A nadie se le ocurriría quejarse actualmente de la falta de compromiso político. Una nueva generación enfrenta una decrepitud que no es inédita pero tampoco por ello menos alarmante. Los cuentos fantásticos que los economistas imaginaron como soluciones se revelan como distopías, erosionando los acuerdos políticos basados en predicciones que hasta los años setenta resistían el acoso de la realidad.
En los países angloparlantes la elección de Trump, el Brexit y el crecimiento del populismo es notable, y se ve exacerbado en Europa por el terror a la migración que permea clases sociales, intereses profesionales y generacionales y posiciones ideológicas. La amenaza de que Turquía formara parte de la Unión Europea (UE) está en la raíz de lo que ocurre actualmente, y de manera específica en el Reino Unido (RU).
La crisis provocada por la dilatada salida del RU de la UE reemplazó cualquier forma de entretenimiento masivo, exponiendo la precariedad de las instituciones democráticas. Los dos meses de Boris Johnson como primer ministro se resumen en una serie de errores de cálculo debidos a su festivo cinismo ante la debacle que se espera a partir del 31 de octubre, que hace mella en los presupuestos nacionales e individuales de los europeos y amenaza especialmente a Irlanda. Boris ha perdido su mayoría, ha expulsado del partido a veinte miembros rebeldes en acciones autoritarias y ha fallado ante la cuestión de la frontera irlandesa, que no termina de entender. La oposición no le ha concedido llamar a elecciones hasta que no se sepa qué sucederá el 19 de octubre, cuando el primer ministro (o quien lo sustituya) deberá haber negociado la salida del RU de la UE. Hasta ahora la actitud de Johnson ha sido agresiva, aferrado a un mantra político que consiste en no “rendirse” ante la UE este próximo Halloween. Su actitud frente a la UE también parece fuera de lugar, como quien está en un concurso para probar quién parpadea primero. El problema que enfrenta es arduo y lo que ha sido imposible en tres años parece difícil resolverlo en una semana.
La compleja cristalización de rencores ancestrales desemboca en un síndrome llamado Brexit. La nueva edad política se distingue por sus fracturas. La actual fase del Brexit lo ilustra. Desde el referéndum convocado por David Cameron hasta el actual impasse se revela una división impracticable, semejante a la que separa Irlanda. Dos mitades de la isla determinan mundos antagónicos para ellos y sus descendientes, dos tribus que solo se hablan para desfigurarse. Los extremos más impresentables que se creían espectros del pasado son, como los vampiros, eternos.
La división original entre nacionalistas y globalistas lo es también entre derechas e izquierdas, jóvenes y viejos, educados e iletrados, europeístas y xenófobos, respetuosos de las minorías o contrarios a los derechos humanos, y dentro de cada oposición hay otras que complican las definiciones, creando un mosaico de fuerzas políticas antagónicas. Lo cual no está mal: hay vías alternas para acceder al poder, hay competencia ideológica pero también peligros que pueden rebasar el cauce tradicional; eso es lo que sucede con el Brexit Party y con los Liberales Demócratas. El Brexit de Teresa May no es el de Boris.
Las últimas semanas mostraron una situación distinta de la que llevara a Boris al poder: do or die, hacer o morir. El eslogan es por lo menos romántico, más elocuente que la tautología teresiana de Brexit es Brexit. Pero a diferencia de su antecesora, la retórica de Boris no disminuye en intensidad. Su aparición en el Parlamento restaurado (aunque legalmente nunca fue suspendido puesto que la solicitud del primer ministro fue declarada ilegal) lo confirmó. Acorralado, Boris no pareció tener otra salida que cambiar su estrategia en apariencia, aceptando el fallo de la Suprema Corte pero manteniendo su ambigüedad respecto de lo que ofreciera a los votantes xenófobos y nacionalistas. A diferencia de la señora May, Boris es intrépido y dramático y amenaza con un no deal o salida abrupta de la UE, que el Parlamento rechaza.
En términos de movilidad política, mientras los Conservadores están cercados por la extrema derecha nacionalista del Brexit Party (presión de ultraderecha que Boris busca aliviar actuando como el héroe del pueblo que prefiere morir al pie del cañón que humillarse ante le UE), los Laboristas están acosados por los Demócratas Liberales. Mientras Boris debe aferrarse a su mentira original, Jeremy Corbyn confirma su neutralidad para no perder los votos que podría ganar, a pesar de las encuestas que revelan su inédita impopularidad, un elemento tóxico si aspira a reemplazar a Boris.
La reunión del Partido Laborista en Brighton el 21 de septiembre fue un escándalo debido a la emboscada para expulsar a Tom Watson a causa de su actitud crítica respecto al líder Corbyn. Por medio del consejo ejecutivo nacional, los cercanos al líder decidieron quitárselo de encima, aunque Watson sea un representante electo. Es un ejemplo de lo profundamente resquebrajado que está el laborismo, que recurre a prácticas autoritarias para asegurar la continuidad de una visión que la mitad del partido rechaza. De manera similar a Boris, Corbyn está dispuesto a suprimir la voz de quienes no concuerdan con él. En una entrevista televisiva, Jeremy adujo que ignoraba la emboscada preparada por sus más cercanos colaboradores y no condenó la iniciativa. Ningún líder político puede saberlo todo, pero ninguno puede ignorar algo tan grave.
El laborismo tiene otro enemigo que consiste en que muchos de sus miembros son europeístas y representan votos. La reunión en Brighton reveló las profundas escisiones al interior del partido y definió que a pesar de que Boris atraviesa serias dificultades, Jeremy es más impopular. Ante la presión para apoyar la pertenencia a la UE, para tomar una decisión acerca del Brexit el líder del Partido Laborista decidió esperar hasta el 19 de octubre. Su esperanza es que en río revuelto quien permanece observando es el que se hace con los peces.
La ambigüedad de Corbyn en el mejor de los casos es la apuesta de la tortuga contra la zorra. Sin embargo, cada día Brexit se complica y el impasse que antes se libraba contra la UE ahora es interno y escinde partidos cuya integridad y permanencia no han sido cuestionadas antes. Con ello, el cataclismo político exige revisar la actualidad de las instituciones de una democracia parlamentaria que acaso no esté hecha para los tiempos actuales. La extrema derecha y los liberales a la izquierda del Partido Laborista abren avenidas para los votantes en busca de vías alternas estructuradas a partir de intereses específicos.
Salvo por los Liberales Demócratas, estas vías han sido ignoradas, pero la realidad se impone y ni siquiera un buen chiste la aleja. La creciente resistencia ante el abuso de poder de Boris conmueve las estructuras de la democracia parlamentaria, pero muestra que hasta el momento en términos de representación política nadie está fuera de la ley. La solicitud del gobierno para prorrogar el parlamento en nombre de la tradición y los precedentes fue declarada ilegal por el Parlamento inglés y galés, por la corte escocesa y por la Suprema Corte inglesa. Boris no sólo ha perdido la mayoría, sino que amenaza los acuerdos políticos más estables en el Reino Unido que los votantes a favor del Brexit deseaban sacar de las garras del continente.