De muchacho trabajé como redactor en la Revista de la Universidad de México, que andaba más o menos al garete. Un día se me ocurrió hacerle una entrevista a Álvaro Mutis, a quien leía con fervor desde que, adolescente, visité Los hospitales de ultramar. Me recibió en su oficina y hablamos un buen rato, luego me citó en su departamento –donde conocí a la milagrosa Carmen Miracle– y terminamos la charla. Apareció a fines de 1976, con un título proustiano: “La vida verdaderamente vivida”.
Desde entonces fuimos amigos: nos reímos, comimos y bebimos, escuchamos música, leímos a Rilke, bailamos sirtaki. Beso a Carmen. Abrazo a Nicolás Guerrero, a Santiago Mutis, a Ida Vitale y a Enrique Fierro, a Mercedes Domínguez. Estoy de luto.
Abrevio parte de un ensayo largo sobre Mutis que aparece en mi libro Paralelos y meridianos (Ediciones del Equilibrista, 2007): para mi generación, el avatar de Álvaro, protagonista de sus relatos y a veces coautor de sus poemas, Maqroll el Gaviero, tenía una intensa calidad magisterial. Sus largas tiradas de opaca sabiduría, su hermetismo aforístico, su frivolidad erudita me resultaban tan próximos como sus astrosos vagabundeos y sus purgas existenciales o su cínica y dolorosa convicción sobre la inutilidad de toda empresa (incluyendo a la literatura: aun nuestros “sueños y verdades están señalados por el signo de lo incomunicable”). Seguí a Maqroll las inumerables veces en las que lo cercaron los portentosos ríos cuyos caudales imitaban el estrépito de su alma nómada. Estuve con él en los mercados, en el Bósforo, las esclusas, la selva y las estepas, las avanzadas del progreso llenas de zinc y sudor.
Maqroll, siempre vivo y siempre recapitulando en las cosas de su vida con su sensualidad feroz, su sinuoso cinismo, atizado por una cansada sabiduría sobre el tiempo, la historia, el deseo. Pasaba por situaciones inauditas (en un lupanar Maqroll se desconcierta al toparse con una foto de su padre; la prostituta se percata y explica: ese señor era mi padre) y se topaba con personajes prodigiosos, vivía hechos anodinos y sagrados o rotundas epopeyas. Siempre con sentido del humor y de la tragedia, siempre marcado por un lúcido escepticismo, fuerte sentido de la grandeza en el infortunio, pundonor elegante, resignación tristona, arrebatos de entusiasmo por hacer todo a sabiendas de que todo es nada.
Muchos nos bebimos la vida de Maqroll, su sabiduría entre rusa y sufí filtrada por su profundo escepticismo tropical, que Mutis narraba o cantaba en una sola obra, trizada, enfática, preciosamente escrita. Álvaro, que la ponía por escrito, no se la bebía con menor urgencia y camaradería: Maqroll era su emblema, pero también su método y su misterio. Perderse en las teorías del poeta y sus máscaras o heterónimos es por demás: hubo entre ellos un contrato de afinidades y discrepancias que –aparte de Machado y Juan de Mairena– carece de paralelo en la literatura moderna en español. Lo seguí con la misma pasión y atento discipulado con que escuché platicar a Marlow, divagar a Alvaro de Campos o angustiarse a K. Vagabundo, pirata, chamán, en la de Maqroll atisbé un reflejo de lo que era verdaderamente la vida: un lento agostarse llevadero por la apasionada lealtad al amor, la música, los amigos, algunos libros.
El comercio entre Álvaro y Maqroll fue prolongado y complejo. A veces Álvaro quería deshacerse de su avatar, y viceversa. Los muchos libros de poesía, las novelas y los libros mixtos que son ambas cosas, bien podrían ser un solo libro. Espero sin embargo que Álvaro, como alguna vez Maqroll, “lleno de gozo febril”, haya atisbado la “parcela de dicha” exclusiva de quienes se acercan a su muerte.
Espero que, como para el Gaviero, morir haya sido algo tan insignificante como cambiar de postura durante el sueño. Ojalá que el sueño sea el mismo.
Se lo merece alquien que fue inmortal noventa años.
(Publicado previamente el en periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.