A propósito de Bartleby

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A principios de los noventa, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs aterrizaban en Barcelona con el manuscrito de su Antología del cuento triste, que sería publicado más tarde por la editorial catalana Hermes. La anécdota de su gestación, sin embargo, se remonta a algunos años atrás. En el invierno de 1981, durante una estancia en Estados Unidos, el matrimonio caminaba por cierta calle neoyorkina. De pronto, un transeúnte los detuvo para comunicarles el gusto que le daba toparse con gente feliz. Paradójicamente, esto llevó a la pareja a recordar historias tristes. Ya en México, comenzaron el proyecto de ensamblar una antología de cuentos con ese punto en común: la desolación presente entre sus páginas. La selección definitiva se ciñó a la lista que pensaron en conjunto desde el fortuito encuentro, y se respetó el criterio cronológico para ordenar los textos. El decano resultó ser la conmovedora historia decimonónica de Herman Melville “Bartleby, el escribiente”.

Publicado anónimamente en la Putnam’s Monthly Magazine, “Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street” se dividió entre los números de noviembre y diciembre de 1853, primer año de vida de la revista literaria norteamericana. Tres años más tarde, Melville lo compilaría en The Piazza Tales, al lado del polémico “Benito Cereno” y de otros relatos que, a excepción de “The Piazza”, también se publicaron antes en Putnam’s. Para ese entonces, Herman Melville había escrito ya sus obras más importantes: cinco que le merecerían popularidad y estabilidad económica por un breve período –Typee (1846), Omoo (1847), Mardi (1849), Redburn (1849) y La guerrera blanca (1850)–, y aquella que lo consagraría en la gloria de la literatura, empero su intrascendencia inmediata: Moby Dick, de 1851. Sin embargo, “Bartleby, el escribiente” no tuvo en su tiempo mayor resonancia. El reconocimiento de su calidad y de su influencia en escritores posteriores, como ha ocurrido con tantas obras a lo largo de la historia, llegó con el paso de los años.

Apunta Borges en el prólogo que escribiera para los cuentos de Melville, en 1943: “Bartleby […] prefigura a Franz Kafka. Su desconcertante protagonista es un hombre oscuro que se niega tenazmente a la acción”. Contratado como amanuense en el despacho de un prestigioso abogado, Bartleby rehúsa realizar cualquier cosa que lo aleje de su labor de copista. Con una pasividad in crescendo que llegará irremisiblemente a las últimas consecuencias, decide cierto día también dejar de escribir. El abogado (y narrador) comprende que cualquier esfuerzo humano para “desalienar” a Bartleby será inútil, y no logra evitar el trágico destino de su escribiente. “A un espíritu que dice no con truenos y relámpagos, el mismo diablo no puede forzarlo a que diga ”, escribe Melville a su amigo Nathaniel Hawthorne. No sin justa razón, la crítica ha encontrado en Bartleby semillas del desencanto y la angustia existencialistas y de su modalidad dramática: el teatro del absurdo. Camus citará a Melville, junto a Kafka, como una de sus principales influencias en la respuesta a la carta donde Liselotte Dieckmann inquiría sobre el peso kafkiano en su obra. Visto asimismo como una alegoría del rechazo a la deshumanización de la modernidad, Bartleby es un paradigma romántico: el hombre incomprendido que no halla lugar en el mundo. El verdadero poeta. El excéntrico por cuyo súbito silencio se perpetúa la literatura. Será Enrique Vila-Matas quien, inspirado en esta idea, emprenda la búsqueda de “los del No”, registrada en su Bartleby y compañía (Anagrama, 2000), que desentraña a los grandes escritores que sea como fuere renunciaron a escribir. “Porque todos los hombres que dicen mienten”, concluye Melville en su carta.

Dos hechos en los últimos meses han traído a la memoria madrileña la historia del amanuense. Por un lado, la aparición de una bella edición de “Bartleby, el escribiente”, concebida por el sello editorial Nórdica Libros, ilustrada por Javier Zabala y que se adscribe a esa oleada de clásicos ilustrados (El corazón de las tinieblas por Galaxia Gutenberg, Las flores del mal igualmente por Nórdica, el catálogo de Libros del Zorro Rojo…) que comienza a proliferar. Y por otro, la homónima puesta en escena del relato en el Teatro Fernando de Rojas durante el pasado mes de marzo. Impecablemente lograda (con la salvedad de la inexplicable música tecno intercalada de repente) la adaptación de José Sanchis Sinisterra sólo requirió de dos actores y de un mobiliario mínimo para confirmar esa verdad inapelable que no dejamos de celebrar: clásicos como “Bartleby, el escribiente” perdurarán siempre.

Personas felices que recuerdan historias tristes, magníficos escritores que mueren en el olvido, seres humanos destinados al silencio, interrogantes que permanecen sin respuesta… “La vida es triste”, sentencian Jacobs y Monterroso en el prólogo de su antología. Y lo es, en efecto. Hoy, sin embargo, nos alegramos por esas historias tristes que, en el fondo no obstante, cuentan y cantan la vida. ~

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