En el capítulo dedicado a la identidad de género y partiendo de las palabras de Simone de Beauvoir – “Yo admito y nunca he negado que las mujeres son profundamente diferentes de los hombres. Lo que no admito es que la mujer sea diferente del hombre”– surge una de las ideas más interesantes del libro: las diferencias en promedio no pueden ser una justificación para la discriminación entre individuos concretos. El pensamiento esencialista asigna a los individuos las características del grupo por el hecho (inevitable) de pertenecer a él. Se trata de unas características que, por otro lado, el individuo no tiene capacidad alguna de cambiar. Sus intenciones individuales quedan entonces completamente subsumidas en la pertenencia al grupo y los usos culturales imperantes determinarán, en cada momento, el tratamiento que se les dispense.
Es difícil ignorar el paralelismo entre estos mecanismos defendidos por teorías que se presentan como nuevas y la injusticia histórica que el feminismo combate, y recuerda a la advertencia premonitoria que Radcliffe reitera en varios pasajes de su ensayo: el afán por eliminar de forma radical las causas de la opresión puede conducirnos a no distinguir cuidadosamente entre los aspectos “buenos y malos de las tradiciones patriarcales” y esto provocaría precisamente aquello que se busca evitar: “que los males del pasado reaparezcan en una forma nueva”.
La gestación subrogada y el altruismo, la licitud moral de los intercambios económicos en las relaciones humanas, la prostitución, la asimetría penal, la existencia, y en su caso la necesidad, de la llamada perspectiva de género. Todos esos asuntos son tratados de una forma similar por De Lora: ¿qué estamos diciendo exactamente cuando empleamos estos conceptos? Parece algo trivial pero no lo es en absoluto. No, cuando queremos que dichas ideas tengan una traslación jurídica concreta y para defenderlas utilizamos elevadas justificaciones morales. Eso es quizás lo peculiar de este libro, la mirada del jurista y del filósofo vertida sobre un conjunto de ideas que han pasado a formar parte del uso común, que han desatado encendidos debates éticos y políticos y que quizás no han sido cuidadosamente definidas.
El filósofo se pregunta por la verdad del concepto. El jurista busca delimitar claramente el campo de aplicación y su gradación para anticipar los efectos indeseables que pueden derivarse de su traducción en leyes. Ciertamente, entiendo la perplejidad del autor y el esfuerzo de concreción que se observan en estas páginas.
Para terminar, vuelvo a Radcliffe, y al especial interés que pone en definir lo que significa el feminismo: “al feminismo no le preocupa un grupo de personas que quiere beneficiar sino un tipo de injusticia que quiere eliminar”. La distinción, añade, “es importante aunque la completa eliminación de dicha injusticia beneficiase más a las mujeres que a los hombres.”¿Qué otra clase de feminismo practicamos cuando eludimos mirar con rigor las nuevas injusticias que podemos estar originando en nuestro empeño? El triunfo del feminismo será la eliminación de la injusticia, no el cambio de los individuos que la sufren ni la búsqueda de una compensación por una discriminación histórica.
Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.