50 aƱos de la New York Review

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Que la crĆ­tica literaria es fundamental en cualquier sociedad civilizada es algo que empieza a estar en entredicho, si es que no se trata de una nociĆ³n desprestigiada desde hace mucho tiempo, fundamentalmente por la general deserciĆ³n de los principales implicados –editores, crĆ­ticos y escritores–, que parecen resignados a dejar que su trabajo sea pasto de la publicidad o simplemente de la indiferencia. Sin olvidar que cada Ć©poca entona su particular lamento fĆŗnebre por el ejercicio de la crĆ­tica, no estĆ” de mĆ”s, ahora que su rostro ya va cobrando forma, tener en cuenta algunos casos del siglo XX y ver hasta quĆ© punto pueden ayudarnos a tomar conciencia de la trascendencia de esa disciplina y de su misiĆ³n en la dialĆ©ctica literaria de nuestros dĆ­as.

 

Hace ahora cincuenta aƱos, en febrero de 1963, nacĆ­a The New York Review of Books, una de las revistas que mĆ”s han contribuido, en el Ć”mbito anglosajĆ³n, a la discusiĆ³n literaria, entendida –y es algo esencial, sobre todo desde la perspectiva espaƱola– como un campo donde se dirimen todas las cuestiones primordiales de la polis y no solo aspectos de Ć­ndole estĆ©tica, artificiosamente segregadas de la problemĆ”tica social. La feliz iniciativa fue idea de un grupo de escritores y editores, entre los que se contaban Barbara y Jason Epstein o Elizabeth Hardwick y Robert Lowell. Nueva York sufrĆ­a desde el mes de diciembre una huelga de impresores que habĆ­a paralizado a los principales periĆ³dicos, un parĆ©ntesis sabiamente aprovechado por los fundadores de la revista para poner en prĆ”ctica su concepciĆ³n de la crĆ­tica literaria, cuya decadencia habĆ­an denunciado en varias ocasiones. Hojear aquel primer nĆŗmero causa todavĆ­a admiraciĆ³n y envidia. Mary McCarthy reseƱaba, en un texto largo y severo, El almuerzo desnudo de William Borroughs. W. H. Auden saludaba una reediciĆ³n de Anathemata, el largo poema de David Jones. Otro excelente poeta, John Berryman, comentaba con indisimulado entusiasmo la apariciĆ³n de La mano del teƱidor, la hoy clĆ”sica recopilaciĆ³n de ensayos del propio Auden. Entre los demĆ”s colaboradores estaban, por ejemplo, Norman Mailer, Gore Vidal, Susan Sontag o Barbara Probst Solomon. En sus trabajos, todos se atenĆ­an a la filosofĆ­a resumida en el editorial, modĆ©lico en unos principios hasta hoy inviolados:

 

The New York Review of Books presenta reseƱas de algunos de los libros mĆ”s interesantes e importantes publicados este invierno. No persigue, de todos modos, llenar simplemente el hueco creado por la huelga de impresores en la ciudad de Nueva York, sino aprovechar la oportunidad que la huelga ha brindado para publicar el tipo de revista literaria que los editores y colaboradores creen necesario en AmĆ©rica. Este nĆŗmero de The New York Review of Books no pretende cubrir todos los libros de la temporada, ni siquiera todos los importantes. No se ha perdido tiempo ni espacio, sin embargo, en libros que son triviales en sus intenciones o venales en sus efectos, salvo en ocasiones, con el mero propĆ³sito de reducir una reputaciĆ³n temporalmente hinchada o de llamar la atenciĆ³n acerca de un fraude. Los colaboradores han entregado sus reseƱas para este nĆŗmero a la mayor brevedad y sin la expectativa de ser remunerados. Los editores han prestado su tiempo y, puesto que el proyecto fue promovido sin capital alguno, las editoriales, a travĆ©s de la publicidad, han permitido financiar la impresiĆ³n. La esperanza de los editores estriba en sugerir, aunque sea de manera imperfecta, algunas de las cualidades que una publicaciĆ³n literaria responsable deberĆ­a tener y descubrir si hay, en AmĆ©rica, no solo la necesidad de tal revista sino una demanda de la misma.

 

El primer nĆŗmero se agotĆ³ en pocos dĆ­as y la publicaciĆ³n se consolidĆ³ rĆ”pidamente como uno de los referentes de la literatura anglosajona. El crĆ­tico por excelencia, Edmund Wilson, que desde los aƱos veinte tanto habĆ­a contribuido a construir una lectura, en muchos aspectos inaugural, de la novela norteamericana, se uniĆ³ a la nĆ³mina de colaboradores, luego enriquecida con nombres como Harold Bloom, J. M. Coetzee, V. S. Naipaul o Joan Didion.

 

MĆ”s que inspirarnos nostalgia, el ejemplo de The New York Review of Books deberĆ­a recordarnos que la ediciĆ³n, sin riesgo ni diĆ”logo crĆ­tico, no es nada y se disuelve en su propia inanidad. Hoy en dĆ­a nos enfrentamos a algo mucho mĆ”s complejo que una huelga de impresores, pues la revoluciĆ³n digital supone una transformaciĆ³n del tradicional sistema de reproducciĆ³n y difusiĆ³n donde todavĆ­a no se ve claramente cĆ³mo se van a reconfigurar y relacionar los distintos emisores. Y, mĆ”s que a un declive de la crĆ­tica como el que denunciaban los Epstein, ahora asistimos a una especie de demencia senil de la prensa, perpleja ante el rostro de CalibĆ”n que ve reflejado en el azogue virtual, cuya frontera, incautamente, ha cruzado mucho antes de preguntarse por su naturaleza y de entender o promulgar sus leyes. La situaciĆ³n parece idĆ³nea para que la crĆ­tica experimente un resurgimiento, libre de ataduras comerciales y de servidumbres empresariales, pero, al mismo tiempo, el fabuloso espacio digital, capaz de conjugar tantas posibilidades, parece amenazado por una dinĆ”mica cada vez mĆ”s febril donde todo acto, toda expresiĆ³n, van fatalmente encaminados a dibujar una figura publicitaria, cegados por el resplandor narcisista de la imagen de sĆ­ mismos. Se trata de un fenĆ³meno que ya denunciĆ³ Walter Benjamin cuando aseverĆ³ que lo que sitĆŗa a la publicidad por encima de la crĆ­tica no es lo que dicen los huidizos caracteres rojos de los letreros luminosos, sino el charco de fuego que los refleja en el asfalto.

 

Ahora, de un modo mĆ”s perentorio que hace cincuenta aƱos, cuando en EspaƱa ha desaparecido casi por completo una crĆ­tica capaz de discriminar y cualquier libro, no importa si es de PĆ©rez-Reverte, de Almudena Grandes o de Chateaubriand, goza de una parecida y obsecuente complacencia, urge la necesidad de defender, por boca de aquellos escritores, crĆ­ticos y editores que se sienten todavĆ­a integrantes del bien pĆŗblico, la libertad y la ambiciĆ³n del juicio, aquella a la que apelaban los fundadores de The New York Review of Books para poder seguir interrogando al mundo. ~

 

 

 

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(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.


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