Las encuestas acertaron, y en su tercer intento, Andrés Manuel López Obrador ganó la presidencia de su país porque la mayoría de los votantes creyeron su promesa de cambiar el país y erradicar la corrupción. Ahora le toca cumplir la promesa más hiperbólica en la historia política del país: forjar una cuarta transformación del país en línea con la revolución de independencia de 1810, la Reforma Liberal de 1867 y la Revolución de 1910
Los tres fueron momentos trascendentales en los que se rompió el orden establecido y se redefinió la identidad nacional pero con un costo enorme en vidas humanas, dislocación económica y polarización política. Peor aún, el nuevo orden casi nunca fue afortunado.
Evidentemente hay que celebrar el movimiento que liberó a México de España pero también hay que reconocer que durante más de una década el país se desangró, se dividió y que al final no se construyó una nación de leyes e instituciones democráticas. La guerra concluyó con un Criollo coronándose Emperador con la aquiescencia de todos los actores políticos. Entre 1821 y 1861, México tuvo más de cincuenta presidentes y uno de ellos, el que perdió la mitad del territorio nacional, fue reelecto once veces.
La segunda gran transformación de la que habla López Obrador, la Reforma, fue un movimiento encabezado por Benito Juárez electo presidente en 1861 y quien resistió una intervención militar francesa, promulgó leyes para frenar el abuso del poder eclesiástico y nacionalizó las propiedades de la iglesia. También forjó un nuevo orden institucional con un Congreso y un Tribunal Supremo Independientes, una nueva Constitución, plenas libertades civiles y de prensa, y respeto por el estado de derecho. Por un corto período Juárez intentó restaurar el orden en la agobiada república y reveló la verdadera identidad nacional como una nación mestiza pero sus logros no duraron mucho y la democracia no arraigó en el país. Cuatro años después de su muerte otro liberal se apropió del poder durante más de 30 años.
La tercera transformación histórica que AMLO pretende emular es la Revolución de 1910 que puso fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Otro trastorno en el que murieron al menos un millón de personas en la más de una década que duró el conflicto,
y condujo a un régimen antidemocrático de un solo partido que duró 70 años. Es cierto que los niveles de vida de la mayoría de los mexicanos aumentaron gracias a un impresionante crecimiento económico del seis por ciento anual durante aproximadamente tres décadas. Al mismo tiempo, sin embargo, la represión a los disidentes políticos fue brutal y cientos si no es que miles de líderes de opositores y líderes de sindicatos independientes y estudiantiles fueron cooptados, asesinados o encarcelados. No fue sino hasta el año 2000 que un partido de la oposición ganó la presidencia.
Dados estos antecedentes, me pregunto si López Obrador podrá transformar el país sin más rupturas. Cuando se le pide explicar cómo hará su transformación, sus respuestas son inescrutablemente vagas pero eso no parece importarle a sus seguidores que creen en él con un celo casi religioso y esperan que haga historia.
López Obrador ha prometido erradicar, no mitigar, la corrupción a través del ejemplo moral de su propia incorruptibilidad. Parece creer que viviendo una vida ejemplar en un lugar modesto en vez de en la residencia presidencial, reduciendo su salario y el de su gabinete, vendiendo el avión presidencial y los helicópteros, y cancelando las pensiones de los ex presidentes su mensaje de rectitud será seguido por todos los funcionarios y políticos del país. En el discurso que dio en el Zócalo la noche del 1 de julio dijo, “permitirá la corrupción ni la impunidad. Sobre aviso no hay engaño: sea quien sea, será castigado. Incluyo a compañeros de lucha, funcionarios, amigos y familiares”. Veremos.
El núcleo de su apoyo proviene de jóvenes que están hartos de la violencia y la inseguridad diarias, y resienten profundamente la corrupción de los dos partidos tradicionales. Al momento, con 93% de las casillas computadas, AMLO lleva el 53% de los votos, que representan poco más de 24 millones de sufragios, comparados con los 10 millones para Anaya y 7.5 millones para Meade. Sin embargo, analizando al grupo que lo rodean en su coalición política, una mezcla de políticos de la vieja guardia del Partido Comunista, un pequeño partido evangélico de extrema derecha, algunos de los líderes sindicales más corruptos en la historia de México y un nutrido grupo de apparatchiks del PRI y el PAN, es difícil creerle.
Su discurso sobre política exterior es desalentador. Qué significa en términos reales que diga “La mejor política exterior es una buena política interna”. Da vergüenza escucharlo declarar que su relación con Donald Trump será mejor que con Enrique Peña Nieto porque Trump reconocerá su autoridad moral.
También ha dicho que reafirmará la vieja doctrina mexicana de la No Intervención en los Asuntos de Otras Naciones y me pregunto si esta es una estrategia para evitar perturbar al régimen cubano por su horripilante historial en derechos humanos. Después de todo, él ha declarado públicamente su profunda admiración por Fidel Castro, a quien describe como el libertador de Cuba.
Dado su temperamento explosivo y su tendencia a insultar, despreciar y descalificar a aquellos que no están de acuerdo con él temo sus seis años en el gobierno. Pero mis dos mayores preocupaciones son estas: ¿podrá implementar un cambio significativo sin causar más dislocación económica y polarización política en un país ya polarizado? ¿Qué pasará con las expectativas de los votantes cuando finalmente descubran que la corrupción, la impunidad y la desigualdad no fueron erradicadas en su mandato de seis años y que él, como el Gatopardo de Lampedusa, “cambió las cosas para que todo permaneciera igual”?
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.