Cuando Barack Obama ganó la elección presidencial estadunidense en 2008, un amplio sector de la sociedad pensó que, casi en automático, vendrían tiempos mejores. En parte, era una cuestión de antecedentes. Después de ocho años de George W. Bush, parecía difícil que las cosas pudieran ir peor. Pero la esperanza que despertó Obama no se explica solo desde el contraste con un predecesor torpe y hasta peligroso. En mayor medida, la ilusión de cambio fue generada por Obama mismo. Después de todo, el hombre es un personaje único. Alguna vez, una revista en Estados Unidos preguntó a sus lectores si conocían a alguien con la misma historia de vida que Obama —nacido en Hawai, hijo de un economista keniano y una mujer de Kansas, con el valor agregado de haber vivido durante la adolescencia en Indonesia—. Para sorpresa de nadie, ningún lector atinó a nombrar a alguien con una experiencia similar.
Ese carácter exclusivo y la innegable brillantez del joven presidente electo auguraban buenos tiempos. El furor que generaba la figura de Obama hace un lustro era tal, que algunos comenzaron a advertir —y con razón— el riesgo de las expectativas: ¿cómo podría estar Obama a la altura de su propia leyenda? Parecía imposible. Y lo fue. A final de cuentas —o hasta ahora cuando le restan tres años de su segundo periodo— la conclusión es triste e ineludible: el Obama presidente le quedó corto a la figura heroica del Obama candidato. Si bien no ha sido un fracaso, la presidencia de Obama ha estado lejos del carácter de transformación que tuvieron su campaña y su triunfo electoral. Parte de las dificultades son achacables al propio Obama. Mucho se ha escrito sobre cómo el carácter cálido y gregario del Obama candidato simplemente se perdió en algún momento de la mudanza (grande) de Chicago a Washington. Los expertos pensaban que la llegada de Obama a la Casa Blanca implicaría una venturosa mezcla entre el talento político de los Clinton y el magnetismo casi erótico de los Kennedy. No ha habido ni lo uno ni lo otro. Los Obama resultaron una pareja intensamente celosa de sus tiempos, poco interesada en jugar el juego social de la capital estadunidense. Obama, por su parte, ha estado lejos de mostrar las dotes de seducción de Clinton. Mucho más profesor que político, simplemente no pudo ni quiso desarrollar la dinámica requerida para enamorar a los distintos actores de Washington que irremediablemente rodean al presidente de Estados Unidos.
Pero sería muy injusto asignarle toda la responsabilidad a Barack Obama en este diagnóstico de los últimos años difíciles de la política en Estados Unidos. Lo cierto es que Obama se ha enfrentado con dos fantasmas íntimamente relacionados: un antagonista intransigente y el fenómeno de la polarización política. Tras el triunfo de Obama en 2008, el Partido Republicano no optó por reinventarse, sino por radicalizarse. Dejaron atrás a figuras moderadas como John McCain para entregarse a gente como Sarah Palin, Mitch McConnell, Paul Ryan, John Boehner y hasta fanáticos auténticos como Rick Santorum (el magnetismo de la derecha fue tal que Mitt Romney tuvo que fingir ser mucho más conservador de lo que en realidad era para quedarse con la candidatura el año pasado). En realidad, la única lección que los republicanos parecieron haber aprendido de aquella primera derrota contra Obama fue… la necesidad de derrotar a Obama lo antes posible. En un acto inédito, Mitch McConnell, líder de los senadores republicanos declaraba, apenas unas semanas después de la toma de posesión de Obama, que el objetivo principal republicano para los siguientes años sería negarle un segundo periodo al presidente. Desde entonces, los republicanos se han obstinado en bloquear cuanta nominación, cuanta iniciativa, cuanto debate venga de Obama. Incluso el gran logro de Obama como presidente, la reforma sanitaria, ha sido atacado implacablemente desde su milagrosa aprobación. En lo que podría ser descartado como un berrinche ridículo, pero que en realidad es un síntoma de la más grave polarización, los republicanos han tratado de revocar la ley 40 (¡!) veces. Se calcula que el congreso republicano ha dedicado 20% de su tiempo a encontrar la manera de revocar la ley. Esa conspiración en realidad revela prejuicios mayores, No solo el hambre desmedida por volver al poder, sino un odio ad hominem contra Obama, que probablemente arraiga en el racismo.
Ahora el Partido Republicano está a punto de provocar una crisis mayúscula, que le ganará un nicho privilegiado en el panteón de los intransigentes. Producto de su obsesión malsana por perjudicar a Obama y su dedicación no menos obcecada a reducir el tamaño del ejercicio gubernamental a como dé lugar, los republicanos han amenazado con paralizar el gobierno si no alcanzan un acuerdo para negarle fondos a la reforma de salud, de próxima implementación. Las consecuencias de la terquedad republicana serían graves para el país y, probablemente, para el presidente. Pero los mayores perjudicados serían, sin duda, los propios republicanos. Hace 20 años, Newt Gingrich pensó que arriesgar la estabilidad del país en aras de una batalla épica contra un presidente demócrata resultaría no solo sensato sino políticamente redituable. Se equivocó. También los republicanos de hoy cometen un error. La vuelta al poder no pasa por el sabotaje suicida del poder: arriesgar al país para retomar sus riendas. Quizá en 2016 aprendan la lección.
(Milenio, 21 septiembre 2013)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.