Por razones que son demasiado complicadas para explicar aquí (y quizás también porque pueden leerlas en mi próximo libro sobre cómo se ha estudiado la desigualdad de ingresos desde Quesnay hasta la caída del Muro de Berlín), he releído parte de la literatura que analiza la estructura de clases de las sociedades socialistas. La mayor parte de esa literatura es obviamente marxista o cercana al marxismo porque los antimarxistas estaban más ocupados en demostrar que las sociedades capitalistas no se basaban en la clase que en argumentar que las sociedades socialistas eran sociedades de clase.
Encontré especialmente útil el trabajo de Branko Horvat (a quien tuve el privilegio de conocer personalmente), que había escrito en la década de 1960 sobre el carácter de clase del socialismo de Estado. Además, Horvat lo hizo utilizando datos sobre ingresos, la posición en el proceso de producción, la transmisión de ventajas a través de las generaciones, etc., es decir, sobre la base de hechos y no como meras definiciones o tautologías. Szelényi y Konrad también fueron útiles, aunque su enfoque sea ligeramente diferente. Y también lo son las encuestas sobre las percepciones/divisiones de clase que llevaron a cabo los institutos sociológicos de Yugoslavia, Polonia, la Unión Soviética (en los años sesenta), y probablemente en Hungría (aunque no he encontrado los datos).
Pero entre los primeros escritores que argumentaron que el socialismo de Estado es, o se aproxima, a una sociedad de clases destaca obviamente Trotski. No estuvo entre los primeros, porque cuando aparecieron los primeros, como Pannekoek y Labriola, Trotski estaba realmente en el poder. (No hay que olvidar que Emma Goldman también describió bien muchos rasgos de clase del primer socialismo.)
Así que volví a leer el clásico de Trotski La revolución traicionada. Hace poco escribí sobre la visión tan negativa que Kolakowski tenía de Trotski. Me parece que esa opinión está en gran medida justificada (en los temas que Kolakowski criticó a Trotski), pero no se pueden negar las múltiples cualidades de Trotski como intelectual, escritor, agitador y líder militar. Fueron su arrogancia y su soberbia las que le hicieron fracasar, pero ese es otro tema. Entonces, ¿cómo aborda Trotski el Estado estalinista en La revolución traicionada?
Su argumento principal es bastante persuasivo. Primero, cree que el Estado soviético es un Estado proletario porque la propiedad privada de los medios de producción ha sido abolida. En segundo lugar, cree que es un Estado en el que la burocracia se ha erigido en un nuevo estrato que ha viciado los objetivos originales (“democráticos”) de la revolución en su superestructura (la política), pero que no ha conseguido alterar fundamentalmente la infraestructura (es decir, la propiedad no ha sido devuelta a los propietarios privados). Es (escribe) como el cesarismo, que cambió la política en Roma pero no afectó a las relaciones de producción esclavistas subyacentes, o la reacción termidoriana en Francia, que deshizo la Revolución políticamente, pero no borró las ganancias económicas (por ejemplo, la distribución de la tierra a los pequeños propietarios).
Este punto de vista lleva a Trotski a dos posiciones. En primer lugar, en algunas partes del libro ensalza los logros del “Termidor estalinista” casi tanto como la prensa soviética de la época. Enumera con orgullo los enormes aumentos de la producción industrial, los múltiples combinados nuevos que se han construido, etc. Menciona la falta de libertad de los trabajadores (no hay sindicatos libres) y que la mayor parte de la tecnología fue importada. Trotski, al igual que Lenin, es un modernizador que ve Rusia como un país económicamente atrasado, pero que gracias a haberse convertido en socialista está en proceso de ponerse al día con Occidente. Por tanto, considera que el nuevo sistema es evidentemente más productivo que el antiguo.
En segundo lugar, llama a la revolución solo en la política, no en la economía. La nueva revolución, escribe Trotski, debe ser muy diferente de la revolución de octubre que derrocó las bases mismas sobre las que se construyó la sociedad. La nueva revolución solo necesita derrocar al nuevo estrato dirigente (Trotski evita el término “clase” porque cree que el término debe reservarse para las sociedades con propiedad privada del capital), y restablecer el carácter prístino original de la revolución.
Hay muchos problemas con este punto de vista. Por ejemplo, la aceptación actual de Trotski de los sindicatos libres (por cuya abolición abogó cuando estaba en el poder), y del sistema multipartidista que también ayudó a abolir, incluyendo todos los partidos de izquierda, por no hablar del hecho de que dirigió los despiadados asaltos militares a los anarquistas y a los rebeldes de Kronstadt. Aún más ingenua es su opinión de que tales partidos, cuando los hipotéticos leninistas-bolcheviques (es decir, los trotskistas) vuelvan al poder, no jugarán ningún papel político sustancial porque la base de su poder (la propiedad privada del capital) les ha sido retirada para siempre. Por lo tanto, tiene una visión extremadamente reduccionista de la política, en la que esta está totalmente determinada por los intereses económicos. Una vez que no hay grandes propiedades y empresas privadas, ya no hay base para los partidos políticos conservadores o de derechas. Tales partidos podrían tal vez reunir el 1 o 2 % de los votos (por eso Trotski permitiría que existieran), pero, por la naturaleza de las cosas, siempre van a seguir siendo marginales e irrelevantes.
Sobre las políticas obreras estalinistas, Trotski es notablemente inconsistente. Por un lado, expone brillantemente el poco poder que tienen muchos trabajadores. Incluso discute las razones por las que la calidad de los productos soviéticos es la peor para los productos de consumo de masas y la mejor para los productos en los que el Estado es el comprador final, como los armamentos, cuyo desarrollo estalinista describe con cierto orgullo no disimulado y, presumo, con bastante conocimiento. Se trata del primer análisis de este tipo en el que se relaciona la calidad de la mano de obra con el poder de los que la consumen y, por tanto, nos ayuda a comprender las relaciones de poder que existen en una sociedad. Es, en mi opinión, brillante. (La mano de obra empleada en un restaurante con estrella Michelin supera muchas veces la mano de obra empleada en las franquicias de McDonalds porque los clientes de los primeros sí tienen poder político y económico –y demandarían al dueño de un restaurante con estrella Michelin si los intoxicara con la comida, mientras que los compradores de Big Macs no pueden quejarse mucho– ni a nadie le importaría que lo hicieran).
Pero, por otro lado, critica los incentivos materiales que se pagan para estimular el trabajo duro, aunque en una frase no relacionada reconozca que el exceso de nivelación durante el comunismo de guerra tuvo efectos destructivos en la productividad económica. Reserva su animadversión para los trabajadores estajanovistas que, según Trotski, se han convertido en una nueva aristocracia obrera. Enumera los elevados salarios que reciben, los numerosos beneficios en especie (vacaciones, sanatorios de alto nivel) y, en algunos casos, incluso automóviles. Probablemente ve en ellos la base del apoyo a Stalin entre los trabajadores.
Pero la opinión de Trotski de que se puede aumentar la producción sin ofrecer incentivos materiales es desgraciadamente errónea. Tampoco reconoce un fuerte elemento de movilidad ascendente que el estajanovismo permite a una parte de la clase obrera: ¿dónde más podría –según los propios ejemplos de Trotski– un trabajador esperar tener un nivel de vida más alto que el director de una empresa, o un antiguo propietario? En un guiño a lo que se convertiría en una práctica habitual durante la Revolución Cultural en China, Trotski elogia a los estajanovistas que (supuestamente) se avergonzaban de la lluvia de tales privilegios. Trabajaban simplemente por la necesidad (el placer) que, en una sociedad sin explotación del trabajo, este adquiere para los hombres y mujeres libres. Para ellos, el trabajo estaba totalmente desprovisto de desutilidad; era simplemente una expresión libre del deseo de hacer las cosas bien y no estaba estimulado por incentivos materiales.
Se nota que Trotski no admira ese trabajo por su dedicación desinteresada al socialismo, sino que, siguiendo a Marx, cree que en una sociedad no clasista el trabajo se convertirá en la expresión de nuestro deseo de hacer las cosas bien, que el homo faber tiene la necesidad de autorrealizarse en su trabajo, y que esa necesidad solo puede expresarse libremente cuando no es un asalariado mandado por los capitalistas.
Estas son solo algunas de las ideas que aporta este pequeño volumen. No he hablado de los conocidos ataques de Trotski a los modos de vida del nuevo estrato estalinista, su acceso al servicio doméstico y a los coches con chófer, ni de sus igualmente conocidos y acerbos ataques a la policía política, la tortura de los viejos bolcheviques, los campos de concentración, etc. Utiliza (varias veces) el término “totalitario”. También hay una discusión muy interesante sobre los asuntos exteriores, el ascenso del fascismo, lo erróneo de la política de Stalin de conciliación con Inglaterra y Francia, y el abandono de la política pro-proletaria en favor de una postura exterior pro-burguesa. Señalaré también que Trotski incluso discute lo que sucedería si el sistema estalinista evolucionara hacia la reintroducción de la propiedad privada y permitiera la “desnacionalización” encabezada –escribe con increíble clarividencia– por el nuevo estrato estalinista y por los capitalistas extranjeros. Escribir sobre esto en 1936, es decir, sesenta años antes de que se produjeran los “préstamos por acciones”, no es una hazaña menor. Pero esto puede ser un tema para otro artículo.
Traducción de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el blog del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).