Emprender proyectos grandiosos a cualquier costo con fachadas grandilocuentes que disfrazan la realidad, como las obras monumentales en Sochi para los Juegos Olímpicos de invierno, es una tradición centenaria en Rusia. Tan acendrada que tiene nombre y apellido nativos: “pueblos Potemkin”. Se remonta al viaje legendario de Catalina II por Crimea en 1787. En San Petersburgo, la capital, se rumoraba que el conquistador de Crimea, Grigory Potemkin, socio y amante de la Emperatriz, había construido pueblos fantasma que emigraban siguiendo el trayecto de las barcazas imperiales por el río Dnieper para dar la impresión de bonanza y estabilidad en los nuevos territorios. Habrá que decir, en descargo de Potemkin, que a diferencia del proyecto napoleónico del presidente Putin, detrás de sus aldeas fantasma había logros bien reales (que transformaron la geopolítica a favor de Rusia), que la conquista de Crimea seguía el cauce de la historia rusa y del viejo anhelo de tener puertos libres de hielo) y que Potemkin no pretendió jamás dominar a la naturaleza (esperó a que el Dnieper se descongelara antes de emprender la travesía). Crimea era un microcosmos de las ambiciones políticas de la Rusia Imperial y sus aldeas Potemkin tan sólo un adorno. Sochi, por el contrario, es un microcosmos de todo lo que funciona mal en la Rusia de Putin, una fachada hueca con muy pocos logros que la sostengan.
La elección misma de Sochi como sede habla del deterioro de la democracia en Rusia y del inmenso poder que ha acumulado el presidente Putin. Él sí puede vencer a la naturaleza: encontró –y decidió celebrar ahí los Juegos Olímpicos– uno de los pocos rincones de Rusia donde no hay nieve en invierno. Eligió también a contracorriente de la historia. Para desgracia de la pequeña ciudad, el nombre de Sochi está indisolublemente ligado en la memoria histórica al de Stalin. Desde ahí gobernó Rusia cada verano, a excepción de los años de guerra, desde los treinta hasta su muerte. Su “dacha”, de hecho una pequeña fortaleza verde olivo, domina aún a Sochi desde las alturas como una sombra ominosa.
El lema de los Juegos es “Rusia está de vuelta”. A juzgar por la represión endémica y la persecución de grupos étnicos, opositores y minorías que no son bienvenidos en Sochi, parte de aquella, la de los años treinta, también está de regreso. 100,000 agentes de seguridad y todo un ejército han sido desplegados para evitar la presencia de indeseables y evitar actos terroristas de chechenos o daguestanos, vecinos cercanos de Sochi, que siguen en pie de guerra.
Los Juegos Olímpicos invernales de Sochi son los más caros de la historia: 50,000 millones de dólares. Una suma exorbitante para cualquiera, pero inaceptable para un país con un crecimiento económico decreciente y atrapado en un modelo que depende de las ventas de petróleo y gas (los hidrocarburos representan el 75% de las exportaciones) y un consumo centrado en las importaciones. Un país donde el marco institucional ni siquiera puede garantizar el derecho de propiedad, que depende de una fuerza de trabajo decreciente y cara y padece una bajísima productividad (50% de la productividad europea). Todo lo cual ha reducido las tasas de inversión, alimentado las fugas de capital y cerebros y debilitado a la iniciativa privada. En la Rusia de Putin, sus cuates y oligarcas, muchos de ellos ex miembros de la KGB, han usado el poder del Estado para apoderarse de las principales ramas de la economía del país.
Tras las bambalinas de la putinesca aldea Potemkin, este petroestado cleptócrata es uno de los actores principales de Sochi. Según cálculos conservadores, una tercera parte de los 50 mil millones de dólares que costó el pueblo Potemkin de Putin, desaparecieron en los bolsillos de contratistas y funcionarios. No hubo una sola licitación: Vladimir Yakunin, un amigo del presidente y cabeza de Ferrocarriles Rusos, recibió el encargo de construir el tren y la carretera que van de Sochi a las instalaciones olímpicas: una de las obras de infraestructura más caras de Sochi. Alexei Navalny, uno de los opositores de Putin tan visible y valiente como las integrantes de Pussy Riot, subió a Internet la información sobre las cuentas millonarias que Yakunin y su familia tienen en paraísos fiscales fuera de Rusia. Y los omnipresentes Arkady y Boris Rotenberg,los compañeros de judo del presidente en su infancia, se llevaron por dedazo contratos para construir instalaciones en Sochi por 7,000 millones de dólares: una cifra que representa el costo total de los Juegos Olímpicos de 2010 en Vancouver.
Mal escenario para un espectáculo maravilloso.
(Una versión de este texto apareció publicada en el periódico Reforma)
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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.