Vieja y nueva República

República y monarquía no pueden ser ítacas de nuestra política: su valor no estriba en ninguna promesa de felicidad, sino en ser matriz de la libertad de todos.
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La quiebra del bipartidismo ha llevado al Congreso a una nueva izquierda de ámbito nacional que plantea una enmienda a la totalidad del sistema del 78 y demanda sin ambages la república, rompiendo con el compromiso histórico que suscribieron el PSOE y el PCE con la monarquía parlamentaria. Monarquía y Constitución han sido desde entonces objetivos de la crítica política, también en el ámbito territorial, donde el nacionalismo las ha esgrimido como justificación para la secesión. Y a este desgaste ha contribuido la deshonrosa conducta privada del propio rey emérito, que ha puesto a la corona en una situación comprometida.

Esa conjunción de circunstancias ha renovado la discusión sobre la posibilidad de la República, un debate que no ha desaparecido nunca, pero que es una corriente de caudal variable. En todo caso, es una corriente siempre ruidosa hacia el 14 de abril, la fecha en que los españoles nos entregamos a un morbo histórico que inexorablemente nos devuelve a la Guerra Civil. No pretendo predecir aquí la suerte que pueda correr la causa republicana ni tampoco sentar doctrina sobre la forma deseable del Estado. Más bien, trataré de hacer lo contrario: fundamentar que república y monarquía no pueden ser ítacas de nuestra política, y que su valor no estriba en ninguna promesa de felicidad, sino en ser matriz de la libertad de todos. Miro para ello a los republicanos nuevos, sin perder la perspectiva de los viejos, y examino algunos argumentos de la reivindicación republicana a la luz del contexto histórico.

La Gran Recesión fue origen de un profundo padecimiento social, y también de una fractura política que tiene que ver con la falta de consenso sobre las causas de la crisis y, por tanto, sobre las soluciones que se debían implementar para resolverla. Si la crisis emanaba de la propia naturaleza del sistema, como sostenía Podemos, entonces no cabía más que dar por superada la experiencia del 78 e iniciar un proceso constituyente que alumbrara un nuevo régimen. Se trata de un argumento fácil de formular y de comunicar, y que además soslaya el embrollo de estudiar y proponer reformas legislativas que exigen hondos conocimientos, pericia técnica y negociaciones arduas.

Sin embargo, no resulta sencillo responder en qué medida una república habría prevenido la burbuja inmobiliaria, la dualidad del mercado laboral que aboca a una parte de los trabajadores a la precariedad o el desempleo, la colonización institucional y la corrupción de los partidos o la politización de los reguladores que debían haber alertado de los peligros en los que España estaba incurriendo. Como no parecen males imputables a la Constitución del 78 o la monarquía, debemos concluir que la nueva voz republicana es antes la expresión de una identidad, acorde con los tiempos del posmaterialismo, que una razón instrumental.

Se trata, por tanto, de un republicanismo finalista, para el que la República es el programa mismo. Una postura que contrasta con el ánimo transformador que movió a los republicanos de hace un siglo. Y no es que entonces faltaran los republicanos doctrinarios, qué duda cabe; pero la decantación del nuevo régimen solo fue posible después de la adhesión a la causa de aquellos para quienes la República se anunciaba como la condición de posibilidad de un programa de democracia y libertades.

Si el republicanismo se hizo fuerte entonces, fue gracias a la intervención de algunas figuras notables, no todas de izquierdas, que históricamente habían mantenido una relación accidentalista respecto a la forma del Estado, que habían sido muy críticas con el ensayo republicano de 1873, o que directamente habían militado en los partidos dinásticos, como Maura o Alcalá-Zamora. El PSOE, para el que la prioridad era la culminación del socialismo, fue el último partido en sumarse al Pacto de San Sebastián que aglutinó a los republicanos, y lo hizo por intercesión de Manuel Azaña. Un Azaña que solo había roto con la vía posibilista del reformismo que consentía en la monarquía después de que Alfonso XIII se entregara al dictador Primo de Rivera.

En efecto, el primer propósito había sido la reforma y no la revolución, porque la democratización se sentía inaplazable y no podía preterirse a un cambio de régimen de advenimiento incierto. Azaña lo expresó con la acidez que contó luego Santos Juliá, y que cabe aplicar también hoy a nuestro parlamento: se puede “ser revolucionario 24 horas”, pero es “ridículo, a más de ser estéril, titularse revolucionario 24 años”. Algunos políticos actuales van camino de tal hito, sin haber legado al país una sola transformación que pueda ser tenida por valiosa.

En cualquier caso, fue la rigidez de la corona, incapaz de adaptarse a una sociedad que empezaba a decirse moderna y que demandaba cambios, la que condujo a la ruptura con la monarquía, lo cual nos recuerda que la flexibilidad y la actualización son atributos de las instituciones longevas. Alfonso XIII sentenció a la monarquía cuando avaló la dictadura militar, porque, desde entonces, república fue sinónimo de democracia.

Quizá nadie expresó como Ortega aquel accidentalismo con respecto a la forma del Estado, y que bien merece reivindicarse aún: “En esta materia no es decorosa al siglo XX otra postura que la experimental”, dijo en su famosa conferencia “Vieja y nueva política”. Tampoco estará a la altura del siglo XXI cualquier aproximación a la cuestión que soslaye la evaluación y la evidencia. Así, el republicanismo encendido, como el fervor monárquico, que no reporte argumentos contrastables no merecerá otro estatus que el de revelación mística.

El accidentalismo no denota flaqueza en el compromiso con el sistema, sino facultad de escrutinio y voluntad de vigilancia cuando la jefatura del Estado no es una institución mayoritaria. Si la sucesión de los reyes no es democrática (aunque la monarquía fuera refrendada en la Constitución) sino cognaticia, entonces su legitimidad ha de basarse en sus resultados.

Y debo admitir que muchos españoles que nos reconocemos en la sentencia orteguiana cometimos el error de confundir el accidentalismo que legitima una institución contramayoritaria por sus resultados con eso que dimos en llamar juancarlismo, que era la forma cuca que nos permitía a los progresistas avalar la monarquía del 78 sin dejar de sentirnos republicanos. La actual forma del Estado ha servido a un propósito que nos era muy querido por inédito: la consolidación democrática. Y bajo su paraguas institucional España ha conocido sus años más prósperos.

Sin embargo, el juancarlismo confundió las virtudes del sistema con los atributos personales del titular de la corona, incurriendo en el error de anteponer los hombres a las leyes, que es un debate que lleva resuelto más o menos desde Aristóteles, pero en el que la humanidad se empeña en tropezar de forma recurrente. Juan Carlos se descubrió tan falible como cualquier persona, así que se hizo preciso enterrar, abdicación mediante, el juancarlismo, para defender sin complejos la monarquía parlamentaria. Y no por conversión religiosa, sino por la decorosa aproximación experimental que había recetado Ortega: no rompamos lo que, por una vez, nos ha funcionado como nación.

El problema es que “no romper el sistema” es un argumento que no puede convencer a quienes creen en la necesaria ruptura del sistema. Y concedo que la monarquía ha de estar sometida a revisión y no tenerse por cosa dada, pero sucede que no se han presentado las pruebas que harían del nuevo orden uno mejor que el presente. Si hace un siglo república fue sinónimo de democracia, ¿qué puede significar la República en nuestra democracia consolidada? Sus portavoces hoy enarbolan un régimen de parte que está lejos de ofrecer la inclusión que hizo de la monarquía parlamentaria un modelo de consenso. La República no parece solución de compromiso, sino fuente de conflicto. Y tan obtuso era Cánovas cuando proclamaba que “sobre la paz está la monarquía” como lo son ahora quienes están dispuestos a sacrificar la convivencia en el altar de la República.

Al cabo, siguen valiendo las palabras que pronunció Azaña hace justo 90 años: “La República es la nación que se gobierna a sí misma.” Que viva entonces la República coronada del 78. Y mañana, ya iremos viendo.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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