Aspiraciones de un aspirante a autor

Todo lo que imaginamos a los veinte años.
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Tengo veinte años y quiero escribir novelas pero no sé cómo. Me alimento con los saldos de las librerías: Madame Bovary, Billy Budd, marinero, Las aventuras de Arthur Gordon Pym y Rojo y Negro, entre otros títulos de la editorial Oveja negra empastados en color gris y con una letra tan pequeña que pronto comenzaré a usar lentes. Tengo toda clase de aspiraciones que vistas a la distancia son bastante convencionales y ridículas, y una máquina de escribir eléctrica Olympia Monica De Luxe. No recuerdo en qué momento llego a Thomas Bernhard y también quiero ser como él: vivir en una cabaña, en un pueblo, odiar a todo el mundo, negar entrevistas y pasar los días escribiendo vestido con un suéter confortable color gris rata. Pero antes tengo que transitar por la senda obligatoria del escritor mexicano; es decir: lo que yo considero la senda obligatoria del escritor mexicano.

Y claro, en un principio está el problema de escribir una novela, reunir la suficiente fuerza de voluntad para sentarme cada noche frente a la máquina y mecanografiar dos o tres páginas. La verdad es que prefiero salir a caminar y pensar en mi novela, en los personajes y en las situaciones para pronto saltarme esa parte y fantasear con lo que va a pasar después de terminarla. Imagino cómo las hojas mecanografiadas se acumulan una detrás de otra en mi escritorio por arte de magia en el departamento de Universidad 1900 que comparto con mi novia coreana, Young-mee. Qué mayor deleite que escribir el título en una hoja en blanco y mi nombre debajo, a manera de carátula. La novela se llama, no me pregunten por qué, Benito Juárez fue un burgués: uno de los peores títulos jamás imaginados por un aspirante a escritor. Habla de un chico y una chica, de un departamento, de la búsqueda del origen, todo muy fin de siécle (con el acento al revés). En mis fantasías el manuscrito ya está terminado y lo llevo a la editorial Joaquín Mortiz, que es la editorial donde publican a la sazón los escritores jóvenes de éxito. Me juro a mí mismo que jamás estaré en la editorial del Estado, Tierra Adentro, donde publican todos los perdedores. Puedo pasarme horas imaginando el color de la portada, mi foto en el reverso y mi biografía. En la foto salgo cruzado de brazos con mis libros favoritos de fondo (risas grabadas).

Después de dejar el manuscrito en la oficina del editor, este me llama a la semana siguiente para decirme que le encanta y que piensa publicarlo en un mes (así se imagina uno los tiempos editoriales a los veinte años). Dos meses después presento el libro en el Palacio de Bellas Artes apadrinado por las vacas sagradas del momento. Salen entrevistas en todos los periódicos; de hecho, aún no llevo más que veinte páginas del manuscrito pero ya estoy pensado en las respuestas que voy a dar a los periodistas, quienes leyeron mi libro con entusiasmo y me hacen toda clase de preguntas inteligentes. Por supuesto, también salgo en el canal 22 entrevistado por Huemanzin Rodríguez. Todo mundo me busca para invitarme a fiestas donde charlo con los invitados sobre toda clase de temas profundos, pero también disfruto del chismorreo literario. Voy a festivales de literatura y a encuentros de escritores y me codeo con los grandes. La cereza del pastel, mi encumbramiento final, ocurre cuando el mejor crítico del país alaba mi libro en Vuelta. “Daniel Espartaco es una gran promesa literaria”, dice el crítico, “esperamos con desesperación su próximo libro”. La gente me reconoce cuando voy de compras a la librería Gandhi (para entonces ya tengo un poco más de dinero y no estoy en la sección de saldos, gracias a la beca Guggenheim). Un agente me llama por teléfono para decirme que quiere representarme y cuando cuelgo me llama Jorge Herralde para decirme que me quiere en su colección; yo le digo que hable con mi agente. Me traducen al inglés, al alemán, al idioma suajili. Gano un premio literario en España. Voy a Londres y me tomo un café con Carlos Fuentes y Salman Rushdie… Regreso a casa. Young-mee prepara una rica cena de cinco platos (al menos esto es real) y me tomo un par de cervezas. Fumamos, vemos Friends y Seinfeld en la televisión, y cuando ella se va a dormir me voy a mi cuarto y enciendo la Olympia, pero no puedo escribir porque ya derroché toda mi energía creativa en imaginar lo que va a pasar una vez que terminé mi novela. Fin.

Tengo 37 años. El año pasado me salieron tres canas en la barba. Tras sufrir toda clase de rechazos editoriales, una hospitalización seria, una cirugía mayor, tres relaciones fracasadas, endodoncias, toda clase de enfermedades y, peor aún, haber sido publicado en Tierra Adentro (los únicos que me pelaron), no puedo sino reírme de mis fantasías de los veinte años. Me gustaría escribirle una carta a ese joven adulto para advertirle varias cosas; primero, para decirle que antes que la literatura está la vida, como dijo Chéjov; que no deje a Young-mee porque de lo contrario nunca más volverá a probar un buen kimshi jjigae; que los festivales de literatura, las ferias y los encuentros de escritores son lugares horribles donde torturan a la gente; que los periodistas nunca leen los libros y que redactan mal las notas por lo regular; que Huemanzin Rodríguez sigue usando el mismo peinado; que la beca Guggenheim para Latinoamérica está suspendida desde hace años; que Salman Rushdie se divorció de Padma Lakshmi (esta nunca te presentó a su hermana), y que Carlos Fuentes está muerto; que si quieres que te traduzcan al inglés, al alemán y al idioma suajili tienes que pactar con el demonio; es decir: explotar el tema del narco y de los feminicidios de Juárez; que no hay nada más inútil que publicar novelitas, pues no importa cuántas ganas le eches a tus historias, quedarán sepultadas bajo montones de publicaciones de autoayuda, novelas históricas revisionistas, novelas femeninas con títulos de boleros, trilogías juveniles de vampiros, y libros y más libros sobre narcos; que el lector sensible e inteligente está más amenazado que el panda gigante y la ballena jorobada; que para progresar en el mundo de las letras hay que hacer política más que escribir; que el medio está lleno de arribistas, etcétera; en resumen: que lo mejor es ponerse a estudiar una carrera, como decía tu mamá; trabajar en una maquiladora, tener hijos, una casa, un buen coche, tomarse unas cervezas light con los amigos cada viernes, cuidar tus niveles de colesterol y ver todos los partidos de los Cowboys, aunque nunca ganen, y morir de viejo con una sonrisa de viejo y una discreta lágrima que resbale por tu mejilla.

 

            

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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