¿Cuál es el límite a la libertad de expresión? No logramos ponernos de acuerdo en este asunto. Incluso una misma persona a menudo dibuja la línea en lugares distintos, según el cruce entre sus intuiciones morales y la simpatía hacia el caso que se le ofrezca de ejemplo. Hay quien es consciente de ello y se muestra prudente; exclama “¡Lo que establezca la ley!”. Pero no es consciente de que la ley cae en el mismo vicio y le arrastra con ella.
Desde hace cinco años un artículo del Código Penal destinado a castigar “torturas light” se ha empezado a usar contra la libertad de expresión. Lleva solo unas pocas condenas, pero ya ha repartido para todos los lados: escritores, artistas y gente de derecha e izquierda.
Se trata del artículo 173.1: “El que infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años”. Nació con el Código Penal de 1995 para perseguir conductas que causen sufrimiento físico o psíquico a una persona y la humillen ante los demás o sí misma. Cinco ejemplos:
-Obligar a una mujer a prostituirse con amenaza de arma blanca y sumergirle la cabeza varias veces en agua (STS 213/2005 de 22 de febrero). Concurrente al delito de prostitución.
-Mantener encerrado a un hombre, atado a la cama de pies y manos, sin luz, sin acceso al aseo, propinándole golpes y amenazas con armas de fuego (STS 629/2008 de 10 de octubre). Concurrente al delito de secuestro.
-Amenazas a lo largo de años por parte de un casero a una inquilina menor de edad a la que previamente había agredido sexualmente bajo amenaza de echar de casa a su familia (STS 28/2015 de 22 de enero). Concurrente al delito de agresión sexual.
-Varios episodios de maltrato físico y psicológico a una persona con movilidad reducida, como cortarle el pelo y obligarle a permanecer en posturas incómodas para su condición (STS 157/2019 de 26 de marzo). Concurrente al delito de maltrato ocasional y amenazas.
-Maltrato a menores: atarlos a la cama, encerrarlos, mantenerlos sedados, no alimentarlos adecuadamente, etc. con resultado de desnutrición y secuelas físicas y psicológicas (STS 420/2016 de 18 de mayo). Concurrente a los delitos de trata de seres humanos y lesiones.
Bien: nos hacemos una idea de qué es trato degradante. Sin embargo, como ya anunciaba, este tipo penal ha pasado de castigar conductas de esta naturaleza a perseguir tuits y textos que ni siquiera contienen amenazas o insultos. ¿Cómo ha ocurrido?
De la tortura al tuit
En primer lugar, hay una condición necesaria: el artículo no persigue una conducta específica. Todo cabe en él si se justifica adecuadamente. Y, como decía Benjamin Franklin, es fabuloso ser un animal con raciocinio, porque uno puede encontrar una razón para hacer cualquier cosa que le venga en gana.
Las motivaciones en las condenas a tuits y textos son las clásicas: poder y dinero. Poder en los casos políticos, en los que el trato degradante se utiliza como un arma nuclear contra el rival; dinero en los casos de escritores, en los que los denunciantes y sus abogadas aprovechan la sobreexposición mediática de sus publicaciones para ver si pueden sacar tajada.
Al pasar de perseguir una acción directa entre particulares a palabras en la esfera de la comunicación pública, las acusaciones se refugian en una pretendida búsqueda del bien moral. Vienen acompañadas de fuertes golpes en el pecho, graves palabras que vacían de contenido, y la actitud mesiánica de extirpar el mal del mundo: la vieja tradición del fariseísmo. “Es evidente, Meletos, que no te han importado ni mucho ni poco estos problemas de los que me acusas”, espetó Sócrates a su acusador en su juicio.
Estas son las condenas a tuits y textos aplicando el artículo 173.1:
Tour de La Manada (¡mi caso!). En diciembre de 2020 el Tribunal Supremo castigó una web satírica que creé en torno al famoso caso de los Sanfermines de 2016. Es la más conocida de otras siete querellas interpuestas por la misma abogada contra tuits y mensajes en foros relacionados con el caso de La Manada. Tres de ellas han recibido condena, el resto siguen atrapadas en el buromundo judicial.
Tuiteros antitaurinos. Publicaron tuits y mensajes privados que deseaban la muerte a un niño con cáncer que había expresado su voluntad de ser torero. Fueron condenados por la Audiencia Provincial de Valencia en junio de 2022.
Camilo de Ory. El escritor publicó tuits de humor negro en torno al caso del niño Julen que, como todo el mundo sabe aunque no quiera, cayó a un pozo y su rescate se prolongó durante tres semanas. De Ory fue condenado por la Audiencia Provincial de Madrid en abril de 2023.
Cristina Seguí. Publicó un tuit en el que ponía en duda la versión de la prensa respecto a un caso polémico. Ha sido condenada por la Audiencia Provincial de Valencia en diciembre de 2024.
De entre los que tengo conocimiento, otro caso ha sido archivado: el de un independentista catalán que había publicado en Twitter “Ya tengo carne de niños castellanos para hacer canelones” en relación al debate de las lenguas en los colegios de Cataluña.
Podemos entender las motivaciones en las personas que acusan. Pero ¿por qué los jueces se suman al carro? Se lo pregunté a un reputado abogado y me contestó que los magistrados también ven Antena 3. Es una manera efectiva y elegante de expresar que el juicio moral se establece en el debate público, y es difícil que la justicia lo desbarate. Creo que la respuesta sirve para los casos en los que se persigue la “degeneración” en los tuits de Camilo de Ory o la web del Tour de La Manada, que juegan, precisamente, con la moralidad, materia prima del arte. En los casos políticos, de los tuiteros antitaurinos, Cristina Seguí y el independentista catalán, atinaría a lo que dije al principio: el cruce entre la intuición moral o convicción ideológica y el caso concreto. Es decir, la justicia no es ciega.
Pero los jueces no son meros opinadores de sobremesa, y han de esforzarse para que su antipatía resulte en condena. La jurisprudencia delimita el uso de este tipo penal con tres requisitos: que la conducta sea grave pero puntual, o leve pero continuada; que haya una intención de humillar; y que la acción sea inequívocamente vejatoria. Para poder aplicarlo a los casos de expresión mencionados, tan alejados del propósito original de la ley, las sentencias presentan necesariamente irregularidades: recurren a falacias, mentiras y manipulaciones para justificar esos tres requisitos.
Las consecuencias son nefastas. Incluso si el caso se archiva, las personas denunciadas sufren un destrozo moral y económico devastador, mucho más grande que el que puedan producir unos tuits, agravado por la inaccesibilidad al lenguaje vedado de los juristas y el trato degradante parejo a la maquinaria estatal y mediática. Las personas denunciantes tal vez se froten las manos al ver sufrir a un rival político o sacar una buena cantidad de dinero, pero van a padecer las consecuencias negativas que desatan en la comunidad: una merma del espacio político, una sobresaturación del sistema judicial e invocar a unas fuerzas que luego es difícil volver a dominar.
Tal vez nos sintamos inclinados a aplaudir su uso según nos satisfaga ideológicamente, de nuevo en el cruce entre nuestras intuiciones morales y la simpatía hacia cada caso concreto, pero, como en todo, tenemos que abstraernos e intentar ser prudentes, mucho más prudentes que quien confía en la ley. Hay que recordar que, en comunicación pública, el timo de la estampita no es otro que hacer pasar por bien común los intereses, traumas y fobias personales. Sirva este texto de ejemplo, sin ir más lejos.