Conforme pasan los días, resultan más claros el alcance y las implicaciones de la insurrección que llevó a la toma temporal del Capitolio de los Estados Unidos. Sabemos que la mayoría de los participantes fueron personas fanatizadas por la retórica violentamente racista de Donald Trump, por la omnipresente propaganda de Fox News y las aún más virulentas Newsmax y One America, y por las más disparatadas teorías de la conspiración que ahora operan bajo la marca QAnon. Estas personas no escatimaron su bravuconería en videos y comentarios colgados en las redes sociales, pero parecen haber sido sorprendidas por la facilidad con la que pudieron ingresar a la sede del Congreso. Una vez adentro, dieron rienda suelta a la bufonería de quienes actúan con muchas ganas y pocas luces: un tipo despatarrado en el escritorio de la Líder de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi; otro disfrazado con pieles y cuernos que pide comida orgánica en la cárcel, y varios más así.
Sin embargo, una parte no menor de los amotinados sabía exactamente a lo que iba y estuvo a punto de lograrlo. Según un informe de la oficina regional del FBI en Norfolk, Virginia, estas personas estaban decididas a secuestrar y quizás ejecutar a miembros del Congreso, incluyendo al vicepresidente Mike Pence, que se rehusaran a ungir a Trump para un segundo periodo presidencial, a sabiendas de que no había ningún argumento legal para ello, y tenían información sobre la ubicación de los túneles dentro del complejo legislativo, posibles puntos de reunión y otras cuestiones logísticas.
La insurrección no logró sus objetivos debido a la acción decisiva de algunos miembros de los cuerpos de seguridad y el personal del reciento legislativo, la sangre fría de los propios congresistas y al hecho de que, en general, las fuerzas de seguridad del Estado se mantuvieron firmemente del lado de la institucionalidad, aunque algunas, como la Guardia Nacional, reaccionaron de manera tardía por las trabas que les impusieron algunos funcionarios nombrados por Trump. Sin embargo, queda el hecho muy preocupante de que entre los insurrectos había varios miembros retirados o en activo de las fuerzas del orden, lo que reabre la vieja duda sobre el grado de infiltración de los supremacistas blancos en el aparato de seguridad del Estado.
Cuando en años recientes se hablaba de la fragilidad de la democracia estadounidense, generalmente se hacía referencia a la polarización del debate público, la influencia desmedida del dinero en los procesos políticos, o la apatía del electorado. Ahora, los ciudadanos de los Estados Unidos deben confrontar la realidad de que por “fragilidad democrática” hay que entender el hecho de que el vicepresidente y la líder de la Cámara, primero y segunda en la línea de sucesión a la presidencia, estuvieron cerca de ser linchados por una turba en la sede de unos de los tres poderes del Estado.
Tanto es lo que está en juego en Estados Unidos, que líderes de todo el mundo se apresuraron a condenar enérgicamente la intentona golpista y el discurso incendiario de Donald Trump que la propició. En este consenso de solidaridad con la democracia y condena al golpismo destaca la ausencia del presidente del vecino y principal socio comercial de Estados Unidos, Andrés Manuel López Obrador.
Los dos años de expresiones de simpatía entre el presidente de México y el presidente más antimexicano que ha tenido Estados Unidos desde James Polk no dejaron de sorprender a propios y extraños, pero la negativa de López Obrador a reconocer el triunfo de Joe Biden cuando los principales líderes europeos y latinoamericanos ya lo había hecho, su crítica a la cancelación de las cuentas de Trump en las redes sociales y el cálido agradecimiento de Trump a AMLO, el 12 de enero, enfrente del muro que tanto presumió como muestra de su dureza hacia México, son acciones que obligan a repensar este estrecho vínculo más allá de la simpatía personal entre ambos.
López Obrador y Trump no podrían tener motivaciones más diferentes. Al primero lo mueve una genuina preocupación por los más pobres y excluidos que no sabe cómo traducir en políticas públicas más allá de repartir efectivo, mientras que el segundo es patológicamente narcisista. Lo que los asimila, sin embargo, es la forma de entender la política como un ejercicio de polarización permanente. Este ejercicio, vestido elegantemente por Ernesto Laclau con los ropajes del populismo teórico, no es más que una política de suma cero en la que los que no son aliados son enemigos, lo que no nos favorece a nosotros favorece al contrario, y la oposición entre uno y otro bando es absoluta e irreductible.
El populismo, como teoría de acción política, fue resucitado a finales de los noventa por una parte de la izquierda iberoamericana que no pudo concebir otros recursos, más que el discurso polarizador, para conformar un bloque “popular” lo suficientemente amplio para derrotar a lo que percibió como un “bloque neoliberal hegemónico”. Eso le funcionó en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, y ahora México. Menos inclinada a las sutilezas de la teoría política, la extrema derecha siempre conoció las ventajas de explotar la polarización, llevada al extremo de exigir la supresión del contrario. Las turbas fanatizadas en busca de linchar a los diferentes son una imagen recurrente de los fascismos en todo el mundo. Europa y buena parte de América Latina pudieron reconocer esa imagen fascista en la irrupción de las huestes trumpistas en el Capitolio. El hecho de que López Obrador y sus voceros oficiosos, como Gibrán Ramírez, no pudieran entender y condenar la aberración ética que constituye una escenificación fascista explícita (con todo y horcas de madera, ataques físicos a la prensa y exhibición de armas), muestra hasta qué punto la aceptación acrítica de la polarización como estrategia válida borra las supuestas diferencias entre un populismo de “izquierda” y uno de “derecha”.
En efecto, la cuestión no es hacer un “buen” uso de la polarización como táctica para crear un bloque popular opuesto al poder, para “incluir” a sectores excluidos, los pobres, las poblaciones indígenas, las comunidades LGBTQ, etc. La cuestión es imaginar la forma de incluir sin polarizar y entender que, siendo la polarización absoluta un arma históricamente formidable de la extrema derecha, para la izquierda caer en la dinámica de la polarización es jugar con fuego.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.