Una de las principales preocupaciones que ha dejado el proceso electoral 20-21 ha sido la del impacto del crimen organizado en la reconfiguración del poder político. Además del alarmante número de asesinatos de personas vinculadas a los procesos municipales, existe un riesgo que no hemos terminado de dimensionar: que dos personajes con posibles vínculos criminales lleguen a ocupar cargos de gobernador. Me refiero al caso de Ricardo Gallardo, en San Luis Potosí, y al de Félix Salgado Macedonio, a través de su hija, en Guerrero.
El potosino, del Partido Verde, pisó la cárcel en 2015 por delincuencia organizada y fue liberado por fallas procesales. En el caso de Salgado Macedonio, versiones periodísticas apuntan a que, durante su etapa como alcalde de Acapulco, colaboró con el cártel de los Beltrán Leyva, organización a la cual perteneció el suegro de su hija, la candidata formal de Morena.
Más allá de las implicaciones políticas, diplomáticas e incluso éticas de que lleguen al poder gobernantes con vínculos criminales, vale la pena preguntarnos sobre el efecto que un narcogobierno tiene en la seguridad de esos territorios y, sobre todo, en la vida de los ciudadanos y las actividades del sector privado.
Quizás el caso más emblemático de un narcogobierno ha sido el de Roberto Sandoval en Nayarit, entre 2011 y 2017. Durante esos años, el fiscal del estado, Edgar Veytia, se convirtió en la cabeza de un auténtico modelo de cooperación criminal desde el gobierno.
Primero como subprocurador y luego como fiscal, Veytia utilizó a esta institución y a sus fuerzas especiales para liquidar a criminales que no se alineaban a su control y estableció una especie de reparto territorial entre las principales organizaciones, de cuyas ganancias se beneficiaba personalmente. Se trató de un modelo de pax mafiosa donde el Estado no era un simple árbitro, sino cómplice del crimen organizado. A Veytia se le llegó a conocer públicamente como el “Fiscal de Hierro”, pero en los círculos criminales se hablaba de él como “El Diablo”. Hoy, Veytia cumple condena por narcotráfico en los Estados Unidos.
Es cierto que la pax narca de Nayarit se reflejó en una importante caída de los homicidios dolosos: según el INEGI, disminuyeron 75% de 2011 a 2016, alcanzando los niveles más bajos de su historia reciente. No obstante, mientras la violencia homicida disminuía, Edgar Veytia se convirtió en un auténtico capo que, desde la fiscalía, cometía todo tipo de atropellos. Lo mismo extorsionaba a empresarios y comerciantes a punta de pistola que obligaba a ejidatarios a vender sus tierras a criminales. Encarcelaba a quienes se le oponían y atacaba a sus adversarios políticos. Sus policías torturaban, desaparecían y asesinaban.
La pax narca terminó tras el arresto de Veytia, y los conflictos criminales en el estado se reactivaron. De 2016 a 2017 los homicidios se triplicaron, y la cloaca de arbitrariedades y violaciones a los derechos humanos se destapó con una interminable lista de denuncias por parte de campesinos, empresarios, políticos y periodistas.
La lección que deja el caso de Nayarit no solo es que la “paz” de los narcogobiernos es insostenible –pues apenas se trastocan los equilibrios político-criminales se desata nuevamente la violencia–, sino que, además, se abre la puerta a los peores atropellos por parte de quien debería proteger a la ciudadanía.
Con esto en mente, el electorado mexicano no puede equivocarse este próximo 6 de junio: votar por alguien con vínculos criminales o que promete negociar la paz con ellos termina siendo contraproducente. En última instancia, el ciudadano solo cambia de opresor; tal vez ya no sea víctima del criminal de cuerno de chivo, pero sí de uno más poderoso: el que despacha desde las oficinas gubernamentales.
Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.