Una agenda política para los jóvenes

En España, el dinero público se destina más a prestaciones que benefician a los más mayores que a la pobreza y el desempleo juvenil.
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En febrero de 1956, un grupo de jóvenes, entre los que se encontraban Ramón Tamames, Javier Pradera, Fernando Sánchez Dragó y Enrique Múgica, protagonizó una serie de altercados en la universidad española. Firmaron un manifiesto en el que “desde el corazón de la Universidad española” se reivindicaba un cambio en la política educativa, frente a “la humillante inercia en la cual” no se da una “solución adecuada a ninguno de los esenciales problemas (de la juventud)”. Exigían, entre otras cosas, el fin del clasismo universitario, la mejora del profesorado y acabar con el “monopolio del pensamiento”.

El manifiesto derivó en graves disturbios en la universidad, que llegó a ser ocupada por falangistas armados no universitarios. Hubo numerosas detenciones de estudiantes rebeldes vinculados a apellidos ganadores de la Guerra Civil, y los policías de la Dirección General de Seguridad incautaron todo tipo de material prohibido a algunos manifestantes: desde libros de Arthur Koestler (al que las notas informativas de la policía secreta refieren como Arturo Koesther) a poesía de Neruda. A estos jóvenes se les conoció como la “Generación del 56”, y muchos de ellos tuvieron exitosas carreras académicas y profesionales durante la Transición.

Muchos de los jóvenes vinculados a las sucesivas protestas antifranquistas defendían ideas vinculadas a izquierdas totalitarias. Era difícil con la información de la época defender la socialdemocracia o el liberalismo. La universidad de los años cincuenta y sesenta estaba en la práctica vetada a gran parte de la población, los mejores profesores habían sido purgados por motivos ideológicos y la censura y la falta de democracia eran comunes. Cualquier forma de disidencia podía llevarte a la cárcel, y algunos de los estudiantes fueron torturados o incluso asesinados por motivos ideológicos por personas que no serían posteriormente juzgadas.

La extrema izquierda universitaria planteaba abiertamente durante los sesenta y los setenta un conflicto intergeneracional. En los sesenta, un joven Rodolfo Martín Villa, poco tiempo antes de hacerse Jefe del Sindicato Español Universitario, admitiría en un informe que gran parte de la juventud universitaria “se nos ha ido”. Y en el mayo del 68 francés, aunque fuera en general una protesta protagonizada por la inconsciencia y la idolatría a ciertos dictadores, se planteaban proclamas claras respecto al componente generacional. Se equivocaban en gran parte de sus difusos postulados, pero había un punto interesante que se ponía sobre la mesa: los jóvenes quieren tener algo que decir acerca de lo que ocurre.

Cincuenta años después algunas cosas han cambiado: la universidad afortunadamente se ha masificado y las políticas de bienestar han llegado, aunque de manera desigual, a la población. Los jóvenes son los que se han quedado con la peor porción de la tarta, a pesar de que la alegría despreocupada de los Erasmus y la comparación con la dura infancia de la posguerra y el franquismo pueden dar una impresión distinta. En casos así, no es lógico comparar entre dos momentos temporales distintos: se debe comparar entre las posibilidades de los jóvenes actuales con los adultos y jubilados actuales, y no con los de otros tiempos. Aunque el discurso crítico contra la apatía de los actuales privilegiados jóvenes tiene cierta razón de ser, no hay que olvidar que en España los datos muestran un claro sesgo hacia los adultos y los más mayores en la orientación de las políticas públicas. Que no sea necesariamente cierta la consigna de que esta generación de jóvenes es la “primera generación que vive peor que la anterior” no implica que no haya motivos para quejarse generacionalmente.

Dos paradojas interconectadas debilitan decisivamente en España la posición de los jóvenes a la hora de reivindicar políticas públicas favorables a sus intereses. Por un lado, son los mismos que ponen en entredicho a la generación que llevó a cabo la Transición los que no reclaman que esa generación tiene también que sufrir las consecuencias de la crisis. El 15-M era un escenario ideal para exigir un cambio de rumbo en las políticas respecto a la juventud, pero prácticamente nadie pareció darse cuenta de que, en expresión del historiador Harold James, hay indicadores que muestran que estamos ante una matizada “guerra generacional”. Por otro lado, los jóvenes en toda Europa se manifiestan contrarios a las reformas laborales y sociales que les convendrían. En Francia, señalaba The Economist, los jóvenes universitarios han estado protestando contra unas reformas laborales que aumentarían sus posibilidades laborales. En España, ni siquiera Podemos o Ciudadanos mencionan la existencia de una brecha etaria. Todo esto no ocurre por una conspiración: no necesariamente los que más protestan son los que luego se expresan unívocamente en las urnas. A diferencia del pensionista español medio, los jóvenes votan en gran parte contrariamente a sus intereses.

Mientras todo esto sucede, los datos son abrumadores. Desde 2008, el riesgo de pobreza para las personas más mayores ha disminuido, y el de los jóvenes se ha multiplicado por dos. En España tenemos lo que el profesor de la Sciences Po Bruno Palier ha definido como “dualidades múltiples”. Hay dos “mundos de bienestar dentro del sistema público”, y la población se divide entre “trabajadores con carrera laboral larga y estable, los insiders asegurados, y outsiders asistidos o activados”. Bruno Palier afirma que “se está desarrollando un mundo secundario de trabajo y bienestar para los outsiders, compuesto por empleos secundarios atípicos, políticas de activación y prestaciones focalizadas para las que es necesaria la comprobación previa de la carencia de ingresos”. Esto significa que ya no toda la población está cubierta por los mismos principios e instituciones. Esta dualidad es particularmente dañina para los que se incorporan al mercado laboral, que compiten en desigualdad de condiciones con individuos muchas veces peor formados y menos productivos pero con contratos blindados. Mientras esto ocurre, las administraciones públicas siguen destinando gran parte de su esfuerzo en contentar a colectivos que objetivamente se encuentran en una posición privilegiada.

El Partido Popular mantiene a cientos de becarios entre los distintos ministerios sin cobrar ni un euro. Ante el asombro de las delegaciones de otros países, los becarios de las embajadas españolas no cobran por trabajar, y se entiende que pueden hacer las labores que nadie quiere hacer. El Partido Socialista en Andalucía sigue con su deriva de proteger cada vez más a los insiders del mercado laboral mientras los outsiders, mayoritariamente jóvenes, protagonizan tasas de paro y precariedad absolutamente intolerables en cualquier país desarrollado. En este momento, hay más de un futuro doctorado sostenido por sus padres haciendo fotocopias gratis a sesentones secretarios. Luego uno tendrá que sobrevivir con suerte a base de estresantes becas para investigar, mientras que el otro disfrutará de una bien remunerada jubilación por haberse sacado una ineficiente oposición cuarenta años antes. Recientemente, un conocido cocinero se ha vanagloriado de tener becarios trabajando hasta dieciséis horas al día sin cobrar prácticamente nada. Es difícil que un gobierno que no paga a sus becarios vaya a tener la valentía de hacer algo al respecto.

Como es habitual, lo peor se lo llevan los jóvenes de familias humildes, que no pueden permitirse ni estar cinco años sin cobrar estudiando una oposición ni realizar eternamente prácticas no remuneradas. Más trágicamente, en este momento los jóvenes de clase baja se encuentran con altas probabilidades de no terminar la educación secundaria básica, y de entrar así en un ciclo eterno de contrataciones temporales precarias. El motor de la movilidad social lleva tiempo averiado, y el dinero público sigue destinándose más a prestaciones que benefician a los más mayores que a políticas contra la pobreza y el desempleo juvenil. Según Eurostat, tras la crisis económica los jóvenes españoles pasaron a encabezar tres porcentajes en toda Europa: el de desempleo, el de involuntariedad en el trabajo temporal (tras Chipre) y el de imposibilidad de hacerse fijos tras realizar un trabajo temporal. Según el Instituto Nacional de Estadística, la tasa de riesgo de pobreza de los mayores de 65 años es de un 12%. La de los menores de 29 años ronda el 36%.

Sin embargo, los jóvenes siguen sin expresar solidariamente demandas comunes ni exigir políticas públicas que se adapten a sus necesidades, como un aumento de las becas de formación o bolsas públicas, similares a las de otros países europeos, para que se puedan financiar los másteres en el extranjero o los proyectos de emprendimiento. Como escribió Manuel Arias Maldonado en Revista de Libros,  “los jóvenes no han tomado conciencia colectiva porque nadie se ha dirigido a ellos como tales, describiéndoles abiertamente su situación en términos de injusticia intergeneracional: esa frase permanece inédita en campaña”. Tristemente, muchos jóvenes no son conscientes de que dentro de ese sistema tan criticado se podrían encontrar mejores equilibrios. Al igual que se modifica la jornada laboral, el permiso por maternidad y la prestación de desempleo, puede garantizarse que nadie trabaje de facto sin cobrar a cambio una contraprestación. Para eso precisamente está la tan desacreditada política.

Existe así una curiosa alianza tácita entre la eterna derecha conservadora envejecida y la inmodificable extrema izquierda juvenil. Estas dos corrientes no quieren hablar en términos de trade off generacional, ni cambiar las reglas de un juego ineficiente e injusto. Si esto se combina con una incapacidad de los jóvenes para movilizarse y entender las reglas de la aburrida democracia representativa, nos encontramos con una situación de enquistamiento de complicada solución. Salga quien salga en futuras elecciones, es difícil que cambie el panorama a corto plazo.

Sin embargo, a medio plazo el cambio tecnológico y la globalización están de parte de los jóvenes. Sería positivo que reclamaran un mercado de trabajo flexible y unas medidas de protección eficaces que se adapten a los nuevos tiempos y a las cambiantes circunstancias vitales que afrontan. No es una cuestión solo de justicia intergeneracional, sino de eficiencia global. Es cierto que la actual generación de jóvenes españoles resulta privilegiada en comparación con la de los años 50, pero siguen existiendo motivos para reivindicar desde la universidad una “solución adecuada a los esenciales problemas (de la juventud)”. Se puede empezar exigiendo, entre otras cosas, el fin de las prácticas públicas no remuneradas, la creación de bolsas de financiación pública para los estudios universitarios y la implementación de nuevos programas específicos contra la pobreza juvenil.  

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Javier Padilla (Málaga, 1992) es autor de "A finales de enero. La historia de amor más trágica de la Transición" (Tusquets, 2019), que obtuvo el XXXI Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.


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