Antifaces

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Méndez: no nos quedan sino fragmentos Desde Durero, la percepción estética ha estado dominada por el descubrimiento del centro de perspectiva. Él mismo opinaba: "Lo primero es el ojo que ve; lo segundo, el objeto visto; lo tercero, la distancia entre uno y otro." La mirada, a partir del Renacimiento, se permite romper con la tradición afirmando la supremacía de la bona sperienzia, de la representación de un fragmento del universo según lo observa —o podría observarlo— una persona concreta, desde un determinado punto de vista, en un momento particular. Fotógrafo aficionado —como Pessoa, estudió comercio e inglés y trabajó en una ferretería, la Summer & Herman, y en una empresa de bienes raíces—, el longevo Juan Crisóstomo Méndez Ávalos (Puebla, 1885-1962) encontró en esa estética del fragmento su obsesión visual.

Maniático del orden y del dato, la fototeca que resguarda su prolífica obra contiene ocho agendas anuales, cuatro libretas de catalogación y un archivo de más de cinco mil estereoscópicas. En las agendas informales podemos encontrar los nombres de las amigas que fungen como sus anónimas modelos —Amalia, Licha, Lupita, Dorita, Carmen, Elena— y también datos cruciales sobre el tema, las circunstancias del disparo y las condiciones y técnica del revelado: nunca sabemos de intenciones, las enmascara y envuelve de la misma forma que lo hace con sus mujeres.

Es la transparencia de la máscara, pero, sobre todo, de la concepción que Montaigne refiere sobre Aristipo de Cirene: las sensaciones íntimas del tacto, el tactus intimus. Los cirenaicos —dice el ensayista— "creían que no puede percibirse ningún objeto del mundo exterior, y que lo único perceptible era aquello que nos llegaba por el tacto interno, como el dolor y el placer".

¿Es así, en Méndez, un mero juego de las pasiones del cuerpo? No creo: más acorde con la idea de Descartes —al clasificar las actividades sensoriales en tres zonas: el cuerpo, el mundo y la conciencia—, utiliza el tacto interno como forma de la distancia, de la conciencia. Lo que le da su peculiar punto de vista al desnudo, no exento de sadismo, o a la mera pose provocativa, es el efecto de la cenestesia: el alma reúne y es informada del estado del cuerpo. Una espalda, por ejemplo, hasta las nalgas, el gesto ausente, sólo revelado por el calendario en la pared, el peinado a la bob, los objetos con los que se construye la filosofía del tocador o el cuerpo recogido sobre sí mismo, las larguísimas piernas ocultando el rostro, el sexo entrevisto, pero lejano de la lente, aparentemente fuera del objetivo —lo que hace la cómoda, el tocador, con el contexto, con el mundo, aquí lo representa la cama de latón.

Todo en Méndez es sinécdoque, está siempre —mínimo, fragmentario— en lugar de otra cosa; casi siempre continente por contenido, por cierto.

Un antifaz en el díptico: de frente y de lado, nuevamente con las rodillas hacia el tórax y las manos entrelazadas, ¿en cuál de las instantáneas se otorga más el cuerpo? Lo que el antifaz permite revelar es mucho mayor que lo que oculta, igual que con el paño, la mascada o la cabeza gacha: no es mero pudor, no se trata sólo de ocultar el rostro, sino de desviar la atención hacia el cuerpo, hacia una parte muy particular de la piel: nalgas, senos, manos.

En ese sentido, hay dos tomas en este portafolios que me parecen particularmente excepcionales. En una de ellas la mujer se contorsiona: unas flores de seda ocultan el sexo, un turbante el cabello; el rostro y los senos desaparecen por el propio gesto, detrás unas chinerías que, curiosamente, nunca datan la fotografía, antes bien enmarcan la figura femenina: hay algo de humillada resignación en ese cuerpo que se envuelve a sí mismo para no revelarse, y algo de violencia en la mirada que lo viste y lo desnuda. Last but not least, en ese mismo sillón, el cuerpo cómodo gracias a unos mullidos cojines: descansa una mujer cuyo gesto revela todo menos comodidad y, sin embargo, un velo de tul cubre el torso y, como diría el poeta, dibuja otro cuerpo en el cuerpo. La mano se detiene —¿o se crispa?— sobre el sexo: quizá la mandíbula refleja eso, el momento antes del orgasmo. Es de las pocas placas de Méndez donde los ojos de la mujer nos miran, vacíos, sin mirarnos.

Me recuerda un fragmento de Monsieur Teste: "Se desvistió tranquilamente. Su cuerpo seco se bañó entre las sábanas y se hizo el muerto. Luego se volvió, y se hundió aún más en la cama demasiado corta." De eso se trata, justamente: de bañarse —secos— entre las sábanas o entre los velos: las mujeres de Méndez se vuelven, se hunden, agitándose, y nos permiten volvernos, hundirnos, en el relámpago de lo inmediato.

Vuelvo a Valéry: "Nuestro conocimiento, me parece, tiene como límite la conciencia que podamos tener de nuestro ser, y tal vez de nuestro cuerpo." Méndez responde: de nuestro ser a través de nuestro cuerpo. Siempre y cuando el cuerpo no sea una totalidad sino un fragmento: su ruina, su testigo. La totalidad se minimiza al fragmentarse, pero cobra sentido en la lente: lo interno se muestra, el sentido interior se hace visible, la iluminación transfiere a la piel su propiedad, su privilegio: la luz que desde santo Tomás sólo se atribuye al espíritu, no a la carne: el cuerpo en Méndez es una revelación cuya fuente es él mismo, pensado de cerca, como quería Pascal, visto de cerca, siempre con la conciencia clara de que no puede comprenderse cuando se quiere apresar el todo, porque se pierde, se desvanece y sólo resurge cuando el ojo contempla una zona, un pliegue, un gesto.

Afirma Eugenio d'Ors que un piropo es un madrigal instantáneo.

El ojo de Juan Crisóstomo Méndez parte de ese mismo principio del coqueteo, llega a la franca provocación con sus modelos y con sus referencias —el cine mudo y su representación del movimiento, cierto romanticismo exótico de esa estética— y sigue siendo una invitación intemporal: la del curioso impertinente.

 

 

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