ETA acaba de matar a dos hombres en Mallorca: eran dos guardias civiles, de veintisiete y veintiocho años, en cuyo coche miembros de la banda colocaron una bomba lapa que activaron a distancia. Ayer ETA también trató de matar: hizo detonar una furgoneta con unos 200 kilos de explosivo junto a una casa cuartel de la Guardia Civil de Burgos. Hubo 66 heridos leves, entre ellos varios niños.
Puede parecer que esta súbita hiperactividad es una muestra de la robustez de la banda, pero es lo contrario: ha perdido influencia política entre la izquierda independentista vasca (aunque una parte de ésta siga cobardemente sin condenar la violencia), ha sido reiteradamente descabezada en los últimos meses (en buena medida gracias a la colaboración francesa) y está escindida internamente: la mayoría de miembros veteranos se han dado cuenta de que no conseguirán su propósito (un país vasco independiente, formado por territorios hoy españoles y franceses, bajo un socialismo nacionalista; sí, nada menos) y los jóvenes carecen de formación política y tienen una vocación violenta más histérica que estratégica. Pero por todo eso, precisamente, ETA siente que tiene que demostrar que sigue viva, que cree que podrá derrotar a un Estado eficaz, que esa épica lucha violenta contra el colonialismo y el fascismo (sí, nada menos) tiene más sentido que nunca.
ETA va a perder, ya nadie lo duda. Ni siquiera sus miembros. Pero va a seguir matando. Lleva cincuenta años haciéndolo. Y es incapaz de imaginarse un futuro en el que no lo haga.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.