Foto: Ashwin Vaswani en Unsplash

Francisco y el Siglo

Francisco carecía de la capacidad suasoria de Benedicto o la seducción de Juan Pablo. Lo suyo era la perseverancia en la adversidad. Y fue, quizá, la persona adecuada en el remolino de los días.
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En medio de una convulsión global que amenaza la médula espinal de Occidente, ha muerto el papa Francisco. A diferencia de los otros papas, su nombre no se acompaña de numeración cardinal: Francisco. Cada papa adopta su linaje y elige su nombre, y el argentino Jorge Mario Bergoglio incurrió en la osadía de tomar el nombre del santo de Asís, probablemente el más conocido, famoso e influyente en la tradición cristiana. Pero el santo de la hermandad de las criaturas, que ahora habita el centro del canon, fue un auténtico vanguardista y revolucionario. Y resulta solo exacto que un jesuita en busca de san Francisco haya tenido que vérselas con un problema mayúsculo: un mundo en el que el cristianismo va quedando cada vez más como una cultura y cada vez menos como religión.

Jorge Mario Bergoglio eligió formarse en la orden contrarreformista que siguió un movimiento inverso al de la mayoría de las órdenes religiosas. Mientras el cristianismo y la Iglesia buscaron el claustro y el retiro, los jesuitas acudieron al “Siglo” (como solía llamarse al mundo exterior, el de los acontecimientos y cambios históricos y políticos). De modo que el amor de las criaturas, el progreso de la salvación, el encuentro activo con el siglo son los signos que Francisco procuró para sí y su pontificado. ¿Lo logró, estuvo a la altura? A veces. Probablemente de ánimo y espíritu, pero no siempre frente a la ruptura entre el siglo y la Iglesia, ni al interior de la propia Iglesia.

Bergoglio se ordenó en 1969, en una sociedad argentina confrontada y dividida. Como sacerdote, sus oficios debían llamar a la concordia, pero eran los años 70. La izquierda parecía el único espacio habitable. La democracia era un proyecto parvulario, y la derecha era militar, no solo en Argentina, sino en buena parte de América Latina, en África… Como jesuita, Bergoglio quedó colocado en medio: por su condición de religioso, podía acceder al diálogo con el catolicismo duro y necio de los militares, a la vez que conversaba y defendía la indignación justiciera de los grupos de izquierda. Era imposible tener al mismo tiempo dos cosas indispensables para la catolicidad: paz y justicia.

Conoció desde entonces, y supo sobrellevar, las virulentas antipatías de aquellos a quienes procuró en concordia, y es de imaginar que esta templanza personal, en medio del Siglo, resultara determinante para su elección papal.

El papado de Juan Pablo II tuvo un lugar especial en la historia. A la vez moderno y tradicional, Juan Pablo II viajó y viajó. Hombre carismático, con estudios filosóficos y literarios, que venía de los horrores de los totalitarismos y el exterminio, fue una de las más notables fuerzas democratizadoras del siglo XX: convirtió al Vaticano en una de las sedes centrales de la transformación democrática y liberal que advendría con el colapso de la URSS.

No todo fue miel sobre hojuelas. La Iglesia se dio cuenta de nuevo de que se puede tentar al Siglo, pero no sin llevarse una tarascada. Y seria: rumores y, después, acusaciones verdaderas: la casa de Dios era usada también como refugio de pedófilos. No era problema nuevo, pero ahora era público y chocaba escandalosamente con la cultura contemporánea.

Y llega Benedicto XVI, un hombre de erudición y admirable capacidad como teólogo, filósofo y pensador. Un hombre de Iglesia, pero muy limitado como orador y actor político o como imán de masas. Hizo lo que pudo, dentro de lo que debía hacer, para restaurar las líneas de credibilidad y práctica litúrgica. Y es de admirar su claridad frente a sus propias limitaciones: la Iglesia requería un papa que supiera hablar de nuevo al Siglo. No era él.

Era este jesuita, tocado por el santo de Asís y curtido en un cristianismo perseverante entre adversidades. Tuvo que asumir una tarea inmensa: recuperar la respetabilidad pública, política, internacional, de una Iglesia debilitada de dos modos: hacia dentro, la escasez de vocaciones, el disgusto ante las concesiones teológicas y doctrinarias; frente al Siglo, ofrecer la opción de fe, esperanza y caridad a una civilización occidental postcristiana. Ya no existe el acomodo medieval que hizo de la Iglesia católica el bastión civilizatorio, cultural y jurídico del mundo occidental. La función sagrada se ha debilitado frente al poder y el mercado. Y la Iglesia, que fue la atalaya de la estabilidad, ya no tiene un punto de reposo y la sacralidad precariamente logra hallar alguna continuidad en el cambio.

La figura papal ya no impone reverencia ni temor. En el documental Amén. Francisco responde (Netflix) aparece el papa rodeado de jóvenes; dialogan de modo simple y los jóvenes no tiene empacho en tutearlo y desafiarlo. Es una apertura muy significativa, que el mismo Francisco buscó de diversos modos: con el patriarca Bartolomé, cabeza de la Iglesia ortodoxa; con la fe judía, con las distintas agrupaciones ecologistas y, con menos éxito, el Islam. No ahorró en riesgos.

Y desde el principio su pontificado tuvo serias críticas, y no desdeñables. Por ejemplo, tras la publicación de la Exhortación apostólica sobre la familia, Amoris Laetitia (2016), un grupo de teólogos e historiadores le respondió acusándolo de hereje. Francisco carecía de la capacidad suasoria de Benedicto, o la seducción de Juan Pablo. Lo suyo era la perseverancia en la adversidad. Y fue, quizá, la persona adecuada en el remolino de los días. Ni el carisma de Juan Pablo II, ni la admirable cabeza de Benedicto XVI hubieran podido navegar un entorno que, de pronto, tiende de nuevo a las dictaduras, las autarquías y detesta su pasado inmediato, democrático, liberal, globalista, de libre mercado. ¿Por dónde irá la próxima cabeza de la Iglesia? Que fuera una convocatoria al liberalismo democrático, sería, además de deseable (creo), una muestra del dinamismo que requiere nuestro tiempo. ¿Y en la fe? ~


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