En esa aplastante lección de banalidad que son los Diarios de Andy Warhol no queda consignado nada de interés sobre los escasos cinco días que el padre del arte pop pasó, viniendo de Hong Kong, en Pekín, del 1 al 4 de noviembre de 1982. Lo más entretenido es que al regresar a Nueva York, dándose cuenta de que no había traído regalos, mandó a su ayudante a comprarlos, previsiblemente, al barrio chino.
Pero de aquel viaje no sólo quedaron las fotografías –recientemente reimpresas en un libro de gran formato publicado por Timezone– que le sacó Christopher Makos a Warhol en la Gran Muralla y en la Ciudad Prohibida. Dirán que soy un ingenuo (o una persona poco enterada) pero me sorprende que la impronta warholiana, plasmada en la serie Mao Zedong manufacturada en 1972, acabara por convertirse en la carta de creencia del millonario arte contemporáneo de China. Los originales, además, los compró un magnate de Honk Kong hace un par de años. No es necesario darse una vuelta por el antiguo distrito industrial número 798 de Dashanzi, el Soho pekinés, para descubrir que en China impera el marxismo–leninismo pensamiento Andy Warhol.
Esta efervescencia que ha hecho la fama de un arte comercial, afectadamente infantil, a veces simpático y siempre desconcertante, tiene su origen en el horror que fue la Revolución Cultural o al menos así lo parece si se lee Burden or Legacy. From the Chinese Cultural Revolution to Contemporary Art (Honk Kong University Press, 2007), una colección de ensayos recopilada por Jiang Jiehong. Durante la década anterior a la muerte de Mao, el patrimonio cultural chino fue vandalizado en un porcentaje desconocido y de la destrucción no se libraron ni las reliquias budistas ni los recuerdos del confucianismo. Ardieron las bibliotecas, lo mismo que las peluquerías y unos diez millones de letrados fueron ultrajados, desde los escritores y artistas hasta los campesinos instruidos, pasando por los profesores universitarios y los maestros rurales, a menudo asesinados o torturados por sus propios alumnos.
Fue el propio Mao, amenazado en su poder, según algunos, o deseoso de experimentar con fuegos controlados, dicen otros, quien impuso la Revolución Cultural, encomendándola a los guardias rojos, jóvenes y adolescentes fanatizados, quienes hicieron de las suyas, sobre todo, entre 1966 y 1967. Todo esto ocurrió con la alucinante aprobación y el respaldo delirante de numerosos intelectuales occidentales, algunos de ellos poseedores de las mentes más veneradas de su tiempo.
La Revolución Cultural y ello se nota en el arte que a manera de exorcismo la explica con ironía y la niega con estupor, fue la pesadilla, el lado oscuro de aquellos años sesenta tan felizmente recordados (y no siempre por malas razones) en París, Berkeley o la ciudad de México. Presidiendo un mundo hermético y fastidiado del ejemplo jerárquico de los soviéticos, a los cuales imitó tantos años, Mao puso en práctica una utopía infernal que realizaba, en la calle, los sueños de miles de estudiantes en Occidente y de sus ideólogos. Según ciertas interpretaciones, la Revolución Cultural fue algo más que un fenómeno endogámico brotado del secular odio chino a una modernidad agresora. Nada de lo que hicieron los guardias rojos fue ajeno al clima intelectual de su tiempo: ni la divinización de la juventud como demiurgo destructor ni el repudio de una organización tradicional de la enseñanza. Se propagó la idea de que el oprimido tenía derecho legítimo, filosóficamente mandatado, a oponer a la violencia, la contraviolencia. Más propia de China fue la persistente incapacidad de conciliar el igualitarismo anticonfuciano con los derechos humanos y las garantías individuales.
Las movilizaciones de miles y miles de jóvenes chinos del campo a la ciudad y de regreso, tan propias de la Revolución Cultural, compartieron el clima de libertad sexual y de misticismo grupal que en Occidente quedaron identificados con las manifestaciones pacifistas y los festivales de rock. El testimonio de los guardias rojos sobrevivientes, según leo en Burden or Legacy, habla amargamente de grandes ilusiones juveniles fincadas en la destrucción de lo viejo y en el alumbramiento, a través de un trance de histeria colectiva, de lo nuevo. De aquello, como puede verse en las fotografías tomadas por Shao Yinong y Mu Chen de los cientos de auditorios abiertos por los guardias rojos para realizar sus autos de fe, sólo quedaron ruinas. Y a veces, ni éstas: no es del todo paradójico, en una tradición dada a la iconoclastia, que las pocas construcciones realizadas en nombre de la Revolución Cultural hayan sido destruidas para ser substituidos por imitaciones de la dinastía Qing o de otros estilos pretéritos.
De aquella nada, de ese grado cero al que la Revolución Cultural sometió a sus intelectuales, salió el arte contemporáneo chino, que todavía hubo de pasar por la prueba de Tiananmen. Y no deja de ser un tanto angustioso pensar que los más de dos billones de retratos estándar de Mao que se imprimieron y de las toneladas y toneladas de libros rojos que abreviaban su ideario e infestaron el planeta, quedó, por el Gran Timonel, un culto invertido, a la vez sacrílego y clasicista, iniciado, inadvertidamente, por Warhol. Es cosa de mirar a Li Shan y el llamado “pop político”, de asomarse a la sonrisa diabólica repetida una y mil veces en los monigotes de Yue Minjun o de apreciar a Liu Dahong y sus exvotos o de meditar ante la versión que Hu Jieming hizo de La barca de Medusa para corroborar que el vacío dejado por Mao, a la vez un letrado conservador que un innovador incendiario, sólo podía ser llenado por Mao… en la versión de Warhol. Antes de las Olimpiadas, en mayo pasado, uno de los principales acontecimientos culturales en China fue la exposición en homenaje a Andy Warhol que, respaldada por la casa Christie´s, se abrió en Hong Kong.
(publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile