Voces de esperanza

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Hace unas semanas, leí en The Economist una reseña sobre Crossing Mandelbaum Gate: coming of age between the Arabs and Israelis, 1956-1978, de Kai Bird, un libro de memorias escrito por un estadounidense que vivió de niño en Jerusalén. El reseñista afirmaba que hay un virus jerosolimitano que ha afectado desde tiempos inmemoriales a quienes han nacido o vivido en Jerusalén. Esa ciudad inasible no otorga libertad de maniobra. Si se habla y se escribe sobre Israel, es posible escoger un Israel propio y pasearse por su territorio verticalmente, a través de los tiempos, escogiendo una de múltiples opciones. Usted escoge: el Israel bíblico, el país que es una amalgama de grupos étnicos y refugio de poblaciones diversas, la clave para controlar el Mediterráneo en una geopolítica que se pierde en el tiempo y sigue viva, el Israel de David, de los romanos, de los cruzados, de los árabes que después de Mahoma extendieron su dominio hasta la India, el eterno Eretz Israel de los judíos que encarnó en un Estado en 1948.

Pero Jerusalén, con toda su riqueza histórica, tiene ahora solo dos caras. Está situada en el corazón del conflicto palestino-israelí (Israel y los palestinos la reclaman como su capital) y se ha convertido en la condición indispensable para llegar alguna vez a un acuerdo de paz. Como visitante asidua, a mí me debe aquejar el virus jerosolimitano de manera intermitente, porque uno de sus síntomas es dedicar incontables horas a pensar sobre ese conflicto: el dilema de solución aparentemente imposible sobre cómo dividir la tierra que alberga a Jerusalén como futura capital bicéfala entre los dos pueblos que la ocupan. No creo haber escrito en años un solo ensayo sobre Israel que no deplore el enfrentamiento entre palestinos e israelíes y no proponga el surgimiento de un Estado palestino junto a Israel con capital en Jerusalén Oriental.

La reseña de The Economist debió haber agregado otro síntoma de la infección jerosolimitana: la ingente necesidad de leer todo lo que se publica sobre el asunto. Muchos deben hacerlo en busca de la solución perdida o para cimentar sus propias convicciones. Yo leo, antes que nada, por el puro placer de entender lo que es a primera vista incomprensible y porque me gusta remontarme a aquellos tiempos mejores, donde palestinos y judíos convivían en relativa paz, o se movían en un escenario que no había convertido la paz en un desenlace imposible. Jerusalén ha sido siempre una ciudad de absolutos, como todos los territorios dominados por la religión, pero el escenario actual, que ha hecho inalcanzable negociar para la ciudad un futuro compartido entre israelíes y palestinos, es resultado de una mezcla más explosiva que la difícil convivencia de sociedades que profesan religiones diferentes en un espacio tan reducido: de la combinación entre la fe –con su tradicional bagaje de certezas y monopolios de la verdad– y una política cada vez más polarizada.

Por eso, mis guías favoritos para recorrer Jerusalén –de manera real o vicaria– son dos habitantes de esa ciudad que pertenecen a una especie cada vez más rara: seculares, ponderados, liberales, tolerantes y cosmopolitas. Dos hombres que a pesar de padecer el virus de tiempo completo, han tenido la capacidad de reconocer al otro. Entre los dos abarcan, además, la realidad completa de Jerusalén, porque uno es judío-israelí y el otro es palestino. Crecieron a unas cuadras de distancia –nacido uno en 1939 y otro en 1949– en una ciudad en pleno flujo, primero, y paralizada por muros y alambradas –la famosa “tierra de nadie”– después de la guerra de 1948. Amos Oz vivió hasta los quince años en Kerem Avraham y no hay recorridos mejores por Jerusalén que los que describe paso a paso en la primera parte de ese maravilloso libro que es Un cuento de amor y oscuridad. No solo nos regala las atmósferas de la ciudad durante el mandato británico y el nacimiento de Israel, con sus callejuelas, piedras cargadas de pasado, tiendas, incipientes restaurantes y cafeterías, sino un mapa para conocer a fondo a sus variopintos habitantes judíos: rusos, lituanos y polacos que habían emigrado a principios de siglo a Palestina. Cada uno de ellos, embellecido tal vez por la imaginación de Oz, es una joya literaria. El barrio jerosolimitano de Oz es, en efecto, como él lo ha insinuado muchas veces, una estampa que podría haber salido de la pluma de Antón Chéjov.

Pero el epitafio anunciado –porque prácticamente abre el libro– que le dedica a Jerusalén es devastador. “Muchas cosas han pasado en Jerusalén” –escribe apenas en la página 27 de la edición que tengo de Un cuento de amor y oscuridad. “La ciudad ha sido destruida, reconstruida, destruida y reconstruida de nuevo. Un conquistador tras otro ha llegado, gobernado por un tiempo, dejado a su paso algunas murallas y torres, nuevas fisuras en las piedras, un manojo de pergaminos y documentos, y desaparecido. Se han desvanecido como la bruma matutina en los lomos de las colinas. Jerusalén –concluye– es una vieja ninfomaníaca, que asfixia hasta matarlos a un amante tras otro y los despide con un bostezo de aburrimiento.”

No estaría mal que los políticos –y los seudoprofetas– de derecha, de ultra derecha y de ultra ultra derecha que se han apropiado de la agenda política de Israel, Jerusalén incluida, pusieran las palabras de Oz en su escritorio y las leyeran cada mañana: la ciudad quedará, ellos se desvanecerán como tantos otros y ocuparán, si acaso, una nota a pie de página en los libros de historia.

El palestino de esta historia, Sari Nusseibeh, presidente de Al-Quds, la única universidad árabe de Jerusalén, tiene una visión diferente. En Once upon a country rememora una ciudad de ensueño, subrayando una y otra vez los 1,300 años que los árabes palestinos han habitado Jerusalén. Nusseibeh reconoce abiertamente que Un cuento de amor y oscuridad fue su musa inspiradora y, tácitamente, responde a Amos Oz dando su propia versión de los hechos. Once upon a country no es una joya literaria como el libro de Oz, pero tiene un valor inmenso: el juego de argumentos y contraargumentos entre Oz y Nusseibeh expone con claridad el profundo desencuentro entre judíos y palestinos que ha desembocado en la espiral de violencia actual entre ambos pueblos. Por supuesto que Sari Nusseibeh traza el mapa de su Jerusalén desde una atalaya muy diferente a la de Oz. Descendiente de una familia ilustre y adinerada, que cuenta entre sus filas a jueces, políticos, filósofos sufíes, terratenientes y a un representante en cada generación que funge como custodio de la pesada llave que abre el portón de la Iglesia del Santo Sepulcro, tuvo una infancia de privilegio y abundancia, mientras Amos Oz vivía con sus padres en un pequeño apartamento bajo el nivel del suelo.

Nusseibeh tiene algunas desventajas frente a Oz: es falso que el nacionalismo palestino haya estado perfectamente cimentado en las primeras décadas del siglo XX como él sugiere. Los judíos, futuros ciudadanos de Israel, sabían muy bien lo que querían: la creación de un Estado propio. Los palestinos solo deseaban la continuación de un statu quo imposible. A diferencia de los judíos, les faltaba liderazgo, visión y voluntad. Otra sería la historia si generaciones de palestinos reconocieran la multitud de errores que cometieron, dejaran atrás su propia historia y tomaran en sus manos el futuro. En descargo de Nusseibeh habrá que reconocer que, a diferencia de la mayoría de los palestinos, eso es precisamente lo que él ha hecho.

La otra desventaja es aun más aplastante: los palestinos –y Sari Nusseibeh no es aquí ninguna excepción– han montado su lucha en el martirologio. En un mundo teñido de antisemitismo, la retórica palestina ha tenido un éxito notable. Pero la verdad es que no hay despojo, expulsión de palestinos o Nakbas que puedan compararse con el Holocausto. Eso fue lo que decidió la votación en la ONU que en noviembre de 1947 dio nacimiento a Israel. No reconocer en toda su magnitud la tragedia que subyace a la historia israelí ha desembocado en la negación del Holocausto, cuyo mejor vocero hoy por hoy sería un personaje de caricatura si no tuviera poder: el presidente iraní Ahmadineyad. O en argumentos retorcidos que deploran que los árabes hayan tenido que pagar los crímenes europeos. A cambio, Oz reconoce que los judíos que llegaron a Palestina desde fines del siglo XIX no tenían ojos para los palestinos, no conocían su historia y, peor aún, no tenían ningún interés en entender y aprender. Para todos los efectos prácticos, los Nusseibeh no existían.

Y es una pena, porque el hecho mondo y lirondo, dice Oz, es que “la Europa que humilló y oprimió a los árabes a través del imperialismo, colonialismo, explotación y represión, es la misma Europa que oprimió y persiguió a los judíos, y terminó permitiendo o ayudando a los alemanes […] a asesinarlos a casi todos. Pero cuando los árabes nos miran –afirma Amos Oz– no ven a un montón de sobrevivientes medio histéricos, sino a un retoño del colonialismo europeo […] que se las ha arreglado astutamente para regresar al Medio Oriente bajo un disfraz sionista para explotar, expulsar y oprimir a los árabes de nuevo. Y cuando nosotros los vemos, no los miramos como víctimas paralelas, no los vemos como hermanos en la adversidad, sino como cosacos empeñados en nuevos pogromos, antisemitas sangrientos, nazis encubiertos, como si nuestros perseguidores europeos hubieran reaparecido en la tierra de Israel, se hubieran puesto kufiyyas y se hubieran dejado crecer abundantes bigotes, convirtiéndose en la versión moderna de los viejos asesinos”.

Nusseibeh recoge esa imagen que tantos palestinos rechazan. Nacido en 1949, vivió hasta la adolescencia del otro lado de la “tierra de nadie”, en lo que era, de hecho, territorio jordano. Israel era “la entidad sionista” y lo único que Nusseibeh había visto de sus vecinos tan cercanos, y tan distantes a la vez, era lo que podía vislumbrar a través del alambre que coronaba la división de la ciudad. La lejanía alimentó los mitos en ambos lados y el desencuentro entre palestinos e israelíes no abonó el terreno para llegar a un acuerdo cuando el muro que dividía Jerusalén desapareció durante la Guerra de los Seis Días, en 1967. El ejército israelí ocupó la ciudad de Jerusalén y las tierras del llamado Margen Occidental. En unos cuantos días, quienes habían vivido separados alimentando leyendas y agravios por casi veinte años se convirtieron en vecinos cercanos. Familias como los Nusseibeh volvieron a visitar las ciudades y pueblos en Israel, donde habían nacido sus padres y abuelos antes de 1948. Pero pocos palestinos harían lo que Sari Nusseibeh: irse a vivir por meses a un kibutz para entender a Israel y a sus habitantes.

Para los judíos israelíes, los palestinos se convirtieron también en una presencia cotidiana, especialmente en Jerusalén. Desafortunadamente, esta convivencia no transformó a la ciudad en un espacio multicultural y tolerante. Nuevos protagonistas ampliarían el desencuentro de más de un siglo incorporando a lo que era y es un conflicto político dos visiones religiosas excluyentes: el fundamentalismo islámico y el fundamentalismo judío que, como todas las posiciones radicales, se tocan en sus extremos y acaban pareciéndose.

Grupos mesiánicos ultraortodoxos, que ocupaban entonces una franja pequeñísima del espectro político israelí, tomaron el futuro en sus manos y establecieron una población tras otra en el Margen Occidental –las antiguas Samaria y Judea. En Samaria, al norte de los territorios llamados ahora “ocupados”, entre Afula y Jerusalén, había en 1976 quince pobladores judíos; a principios de los ochenta, había más de cincuenta mil. Hoy hay más de 250,000 pobladores israelíes en el territorio donde surgirá, en un futuro que se ve cada vez más lejano, un Estado palestino. Muchas de estas poblaciones han formado un cerco alrededor de Jerusalén que amenaza con aislar la ciudad de los territorios “ocupados”. Los pobladores dicen seguir el Mandato divino: no hay ocupación alguna. Ellos solo han vuelto a su tierra “ancestral”.

Por su parte, los palestinos optaron, con el breve paréntesis que representaron los acuerdos de Oslo y su fracaso, por la violencia: el terrorismo se transformó en una yihad. Una guerra santa encabezada por terroristas suicidas que ha dejado una estela de muerte en Jerusalén y otras ciudades israelíes.

Sari Nusseibeh, que quería ser filósofo y no político, se alió con los palestinos moderados en busca de estrategias eficaces y no violentas. La política se convirtió irremediablemente en su vida: pocos han condenado de manera más eficaz a los fundamentalistas del movimiento Hamás que ha cobrado una fuerza creciente entre los palestinos y gobierna, hoy por hoy, la Franja de Gaza, la porción de territorio palestino que da al Mediterráneo.

Amos Oz adquirió una nueva pluma. Desde 1967 tiene dos –me contó cuando lo entrevisté en 2007 en su casa de Arad–: una negra y una azul. No me quiso decir cuál es la que saca cada mañana para escribir cuentos y novelas (yo creo, sin tener ninguna prueba, que es la azul), pero la otra la dedica a cuidar la palabra: se ha convertido en el guardián del lenguaje político en Israel y en el defensor de una civilización judía ilustrada y humanista. Aquella que emergió en la Diáspora, polinizada por todos los mundos y culturas que los judíos habitaron. Con esa pluma ha denunciado a políticos de todas las tendencias y ha acuñado los mejores argumentos para desmontar a quienes se empeñan en recuperar el pasado con base en la negación de los otros.

Todos estos razonamientos están resumidos en una nuez en un libro publicado en 1983, tan vigente entonces como ahora. Se llama significativamente En la tierra de Israel y no es tampoco ninguna casualidad que la portada de la edición en inglés sea una amplia fotografía de Jerusalén. Es un libro de reportajes y su eje es la visita que hizo Oz al asentamiento de Ofra, en los territorios “ocupados”, y el debate en el que se enfrascó con sus habitantes. Es una lectura indispensable para entender la polémica y el desencuentro entre los israelíes herederos del sionismo original –que quería incorporar a Israel a la familia de los pueblos y establecer una sociedad justa, luminosa e igualitaria– y estos nuevos representantes de un sionismo excluyente que pretende revertir la historia e instalarse en los tiempos bíblicos. Una especie de fantasía nacionalista religiosa, la llama Oz. Una utopía de la misma pasta destructiva que los sueños de opio de los fundamentalistas islámicos que confronta Nusseibeh y que pretenden, por ejemplo, restablecer un Califato musulmán desde el Medio Oriente hasta Sevilla y Córdoba.

En relación a los palestinos, el eco de las palabras de Oz resuena en las políticas de Nusseibeh. La única diferencia es que Sari Nusseibeh es más duro al describir las muchas equivocaciones palestinas y Amos Oz es más definitivo e inclemente al juzgar los errores israelíes. “En 1967, en el éxtasis que siguió a la victoria militar y a la intoxicación mesiánica, nuestra arrogancia creció y nuestro sentido de la realidad empezó a trastabillar. Este colapso –añadió Oz dirigiéndose a los pobladores de Ofra– es también resultado del autismo moral que se esparció por el país y del cual ustedes son ejemplos inmejorables. ¿Qué formas toma este autismo? Antes que nada en la actitud frente a los árabes que tienen ustedes aquí: la demanda que hacen a los palestinos para que acepten un estatus que ustedes jamás aceptarían.”

 

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Estos no son buenos tiempos para los demócratas liberales como Oz y Nusseibeh en el Medio Oriente. Irán y sus retoños han propagado y sustentan el fundamentalismo islámico en Líbano y en Gaza; el puritanismo anacrónico domina naciones desde la península arábiga hasta Pakistán. Entre los palestinos, voces como la de Nusseibeh son cada vez más escasas y, dentro de Israel, los autistas morales han sentado sus reales en el gobierno. Estos no son tampoco buenos tiempos para los liberales demócratas en el resto del mundo, México incluido. Por eso es un buen momento para levantar la voz y resguardar el legado que los autistas morales amenazan en muchas latitudes, el haz de principios civilizatorios que serían un lugar común si no estuvieran hoy tan asediados y que pueden resumirse fácilmente: democracia, igualdad sin distinción de sexo o raza, libertad para vivir como se quiera en el marco de la ley, absoluta libertad de expresión, de pensamiento y de prensa, y separación de la religión y el Estado.

¿A fin de cuentas, el odio y el afán de venganza le han ganado a la tolerancia?, se cuestiona Nusseibeh en el epílogo de su libro. Una pregunta que debe haber discutido hasta el cansancio con Amos Oz. Tal vez, los dos estén de acuerdo en la respuesta de Nusseibeh que concluye que las divisiones políticas que desgarran la Tierra Santa comienzan y terminan en el ámbito de la imaginación religiosa. Y ahí es donde hay que empezar a combatirlas hasta enterrarlas.

Cuando la historia dé la vuelta y el costo moral, político y económico de los pobladores que invaden el Margen Occidental sea superior a los beneficios de mantener una fantasía teocrática y chauvinista, Israel encontrará los estadistas que necesita para firmar un acuerdo de paz. Cuando la historia dé la vuelta y los palestinos tengan que aceptar que la violencia genera tan solo violencia y que la fuerza no derivará en el establecimiento de un Estado propio, se sentarán a negociar con los israelíes. Entonces, los muros de concreto, de prejuicios y mitos que dividen a palestinos e israelíes empezarán a derrumbarse y Jerusalén volverá a ser, como la sueña Nusseibeh, la entrada terrestre a un mundo divino donde musulmanes y judíos recojan la huella rica y acumulativa de los profetas visionarios y humanistas que sentaron los cimientos de dos de las tres grandes religiones monoteístas, para construir, en paz, una convivencia profunda y tolerante. ~

 

Este texto fue leído en la recepción del Premio Jerusalén 2010, otorgado recientemente a la autora.

 


(Ilustración: LETRAS LIBRES / Gabriel Gutiérrez)

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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