La estructura que hemos construido hasta hoy parte de una idea central. Los elementos de la vida en común, ya sea entre países, al interior de ellos o entre individuos cuya única coincidencia es compartir un territorio, son aspectos políticos. Educación, economía, seguridad, convivencia, solución de conflictos, incluyendo guerras, migración, comercio y relativamente hace poco, derechos humanos, se incorporan a los temas indisociables de la política. Su conducción depende de entendidos comunes, límites y reglas adoptadas, mecanismos producto del ensayo, el error, el aprendizaje o la tragedia bajo una condición: el mundo político busca resolver problemas de una manera donde los costos humanos se contengan, se desplace a la violencia y exista una mirada más allá de lo inmediato.
Pero en los últimos años, todos estos elementos pueden estar tomado distancia de la política como el espacio donde se trabajan, para ser instrumentos dentro de una lógica de intercambio y situarse en un estado de quid pro quo permanente y sin contenedores.
Con una agenda global dominada por el trumpismo, es fácil asumir en el segundo mandato del presidente estadounidense un parteaguas tanto al interior de su país, como en las relaciones de este con los países vinculados de una u otra forma con Washington.
¿Trump es el punto de quiebre o un síntoma, el más grande, de un proceso que despide políticamente el siglo XX? Si bien no han sido pocas las voces alrededor del planeta que han repetido recientemente el fin de una época que claudica con su segundo término, me inclino a pensar la segunda opción, que pone al presidente estadounidense en la cúspide de síntomas desarrollados de forma paulatina.
La construcción política posterior a la primera mitad del siglo XX, efectiva o no, con su acento en valores democráticos, rendición de cuentas, aversión al insulto y la violencia, multilateralidad, diálogo institucional, organismos internacionales, estado de derecho, protección de minorías, multiculturalidad y derechos humanos, parte de un ejercicio base. Con todas sus fallas, el modelo político que surge de la segunda mitad del siglo XX es un proyecto político moral, de moral laica. Las leyes, acuerdos, formas, límites que provienen de él son la traducción en instrumentos ejecutables de esa comprensión moral.
Los inadmisibles en una guerra, en el trato a minorías; la defensa de derechos, su progresividad, provienen de una comprensión construida del bien y el mal que define los aceptables e inaceptables por medio de ejercicios políticos, donde la negociación entre partes y no partes tiende a darse luego de crisis, choques y pérdidas. Obliga a nociones de cesión, intercambio y de ganancia, siempre, desde lo conceptual hasta lo pragmático, dentro de los márgenes de sus propios entendidos. Cuando un migrante huye de una situación de peligro, no se le regresa a ella o lleva a un lugar donde su vida esté en riesgo. Si se necesita negociar la paz entre países en conflicto, la negociación no admite la ocupación territorial, social y cultural de uno sobre otro para llegar al objetivo. Cuando hay que juzgar faltas o delitos, el trato, proceso y sentencia deben someterse a los límites en un proceso civilizatorio. Eliane Brum, periodista brasileña, escribió hace más de diez años a propósito de un linchamiento: “Lo que nos define como individuos y como sociedad es nuestra capacidad de exigir dignidad y legalidad en el tratamiento de los culpables.” La lógica civilizatoria debe extrapolarse al conjunto, sin importar nada más que su existencia.
Turquía, durante los peores momentos de la guerra civil siria, contuvo la migración de quienes huían de ella a cambio de transferencias monetarias europeas. Si el resultado pudo ser benéfico en muchos sentidos, lo fue a costa de individuos y de su seguridad.
Hoy, El Salvador se ha convertido en un Estado carcelario donde el encierro rompe los mínimos estándares de derechos humanos. El modelo es aplaudido por países vecinos. Estados Unidos deporta ahí a migrantes sin protección alguna y paga por cada sujeto retenido.
Reino Unido, bajo el “esquema ruandés”, deportó refugiados en búsqueda de asilo, yendo contra la Convención Europea de Derechos Humanos, aunque formando parte de ella. Por un momento, perdió rastro de 3 mil 700 de los más de 5 mil solicitantes de asilo identificados para ser trasladados y después de que su Corte Suprema sentenció que el esquema era ilegal, el gobierno intentó legalmente dictaminar a Ruanda como un país seguro. Luego ofreció 3 mil libras a quienes aceptaran el traslado. Italia, de manera similar, ha enviado solicitantes de asilo a centros de detención en Albania.
Un plan de pacificación de la Casa Blanca para Gaza jugó con la intención de convertirlo en un resort turístico, y propuso que países árabes vecinos reciban a la población palestina. Hoy solo el gobierno israelí insiste en la idea.
Catar le regaló un avión a Donald Trump. La aerolínea insignia del país, una compañía propiedad del gobierno catarí, entonces de su monarquía, firmó un acuerdo que significará un intercambio entre Estados de hasta 1.3 trillones de dólares.
México, para contener las amenazas arancelarias de Washington, lleva tiempo desplegando sus fuerzas armadas para limitar el avance de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. De igual manera que en el caso británico e italiano, la acción mexicana ha puesto en riesgo la integridad y la vida de los migrantes y refugiados.
El espíritu transaccional es la norma en todos los ejemplos. Ni las recomendaciones de organismos internacionales, ni la revisión por instituciones locales o la participación de la comunidad internacional es tomada en cuenta. No hay política de por medio, sino una simple transacción que no se supedita a las limitantes establecidas en el proyecto político que permite procesos civilizatorios. Y esa es la época que parecemos buscar con prisa.
El mundo político se hizo en muchas ocasiones a través de acuerdos transaccionales. Acuerdos comerciales e interconectividad significan paz y estabilidad, más allá de los beneficios económicos. Pelearse con ellos es un sinsentido y muestra de ignorancia. Pero lo que estamos viendo es distinto. Es el desplazamiento del sujeto en una oración: los beneficios y acuerdos son estímulo para la no confrontación, priorizándola. No dejando de pensar en ella. Incluso si los resultados de la transaccionalidad son positivos o esperanzadores –no es el caso en ninguno de los ejemplos anteriores–, estos no deben ser admisibles si aumenta la preocupación por el futuro de la democracia y de los derechos humanos, y por la transgresión de los límites ligados a esos mismos resultados.
Aunque el auge de las políticas de identidad logró avalar o enaltecer comportamientos que unas décadas atrás provocaban algún grado de estigma, es incompleta la ecuación que deposita en ellas el menosprecio a valores democráticos, el desinterés hacia derechos humanos, los señalamientos culturales hacia comunidades diversas y tolerancia a formas de agresión y violencia.
Qué estamos abandonado, entonces, en el simplismo de palabras que han intentado traducir la temporalidad política: narrativa, polarización, el rescate de izquierdas y derechas, sus versiones más estridentes, nativismos y nacionalismos y las nociones excluyentes bajo la calificación de extranjerías y las batallas culturales.
Abandonamos el parámetro moral del mundo que queremos construir. De él se desprendían los comportamientos políticos.
El planeta transaccional depende de la apariencia de solucionar problemas, siempre en lo inmediato y estacionado en el presente. Pero hay un futuro. Lo estamos dibujando mal. ~