Seguir las campañas de los precandidatos a la presidencia de Estados Unidos, sentir el nervio de las elecciones primarias en una desbordante noche de super-Tuesday, se ha vuelto el más reciente y potente de los vicios a escala mundial –casi semejante al consumo masivo y cotidiano de mini-series, café o coca. Como si no me bastara con las adicciones que ya padezco, de unas semanas a la fecha no pasa un día sin que revise qué dicen los periódicos sobre Hillary, McCain, Obama y los ahora difuntos Giuliani y Mitt Romney. En busca de mi shot de adrenalina mediática, no pasa una tarde sin que le cambie a CNN y me atiborre el cerebro de lugares comunes y obviedades sabiamente eructadas por los integrantes del “best-political-team-on-television”. Se los digo: Lou Dobbs es un cretino, pero estos días The Situation Room con Wolf Blitz es emoción pura. Ni Tocqueville nos preparó para esto. Cuando llegue, la abstinencia será cruel.
Pero como cualquier vicio, el espectáculo de los precandidatos también tiene su lado obscuro, sus bajones y malos ratos. El senador Barack Obama ha sido, quién lo duda, una figura inspiradora. Basta compararlo con el insípido robot Romney, con el patético Bill Richardson, con el taimado abuelito Ron Paul o con el dinosáurico John McCain y su freaky esposa de sonrisa y peinado congelados en el tiempo. No importa pues que a los junkies de la actual temporada política nos enajenen hasta la náusea con mil discursos y análisis pronunciados por minuto, al contrario, pero como consumidor de esta droga dura reivindico mi derecho a exigir ante todo la máxima calidad del producto; en otras palabras, que a uno no le den gato por liebre. ¿Por qué insistir en la referencia a John F. Kennedy a la hora de intentar engrandecer a Obama? Entiendo que el presidente asesinado en Dallas es un mito americano, pero en ocasiones la realidad dura y pura vende mejor e incluso se impone a la más pertinaz y embellecedora de las leyendas. Juzguen los resultados. El único beneficio que obtuvo Obama tras el endorsement del hermano chico de JFK a su campaña, el simpático borrachín y respetadísimo senador Ted Kennedy, fue una derrota contundente en Massachusetts, el estado natal de la única familia real americana (ni hablar del padre, inepto embajador de Roosevelt en Inglaterra durante los infames años del Anschluss, ni tampoco del mítico abuelo, un rufián irlandés con buen ojo para combinar la política con los negocios ilícitos).
Sí, todos sabemos o creemos saber que JFK ha sido el segundo presidente más joven, pero al menos una década antes de llegar a la Casa Blanca ya era un hombre con la salud y la cintura quebradas (hasta su muerte no pudo prescindir de dosis industriales de jilocaína y otros analgésicos controlados para mantenerse de pie). ¿JFK el político visionario que quería cambiar a su país? Todos conocemos esa versión, la preferida por intelectos elementales como el de Oliver Stone, unos de sus más tenaces exégetas. Libros como The dark side of Camelot, de Seymour Hersh (el veterano periodista del New Yorker y experto en derribar mitos, desde el ocultamiento oficial de la masacre de My-Lai hasta las fechorías psicópatas del ejército estadounidense en Abu Ghraib), nos muestran al mítico JFK convertido en un político cualquiera, clásico, un tipo histérico que no dejaba vivir en paz a los demás, comenzando por los desvelados guardaespaldas del Servicio Secreto que se encargaban de introducir prostitutas a hurtadillas en el 1600 de Pennsylvania Avenue para goce nocturno del Comandante en Jefe, su presidente ejemplar. ¿Para qué recurrir entonces al mito de JFK si la realidad puede ser más interesante e incluso políticamente más provechosa para el senador de Illinois?
En el momento político actual, marcado por las amenazas de la recesión y los dolores en la billetera, la propia historia de la familia Obama se sostiene mejor que cualquier mito. La oportunidad de salir adelante mediante el trabajo y la dedicación siguen ocupando un sitio importante en el imaginario estadounidense. Dudo mucho que con todos sus logros y debidos reconocimientos, Hillary Clinton haya tenido que superar las mismas pruebas que Michelle Obama, la carismática esposa del senador que creció en una casa destartalada de las barriadas negras de Chicago. Quien se aventure al sur de la calle 57 constatará que el tercer mundo empieza mucho más al norte de lo que nos indican los mapamundi que regalan en las Naciones Unidas. Ahí la vida diaria se desarrolla a gritos y golpes, no pocas veces a balazo limpio. Y para ser justos casi pasa lo mismo en el resto de la ciudad, sobre todo en el pútrido submundo de la política local. No por nada Saul Bellow, una auténtica autoridad en todo cuanto involucre a Chicago, calificó a más de un alcalde como granuja y a los políticos municipales como una horda de corruptos y sinvergüenzas, “aunque —matizaba con su mirada irónica este gran escritor— en realidad no perjudicaban a nadie.”
Una droga mejor, algo más que un mito: el activista y político Barack Obama salió de ahí mismo y sobrevivió. En esos pagos debe ser sumamente difícil escalar sin quebrarle los dedos de las manos al rival, no se diga utilizar la maquinaria política a tu favor sin que ésta termine triturándote los huesos. Todavía recuerdo el espectáculo inaudito y siniestro (al menos para mí) que dieron los famosos Teamsters a las afueras de su sede en Chicago durante las elecciones de 2004. La fila de autobuses sobre la calle Jackson literalmente no se acababa, ni las multitudes de zombis y acarreados que los abordaban para ser llevados a votar desde temprano. Son los mismos Teamsters que hoy apoyan a Obama a cambio de quién sabe qué. Todavía guardo conmigo el pase de acceso para presenciar la victoria electoral del alcalde Daley el año pasado, 27 de febrero de 2007 a las 7.30 pm. No puedo presumir que asistí puntual a la cita en el Continental Ballroom del hotel Hilton por tratarse de una ocasión histórica (todos menos yo sabían que nada nuevo iba a ocurrir esa noche, era la quinta reelección del alcalde desde 1989 y no olviden que su padre había gobernado Chicago entre 1955 y 1976, nada menos que veintiún añitos ininterrumpidos), sino para ver de cerca lo que antes había leído en las novelas de Bellow. Fue ahí mismo donde Obama pronunció su impecable discurso la noche del pasado súper-martes 5 de febrero. No me lo perdí en televisión, pareció que las cosas estuvieron más animadas. Las campañas traen un aire torrencial de excitación y entusiasmo, pero también despiden el tufillo hediondo de la cloaca política. Será interesante ver si Obama logra sobrevivir a eso también. Esa realidad superará cualquier mito. Sería como dejar esta adicción.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.